Cincuenta sombras de Grey

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He aguantado cuatro años sin verla. Pero ya no podía más… La curiosidad mató al gato, y también al cinéfilo, que son animales comunes de la noche. Alguien me advirtió en su día que podía convertirme en estatua de sal si desviaba la mirada hacia Cincuenta sombras de Grey, de lo mala y ridícula que era. Que los críticos profesionales la veían porque no tenían otro remedio, encerrados en las salas de proyección como reclusos, pero que los cinéfilos de segunda categoría, que sólo emborronan blogs por amor al arte, se habían declarado en huelga de ojos cerrados y de penes caídos. Un boicot en toda regla. Pero yo sé que la gente miente. Que en los blogs y en los bares se dicen cosas para quedar bien delante del prójimo -y sobre todo de la prójima-, pero que luego, en la intimidad de los hogares, con el portátil sobre las piernas o el mando de Movistar + sobre la rodilla, nadie resiste la tentación de fisgonear en la “sala de juegos” del señor Grey, a ver qué guarrerías atadas con cuerdas -como las morcillas de mi pueblo- le hace este yupi dislocado a la pobre Anastasia de los ojos azules como Blancanieves. 



    Yo soy como todo el mundo, más o menos, y los apocalípticos consejos de no ver Cincuenta sombras de Grey, lejos de quitarme las ganas, azuzaban mi curiosidad y espoleaban mi deseo. Porque, además, yo había visto a Dakota Johnson en los avances que ahora ya se llaman teasers, y a mí, Dakota Johnson, tengo que confesarlo, es una señorita que me seduce mucho los instintos, y cada vez que se muerde los labios me pasa exactamente lo mismo que le sucede al señor Grey, que se le va la imaginación a lugares más íntimos y oscuros donde el público ya no interfiere ni molesta…

    Yo no había visto la película porque nunca encontré a nadie que quisiera acompañarme en la aventura, a mi lado, en el intrépido sofá de mis vuelos sin motor. Y a mí me apetecía verla con alguien por si había que partirse el culo, con las gilipolleces, o partirse el nabo, con los erotismos, según lo que Grey y Anastasia nos fueran ofreciendo en su performance del Barroco. Pero nunca se dio el caso, y sigue sin darse, así que ayer por la tarde, incomodado por los fríos de noviembre,  me puse el salacot, agarré el machete y me adentré en la jungla impenetrable sin mirar atrás… Y al final del camino, nada. La nada más frustrante. Yo venía al blog a redactar una humorada, o una sexualidad, algo entre picante y divertido, pero la película es tan tonta, tan vacua, que he navegado por ella sin encontrar nada que excitara mi pluma. Ni mi inteligencia, ni mi hombría decepcionada…



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Casi imposible

🌟🌟🌟

Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…



    En mis locas fantasías, ella, Natalie Portman, por poner un ejemplo, venía a España a recibir un premio importantísimo el mismo día que yo visitaba Madrid para liarla en una manifa anticapitalista, y en una parada de su limusina para coger un café en el Starbucks, o hacer una foto que nos retratara como pintorescos guerrilleros, nuestras miradas se cruzaban para reconocerse perdidas en el tiempo, y reencontradas en un milagro de la geografía. Otras veces era yo el que viajaba a Nueva York a conocer los escenarios reales de las ficciones que marcaron mi vida, y de pronto, al doblar una esquina, desprevenido perdido, me encontraba a Natalie vestida de calle, clandestina y guapísima, paseando a su perrito de raza con la correa, y yo casi tropezaba con ella, y decía perdón en castellano -porque el inglés se me había ido por la ingle del susto-, y ella me decía “no pasa ná”, pero en inglés americano, y en el enredo idiomático surgía la risa, la chispa, el gesto que detenía al guardaespaldas que ya se abalanzaba hacia mí para darme una buena hostia con la culata de su revólver.  Gilipolleces así…

    La historia que más me convencía, sin embargo, dentro del repertorio de mi romántica imaginación, era que Natalie Portman pasaba justo por delante de mi casa haciendo el Camino de Santiago -porque ciertamente, por aquí transcurre- y que ella, de incógnito, reencontrándose consigo misma tras una ruptura amorosa con algún imbécil que no supo apreciarla ni quererla, me preguntaba por el próximo albergue con una voz que yo reconocería al instante después de haberla escuchado en tantas y tantas películas. Yo, trabado y sudoroso, tardaba dos segundos taquicárdicos en responder, los suficientes para que Natalie se supiera descubierta y deseada por un apuesto (es una licencia literaria) admirador del Viejo Continente.  Ella, risueña y confiada, me invitaba a acompañarla hasta el albergue que ya era un asunto secundario, ahorrándome la explicación y dejándome un sitio a su lado para acompasar la caminata…




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Dublineses

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando Gabriel descubre a su mujer traspasada por La chica de Aughrim, comprende, abofeteado por una intuición, que él es un personaje secundario en la vida de su esposa. Durante los tres minutos que dura la canción, ella se ausenta por completo, indiferente a su presencia, y viaja muy lejos, a un recuerdo que transforma su rostro y arranca sus lágrimas. Sólo un amor perdido podría transfigurarla así, y Gabriel empieza a preguntarse si su mujer se descompondría del mismo  modo si un día tuviera que recordarle escuchando una música similar.




    Ya estaban a punto de irse de la fiesta, a punto de salvarse, felices y enlazados, pero el cochero se demora, él tarda en calzarse las botas, y de pronto, del piso de arriba, surge la canción que entona el tenor Bartell D’Arcy, y que detiene a Gretta a media escalera. Si todo lo anterior hubiera sucedido sólo un minuto antes… Pero ahora ya es tarde, y algo se ha roto definitivamente entre los dos. Al llegar al hotel ella le hablará de Michael Fury, el muchacho del que estuvo enamorada en su adolescencia. Un chico que también bebía los vientos por ella, y que una noche de invierno -la última que Gretta vivió en casa antes de ser encerrada en el internado de Dublín- se presentó bajo su balcón, cantó La chica de Aughrim y a los pocos días murió, enfriado el cuerpo y congelada el alma. Michael Fury lleva muchos años enterrado en un pueblo lejano, pero esa noche ha renacido de entre los muertos...
   
    Gretta no se abraza a su marido, no le mira, no busca en él el consuelo. Cuenta su historia como quien está soñando, o recordando el amor en una celda solitaria. Finalmente caerá en la cama sorprendida por un sueño repentino y justiciero, y Gabriel se asomará a la ventana para ver nevar sobre Dublín. La nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos, piensa, y dentro de unos pocos años todos ellos estarán muertos. Él, y Gretta, y los presentes en la cena de Reyes, en casa de sus tías. Todos se reunirán con Michael Fury en el otro mundo sin Navidad. Gabriel está conmovido y destrozado. Ha comprendido que Gretta le ama, pero que hubo un tiempo en que ella amó a otro hombre con más fiereza, con más desesperación. Es triste, sí, pero qué importa todo en realidad… La vida sigue. Su matrimonio seguirá. Vendrán otras Navidades y otras fiestas. Y otras nieves que irán depositándose sobre los nuevos vivos, y sobre los nuevos muertos. Alguna vez será la última, y la siguiente, la primera.


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Birdman

🌟🌟🌟🌟🌟

Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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El método Kominsky. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.



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El Rey

🌟🌟🌟🌟

Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.



    Alberto San Juan habrá pensado: Juan Carlos se nos muere en cualquier momento, de cualquier caída tonta o de cualquier disparo accidental, sin ninguna Clínica Quirón en quinientos kilómetros a la redonda, y a ver quién es el guapo que estrena una obra crítica cuando los telediarios abran con la fanfarria, los periódicos lamenten a ocho columnas y se instauren 19 días de luto oficial y 500 noches de ostracismo para quien ose recordar que don Juan Carlos -el primero, y de momento el único-, es un personaje real con más sombras que luces. Con más cosas por explicar que las explicadas hasta la saciedad. Ésas mismas que en el obituario nos recordarán los panegiristas de la campechanía hasta que se les agote la baba en la impresora…

    Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.



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Futurama. Temporada 1


🌟🌟🌟🌟🌟

“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, decía un aristócrata en El Gatopardo, temeroso de que Garibaldi y sus camisas rojas acabaran con los privilegios de su clase. Esta frase se ha usado tanto en las facultades de Ciencias Políticas y en las tertulias de los políticos aficionados -allá en los bares donde arreglamos el mundo con cuatro chatos y cuatro tapas de callos con garbanzos-, que ya suena realmente a cliché, a sentencia resobada, y hasta siento un poco de vergüenza al recordarla. Pero lo cierto es que encierra una verdad como una casa de grande. Tan grande como una mansión de la vieja aristocracia siciliana a la que pertenecía el mismo Tomasi de Lampedusa. Una casta detestable de ésas que denuncia Pablo Iglesias en sus alegatos, y que sobrevivió, ciertamente, a todos los avatares de la historia -fascismo y Franco Battiato incluidos- y que seguramente, en el año 3000 de Futurama, todavía seguirá sin dar un palo al agua entre los olivares que trabajarán unos robots que nunca ondearán banderas rojas cada primero de Mayo.



    Matt Groening -que traía la mente preclara- y David X. Cohen -que traía la mente científica- se juntaron en 1999 para crear una serie de animación que en realidad viene a decir lo mismo que decía Lampedusa: que en el año 3000 todo habrá cambiado, pero todo seguirá más o menos igual. Cuando el tontolaba de Fry despierta de su criogenización involuntaria mil años después, no se extraña gran cosa de lo que ve: hay robots parlanchines que se emborrachan bebiendo cervezas, alienígenas multiformes que hacen turismo por las calles, y mujeres guapísimas de un solo ojo que trabajan para empresas intergalácticas de paquetería. Los coches atestan el tráfico aéreo de las ciudades, las anchoas se han extinguido incluso en el mar Cantábrico de Revilla, y el béisbol se juega en estadios cúbicos con la bola atada a una cuerda. Pero por lo demás, ni Philip Fry, ni los espectadores que ya estábamos un poco cansados de Los Simpson y hemos redescubierto en Futurama el descojone padre y la inteligencia madre, nos rascamos mucho el cogote cuando descubrimos las maravillas que conocerán los nietos de nuestros tataranietos.

    Un milenio no es nada en la evolución de las especies que enseñó el abuelo Darwin. El homo sapiens lleva cien mil años siendo más o menos el mismo, y entre el pintor de las cuevas de Altamira y el dibujante jefe de Futurama apenas hay un teléfono móvil de diferencia. Dentro de mil años, nuestro ADN muy poco modificado seguirá jodiéndolo todo, amando a morir, odiando a degüello, refugiándose en el sentido del humor cuando la tarde del domingo se vuelva insoportable, y alguien ponga en el DVD una serie de animación que fantaseará con el año 4000 de nuestra era…



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El hombre que mató a Liberty Valance

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Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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Diecisiete

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A los diecisiete años yo era un gilipollas agazapado entre libros, y extenuado entre pajas. Tampoco había tiempo para otras cosas, ni opciones para otros desahogos. Los curas nos apretaban las clavijas con mil exigencias diarias para luego clavar el examen de Selectividad y hacernos hombres y derechos en alguna carrera de las que otorgaban prestigios y dineros.  Y las chicas… Las chicas estaban demasiado lejos para apretarnos cualquier clavija. Se sentaban a nuestro lado, pero habitaban en otro planeta. Nosotros interactuábamos con su holograma, con su espectro amable pero distante. Ellas depositaban su amor y su carne en tipos que estudiaban en los institutos públicos: los macarrillas con moto, los rockabillys ridículos, los chulitos de mi propio barrio que no sabían hacer la o con un canuto pero ya se los fumaban a escondidas, y que ya presumían, con una sonrisa ahostiable, de haberse estrenado en el Asunto, y hacer serios avances en su práctica. Hombres de verdad que eran la envidia cochinera de todos los que vivíamos subyugados por una religión que no era la nuestra. Por una pacatería que nos volvía tan imbéciles y tan poco atractivos.



    Pero tampoco quiero echar balones fuera. Echarle la culpa al sistema, o a la ceguera de las muchachas. A los diecisiete años uno tenía muy poquitas cosas que ofrecer. Casi como ahora, si no fuera por el disimulo de las canas, y la verborrea de la cultura.  Comparado con este delincuente tan poco común de la película, mi yo de hace treinta años es como si perteneciera a una especie inferior, incapaz de manejar herramientas, de resolver problemas de supervivencia, de enfrentarse a quien te toca las narices con un gesto de orgullo alzando la barbilla. Qué habría hecho yo, solo en el mundo, enfrentado a la vida real, y no a la vida doméstica del estudiante sobreprotegido, o del tontolaba de nacimiento, que todavía no lo sé fijo. Debería pagarme unas buenas sesiones con el psicoanalista para resolver estas dudas, ahora que están tan desprestigiados, porque intuyo -y si no, no conozco al género humano- que la gente les rehuye porque descubren la verdad, y ya nadie paga por escuchar la verdad.



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El astronauta


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Si algo valoro en los españoles -que son los compatriotas que me tocaron en suerte, no buscados, pero ya familiares y cercanos- es su capacidad para reírse de sí mismos. He viajado muy poco, y he flirteado nada y menos con extranjeras, pero me dicen, los que sí han deshecho camas en otras geografías, que lo nuestro -o lo suyo, porque yo sigo siendo un escandinavo extraviado - es un caso único de inclinación al autofustigamiento. Pero cachondo. Este defecto colectivo es el que quizá nos ha impedido avanzar por los siglos de los siglos, haciendo juergas de las derrotas, y chistes de los batacazos, en lugar de levantarnos con orgullo y producir bienes de consumo como los europeos laboriosos. Pero, al mismo tiempo, ha producido  una estirpe de humoristas que vienen dando mucha caña desde el Siglo de Oro, con mucho arte y mucha mala follá, a veces tocados por las musas, como David Broncano y sus secuaces del siglo XXI, y otras abandonados por ellas, como estos chiquilicuatres que hace cincuenta años se juntaron para rodar la parodia del Apolo XI y su histórica singladura.



    El astronauta es una de esas películas infumables que de vez en cuando apetece ver para echar unas risas, sin más, desprejuiciados y desmadejados en el sofá, que al final vamos a terminar convirtiéndonos en unos sibaritas insufribles, críticos con pipa, de tanto buscar sólo la obra maestra o la serie de relumbrón. En 1970, en los secanos de Minglanilla, cuatro ociosos que ya no le sacan gusto al tute deciden emular a los ingenieros de la NASA y construir un cohete espacial para enviar a Tony Leblanc a la Luna. ¿Y cómo hacerlo, sin conocimientos básicos de física, con un motor arrancado al Seat 600 de Venancio, con la única financiación del cacique del lugar, que sueña con ver su nombre escrito en los periódicos y hacerse famoso en los cabarets de la capital? Pues a puro huevo, por cojones, encajando lo inencajable, como siempre se ha hecho en este país. La película es muy mala, repito, pero no puedo reprimir la sonrisa continua y tontorrona. Nunca entendí cómo la censura se preocupaba tanto de los polvos y tan poco de estos ejercicios nada patrióticos, que venían a hurgar en la herida del subdesarrollo, del cutrerío, de la chapuza nacional. Los de VOX -que son fachas mucho más inteligentes que sus padres, y que sus abuelos- no van a permitir estos antiespañolismos cuando lleguen al poder. Avisados estamos.



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Vida perfecta

🌟🌟🌟🌟

De adolescentes, en la ciudad provinciana, nos enseñaban que las mujeres no sentían deseo. Que ellas se dejaban hacer, las cosas, las sexuales, pero nada más. Entre las mentiras de los curas y los silencios de los padres, las milongas de los colegas y los malentendidos del porno en VHS, crecimos pensando que el orgasmo femenino era un paripé que ellas practicaban para que la especie humana se perpetuara. Jadear y gemir para que el hombre se excitara mientras ellas repasaban mentalmente la lista de la compra, o planificaban el próximo ciclo de blanco y color en las lavadoras. Sí: ésa era nuestra noción básica del asunto. Yo también fui a la EGB, ocho años, y no era tan divertido como aparece ahora en esos libros superventas. Nuestra educación fue confusa, oscura, contaminada de catolicismo rancio y prejuicios medievales. Los nacidos en el 72 -sobre todo si ya no eras muy espabilado de natura- éramos unos auténticos merluzos, carne de seminario, y pagafantas del ligoteo.



    Si hubiéramos visto Vida perfecta hace treinta años -admitiendo, por supuesto, la paradoja temporal- nos hubiera parecido una serie de marcianas aterrizadas en Barcelona. Tres hermanas procedentes de la estrella Sirio que aparcan su ovni cerca de Montjuic y recorren la Rambla hablando del sexo que practican, del que recuerdan, del que les apetecería probar, una aspirando al marco conyugal, otra huyendo de él, y la otra, la artista, la excéntrica, que ni siquiera sabe muy bien qué significa eso de conyugal…. Una versión erótico festiva de V, la serie aquella de los lagartos que nos invadían, y de sus lagartonas devoradoras.



    Los gilipollas del año 72 ahora somos hombres hechos y derechos, experimentados - más o menos- y hemos dejado el catolicismo para los ratos de cachondeo y las comuniones de los sobrinos. Ya estamos preparados para entender series que nos hablan de mujeres con los mismos deseos, y las mismas decepciones, aguijoneando en las carnes. La serie de Leticia Dolera se había hecho famosa por otros motivos antes de estrenarse. El eterno conflicto entre lo soñado y lo posible, entre la ideología y el parné, que se reproduce incluso en cabezas tan privilegiadas como la de esta mujer. Ahora su serie se va hacer famosa por otros motivos. No es perfecta -y el juego de palabras es infantil, lo sé- pero ya empiezo a recomendársela a todo el mundo, embarcado en un nuevo apostolado tan vehemente como plasta. Los diálogos suenan a verdad; los sentimientos, a propios; los personajes, a conocidos. En los tiempos oscuros, las calles del deseo eran muy estrechas y tristes, pero nunca te perdías. Ahora todo es campo abierto, posibilidad y tentación. Y las probabilidades de equivocarte se multiplican...



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Esperando a Mr. Bridge

🌟🌟

Al señor Bridge no le gustan los comunistas porque dice que los pobres lo son por devoción, y por vaguería, como decía Esperanza Aguirre en sus años estupendos, y que él no tiene por qué alimentarlos ni vestirlos con sus impuestos.

    Al señor Bridge los negros no le caen ni bien ni mal: simplemente los considera sirvientes, ganado, y tacharle de racista sería como llamarle gatista, o perrista, un absurdo tratándose de especies tan distanciadas en la escala evolutiva.

   Al señor Bridge le horrorizan los homosexuales, sus actos contra natura. Sólo de pensar que hacen… eso, en la intimidad de sus cuevas, se le revuelven las tripas y pierde el apetito. El señor Bridge aplaude a rabiar el castigo bíblico que cayó sobre Sodoma, aunque luego, en las homilías del pastor, nunca se acuerda de preguntar cuál fue el pecado de los gomorritas, jamás mencionado, quizá por olvido, quizá por no herir las almas sensibles de los feligreses. Menos mal que en el entorno social de Mr. Bridge -en el Casino, en el Colegio de Abogados, en las barbacoas de la gente decente- los homosexuales son impensables, seres de otra galaxia, porculadores de otros barrios y otras realidades. 

    A las lesbianas, por supuesto, el señor Bridge ni las concibe, o sólo las imagina magreándose en Europa, en baretos de mala muerte, francesas, seguramente...



    Al señor Bridge no le gusta que sus hijas traigan los novios a casa, a escondidas, a preambular los ardores. O a consumarlos, los muy guarros, y las muy desobedientes, si no fuera porque él siempre duerme con un ojo abierto, atento a cualquier gemido, a cualquier cremallera, para bajar por las escaleras con la lupara y cortar de raíz cualquier arrebato prematrimonial dentro de su propiedad.

    Al señor Bridge no le gusta que su mujer le lleve la contraria, ni le altere las rutinas, ni se queje como una plañidera. Al señor Bridge, por la mañana, le gusta tomarse el desayuno con tranquilidad, mientras lee el periódico y pontifica contra la modernidad, y luego, por la tarde, tomarse el güisquito en el sillón con la satisfacción de la jornada bien rematada. Para el señor Bridge, la señora Bridge, aunque la quiere y la respeta, es como todas las mujeres: sólo sirve para dejarse fornicar, para malgastar el dinero en compras absurdas, y para cotorrear con sus amigas asuntos banales que jamás cambiarán el mundo.

    Esperando a Mr. Bridge…



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Nueve semanas y media

🌟🌟🌟🌟

No sé si Nueve semanas y media ha superado la prueba del tiempo o si ya es motivo de escarnio entre los críticos. Me da igual. Que analicen ellos las incoherencias, los desmanes, los matices equivocados de los actores... Como ya sabéis los cuatro gatos que me leéis (y sé, pillines, que estuvisteis en aquel callejón neoyorquino donde todas las humedades confluyeron en un solo río caudaloso), esto que yo escribo o malescribo es una autobiografía camuflada que desbarra por los cerros de Úbeda, y más concretamente, por los montes de León.

    Nueve semanas y media es seguramente una película superada, ridícula, de un erotismo que ya sólo nos pone palotes a los cuarentones. Pero prefiero no pensarlo, y dejarme llevar por la nostalgia. Ni siquiera (y eso lo reconozco palote y todo) se entiende muy bien el desarrollo de la historia: me sigue emocionando la primera hora, cuando Kim y Mickey se conocen, se tantean, se reconocen bellos y sedientos, y se lanzan al sexo como dos adolescentes juguetones. Pero luego se me escapan los dos; se me pierden cada uno en su laberinto de traumas o psicopatías, y no sé muy bien cómo suceden las cosas, ni por qué, y sospecho que los guionistas sólo querían echar morbo sobre el amor, y mierda sobre la cama, y negrura sobre lo rosa de los pétalos.



    Dentro de mí vive un crítico pedante que no se ha callado en toda la película, repitiéndome que Nueve semanas y media es una nadería, una gilipollez. Una tontería con pretensiones de porno soft que ya sólo puede impresionar a los tipos de mi edad en adelante, que de jóvenes nos masturbábamos mucho con la imagen icónica de Kim Basinger, y a las tipas de mi edad, que hacían lo propio con el sueño mal afeitado de Mickey Rourke. Hombres con canas y mujeres con arrugas que ahora, cuando llega la fiesta esporádica del sexo, siempre recordamos aquellos polvos peliculeros en un acto reflejo de las meninges. Aquellos numeritos circenses que, por supuesto, ya nunca nos atrevemos a pedir ni a escenificar, porque ya no son edades, ni cuerpos gloriosos, y hace mucho frío a las puertas del frigorífico abierto. Se perdería, además, mucho tiempo buscando la canción de Joe Cocker en el Spotify, y a estas alturas del deseo, la libido femenina se enfría con cualquier interrupción del protocolo, y el asunto que nos traemos entre manos languidece derrotado por cualquier despiste antigravitatorio.


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Requisitos para ser una persona normal

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Requisitos para ser una persona normal, según María de las Montañas:

Trabajo.
Soy un privilegiado. Maestro. Funcionario de la Junta de Castilla y León. A los que mandan yo no les voto, pero me pagan catorce veces al año porque no saben nada de mi sedición. El IPC me saca varios cuerpos de distancia, pero tengo las deudas pagadas, el frigorífico abastecido, y la cuenta de Amazon bien engrasada. No puedo quejarme. Soy, además, de los que prefiere el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y tiempo tengo mucho, incluso demasiado. A veces preferiría que el trabajo me absorbiera, me dejara sin horas para pensar. Por cierto: los maestros no tenemos tres meses de vacaciones en verano, sino dos. Somos envidiables, sí, pero la carcoma del oficio nos roe por dentro. Nos deprimimos, enfermamos, soñamos con jubilaciones mucho antes de que suene la campana.

Casa
Vivo de alquiler. En una casa coqueta, silenciosa, al borde justo de la civilización. A doscientos pasos del campo y del monte. Se parece a las casas que dibujábamos de niños, con su puerta básica, sus dos ventanas, su chimenea humeante en invierno… Puedo elegir entre perderme entre la gente o perderme entre los pájaros. Sólo hay que torcer a un lado o a otro, al llegar a la encrucijada. Hay mañanas en que mi perrete y yo nos cruzamos con corzos que bajan a abrevar, o a alimentarse, entre la neblina. Sé que estoy tirando el dinero, pero aquí los vendedores están todos locos, subidos a la parra, y como ya he dicho antes, tengo más tiempo que oro, más vida que ahorros.

Pareja
Soy muy discreto.



Aficiones
Antes leía más. Mucho más. Veo una película al día para que este blog no pase hambre, pobrecito. También veo deportes en la tele, demasiados, y lo hago como un macho ibérico cualquiera, con una mano en los testículos y otra manejando el mando a distancia. La imagen es lamentable, lo sé. Doy largas caminatas con Eddie, que es un perro fiel pero asilvestrado. Enseño los rudimentos del fútbol a un equipo de guerrilleros federados. Somos muy de barrio, humildes, pero orgullosos.

Vida social
Arreglo el mundo con los amigos, con soluciones cojonudas que sólo afloran a la conciencia tras la segunda caña bien cargada. La tercera, infrecuente y peligrosa, ya nos conduce directamente al desbarre... Como vivo en la otra mitad de la provincia, pero me gusta mucho el fútbol, soy socio del equipo rival. Mis amigos lo saben, y me dan palmaditas en la espalda cuando se levantan a celebrar sus goles. Reina el buen rollo.

Vida familiar
Una vez estuve casado. Otra casi me casé. Tengo un hijo que es el mejor del mundo, por supuesto. Vive en La Coruña, emancipado con mi dinero, afanoso y feliz. De su felicidad depende en gran parte la mía. Tengo una hermana que no nació en el Mediterráneo, como Serrat, pero que lleva años atendiendo alemanes a su orilla. Con ella, en Navidad, viene a la Península un cuñado ajeno al cuñadismo, y dos sobrinos tan revoltosos como achuchables.
Aún tengo madre en el lugar donde nací. León es la excusa para visitarla; visitarla es la excusa para regresar a León.

Ser feliz
Decir que uno es feliz siempre es una osadía; decir que uno es infeliz, un lamento improcedente.



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Dobles vidas

🌟🌟🌟

Las películas francesas -las fetén, las de toda la vida- son así, como Dobles vidas: personajes que hablan y hablan sobre lo divino del amor, y lo humano de la infidelidad. Sus películas son una exégesis continua sobre el tema. Una enciclopedia audiovisual que va acumulando artículos y sabidurías. Y también, claro, algunos desvaríos... Los cineastas actuales han adaptado los diálogos a los tiempos que corren, haciéndolos más explícitos y menos espirituales, pero siguen haciendo, en esencia, la misma película de siempre. Una variación de la misma melodía. El amor que nos trae y nos maltrae es el mismo que vivieron los hermanos Lumière, y aún antes, mucho antes, los hermanos Australopitecus, y su única modernidad es que ahora la poesía se lee en el teléfono móvil, y que jugar en Tinder acorta los tiempos de espera, y las distancias de la geografía.



    En Dobles vidas sigue habiendo parejas francesas que desayunan, que discuten, que se van a trabajar dando un portazo. Que comen, que se reconcilian, que salen a pasear, que se cogen de la mano y al mismo tiempo se acechan cada gesto y cada suspiro. Que cenan una tabla de quesos y una botella de vino y luego hacen el amor apasionadamente, a la francesa, para luego abandonarse en cada borde de la cama, recelando, anhelando, contradiciéndose en sus palabras y en sus caricias. Que sueñan con mantener el amor caliente y al mismo tiempo fantasean con enfriarlo en el lecho de otro amante.  Alguno dirá que no sólo los franceses hacen películas así, verborreicas y sentimentales, y es cierto. Pero sólo ellos son capaces de hablar con esa pedantería, con ese desparpajo tan poco coloquial, doctorando, sin ningún miedo a caer en el ridículo. Es la marca de la casa. El sello de autor. La Denominación de Origen.

    Olivier Assayas ha querido hacer una película a lo Eric Rohmer, en los tiempos del Kindle, pero no le ha salido redonda ni mucho menos. En general, a este hombre -y mira que lo lamento- no le sale nada que me resulte medianamente ovalado, salvo aquel retrato despiadado de Ilich Ramírez, el terrorista. Los personajes de Dobles vidas me resultan cargantes Unos amorales nada simpáticos; unos adúlteros nada justificables. Ni los entiendo ni me los creo. Cháchara improductiva. Nulas enseñanzas. Bostezos en la medianoche. 


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Apolo XI

🌟🌟🌟🌟

Yo sostuve, durante mucho tiempo, en el antiimperialismo de la adolescencia, que los yanquis jamás habían pisado la superficie de la Luna. Ni ellos, ni nadie. O bueno, sí, porque había un chiste que decía que Neil Armstrong, al dar su paseo por el satélite, convencido de ser el primer humano en disfrutar de tal honor, al descender por la ladera de un cráter se encontraba con un gallego sentado en una roca, y a su lado un italiano afeitándole la barba, emigrantes que siempre aparecían en cualquier ecosistema habitado por el hombre.



    Yo era de los que decía que el Apolo XI era un montaje propagandístico, una producción de Hollywood filmada por Stanley Kubrick. Que Stanley lo hubiese hecho de buen grado o secuestrado por la CIA eso ya era materia de tertulia con los amigotes del bar. Años después llegó a rodarse un nockumentary titulado Operación Luna que desarrollaba, precisamente, tal idea: que 2001, Una odisea del espacio habría sido el ensayo tecnológico de las cámaras y las luces, las maquetas y los fondos espaciales. El documental era una broma urdida para reírse de nosotros, los escépticos lunares, los incrédulos selenitas, pero yo, por entonces, calmados los odios juveniles, ya vivía reconciliado con la verdad oficial que Jesús Hermida narró en su histórica retransmisión. Y eso que había otra película inquietante, Capricornio Uno -que yo vi de niño en el Cine Pasaje de León- que narraba la historia exacta que los rojos del mundo imaginábamos sucedida en 1969,  sólo que en esta película hablaban de un viaje a Marte, y la chapuza conspirativa terminaba por descubrirse.

    Es imposible, claro, que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio durante toda su vida. Ni a punta de pistola, ni tapadas las bocas con fajos de billetes. Están los que construyeron, los que viajaron, los que supervisaron, los que fueron a recoger el módulo lunar al océano… Ves este documental maravilloso, Apolo XI, todo él urdido con imágenes de archivo, y no entiendes muy bien cómo lo lograron, estos jodidos americanos, con ordenadores de pacotilla, y ecuaciones de calculadora Casio. Pero lo hicieron. Neil Armstrong dio aquel paso tan pequeño para el hombre y tan grande para la humanidad. Fijo. Estoy casi seguro.  



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Sin perdón

🌟🌟🌟🌟🌟

Hoy es 4 de noviembre, día de San Carlos Borromeo, que según la Wikipedia, y el Libro Gordo de Petete, fue un cardenal del Renacimiento muy activo en el Concilio de Trento. O sea: un reaccionario muy poco recomendable. Pero en el calendario republicano de la Revolución Francesa -que es el que yo sigo en la intimidad de mi biografía, porque el gregoriano sólo lo uso para distinguir los días laborables de los festivos- hoy es el día de la endivia, o de la endibia, un vegetal insípido que yo sólo como con una anchoa por encima para prestarle su sal y su gracejo.

    Los jacobinos idearon un calendario bellísimo en el que cada día llevaba el nombre de un animal, de una planta, de un mineral, nada de santos devorados en el Circo Romano, o de vírgenes alanceadas por un legionario sanguinario. Los meses, desendiosados de la religión jupiterina, se llamaban como Dios manda: Nivoso, o Floreal, o Fructidor, nombres poéticos que resonaban en los oídos de las gentes sencillas. Este calendario, como todo lo hermoso de este mundo, apenas duró unos años de esperanza, hasta que Napoleón el traidor se lo cargó con un golpe de espada y una cagada de caballo. El calendario republicano sigue vivo en nuestros corazones tricolores; presente, en miniatura, en nuestros escondrijos hogareños y laborales. Una doble vida como la que llevaban, precisamente, los primeros cristianos en las catacumbas, aunque nosotros ya seamos los últimos republicanos de la Resistencia.



    Pero yo, para enredar aún más mis días, y ya volverme tarumba del todo, llevo otro calendario paralelo que está hecho de películas irrenunciables, obligatorias, siempre festivas, sin ningún día rotulado en negro. Este almanaque no está acabado del todo, pero confío en terminarlo antes de que los calendarios ya no me sirvan para nada. Antes de que llegue la muerte o de la demencia, reuniré, ya sin duda, 365 películas fundamentales y una bisiesta, y crearé un ciclo anual que llamará al 1 de Enero 12 de Nivoso, sí, pero también el Día de El hombre tranquilo, que será su película de obligatorio cumplimiento. Un mandato divino que sucesivamente, saltando de obra maestra en obra maestra, llegará a este 4 de Noviembre, día de la Endivia, o de la Endibia, y lo rebautizará como el Día de Sin Perdón, que será su película santificada, su misa de guardar, la que sustituirá las retahílas de los santos borromeicos por una fotografía de Clint Eastwood ajustándose el sombrero, y una relación de todos los que trabajaron en ella y la convirtieron en una película imprescindible.



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En los 90

🌟🌟🌟

Reconozco que me pierdo un poco al principio de En los 90, porque su protagonista, Stevie, el chaval que no se apea de su monopatín ni para ir a mear, es igualico que Jodie Foster con trece años, por la época de Taxi Driver, y ese parecido razonable -más que eso, inquietante y anacrónico- me saca un poco de la trama principal. Me perturban los rostros que se superponen en la ficción de las películas, o en la realidad de la vida, como si se cruzaran dos líneas temporales en una paradoja matemática, o volviera la sospecha de que un doble exacto nos espera algún día al doblar la esquina.  



    Pero hay algo más que me llama poderosamente la atención al principio de la película. Algo que echo en falta, que extraño en cada conversación y en cada escena, y sólo a partir de los diez minutos comprendo que nadie lleva un teléfono móvil entre las manos. Ni los chavales que se pasan el día haciendo skate por calles y carreteras, ni los adultos que se preocupan por ellos mientras preparan la cena en sus hogares. Supongo que Jonah Hill, el director de la función, ha elegido ese año indeterminado por razones autobiográficas, para contar una historia muy íntima y documentada, porque no hay terreno más seguro para el artista primerizo que escribir sobre lo que sabe y ha vivido. Pero sucede -no sé si en feliz coincidencia o en inteligente planificación- que la ausencia de estos malditos cacharros logra situarme de nuevo en aquellas tardes de adolescencia analógica, en una teletransportación mágica y acogedora. Un pasado que yo viví a mediados de los 80, tan joven y tan viejo, pero que para el caso sentimental viene a ser lo mismo. Nuestra generación flipaba con el Spectrum, y con el VHS, en las frías tardes de invierno, pero como no eran aparatos precisamente portátiles, y además valían un huevo y la yema del otro, a poco que salía el sol -y en León con 5 grados ya nos bastaba para salir y desparramarnos por las calles- no podían rivalizar con el poder de un balón de fútbol, de una bicicleta, de un monopatín como estos que el niño Stevie disfruta hasta destrozarlos a puro castañazo.



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