Política, manual de instrucciones (y 2)

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Política, manual de instrucciones es el documental que Fernando León de Aranoa rodó en las entrañas de Podemos durante dos años, con permiso de sus responsables para entrar en los contubernios donde se redactan los argumentarios. En las reuniones ultrasecretas donde Pablo Iglesias e Íñigo Errejón repasan lo que dirán antes de salir al mitin, a la entrevista, al plató de televisión, para ganar votantes o no perder demasiados, según vengan las noticias del día.

    Ahora que he perdido la fe, y que vuelvo a ser un rojo escaldado, un izquierdista relegado al gallinero del Parlamento, veo a los podemitas entusiasmarse en sus primeros logros, cuando hicieron historia con su Blitzkrieg en las encuestas, o cuando conquistaron las alcaldías más simbólicas del país, y me entra como una pena en el alma, como un desconsuelo en las tripas que durante dos años creyeron a pies juntillas, y rezaron las oraciones, y se vieron más pronto que tarde en la Tierra Prometida de una España diferente.

    Hay un momento, en el documental, en el que Carolina Bescansa repasa junto a su colaborador la encuesta del día, y exclama, con una sonrisa de oreja a oreja: "De seguir así les vamos a dar una paliza que los vamos a machacar" En fin... Sólo han pasado unos meses desde aquellos tiempos tan felices, y Política, manual de instrucciones ya parece un documental en blanco y negro que narrara el auge y caída de León Trotski, de Largo Caballero, de Rosa Luxemburgo. De los hermanos Graco, incluso, que fueron dos tribunos de la plebe que se excedieron mucho en sus prerrogativas, y a los que el Senado de Roma tuvo que poner un fin sangriento para que la chusma no se entusiasmara, y no se subiera a la parra. 

    De los hermanos Graco a Podemos nada ha cambiado. Está la cosa muy mal -como decía Chiquito de la Calzada- si hay que urdir tanto entre bambalinas, como hacen los podemitas en este documental. Deberían de bastar unas líneas, unos mensajes claros, para que cualquier usuario de los servicios públicos los votara al instante, sin tanta estrategia comunicativa, ni tanta germanía demoscópica,  ni tanta hostia bañada en vinagre.  Pero la plebe es estúpida, vaga, conformista. La plebe está alienada, adocenada, secuestrada por los telediarios del mediodía. En la plebe no se puede confiar, y sin la plebe no se pueden ganar las elecciones. Y en esa dicotomía, en ese fango irresoluble, Podemos tuvo que bajarse del carro y ensuciarse las manos para seguir caminando. Y encima pa' ná. Es el destino fatal de cualquier izquierda respetable.





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Black Mirror: Ahora mismo vuelvo

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En los tiempos antiguos -que van desde la costilla de Adán hasta la invención de las redes sociales- uno se moría y luego quedaba muy poca cosa a la que agarrarse. Quedaban los retratos encima de la tele y el recuerdo más o menos amable en los seres queridos. El legado de un árbol que se plantó, o de un libro que se escribió. Un cuerpo comido por los gusanos o unas cenizas que el viento se llevó. Con estos retales, los hombres del pasado no podían hacer mucho para resucitar a sus seres queridos. Confiar en la alquimia de la materia orgánica, los más brujos. O hablar con los espíritus, los más confiados en el más allá. Aguardar que Jesús pasara por allí como un día pasó por Betania y revivió a su amigo Lázaro, los más creyentes. Pero de Jesús, desde que ascendiera al Reino de los Cielos, los cristianos no han vuelto a tener mucha noticia, y todos los muertos que vinieron después siguen esperando turno en la cola de los milagros.


   En el futuro de Black Mirror: Ahora mismo vuelvo no se promete la resurrección de la carne, ni el aterrizaje del alma, pero sí algo muy parecido. Un premio de consolación para familiares desconsolados. Hoy en día, cuando te mueres, queda por ahí, flotando en la nube, tu experiencia digital: quedan las fotos, los vídeos, la voz grabada, los recibos de la compra. Las tonterías –muchas- y sensateces –pocas- que se escribieron buscando pareja, debatiendo sobre política, abriendo el alma a las gentes del ancho mundo. La información es terabítica y complejísima. Pero Charlie Brooker, el genio en la sombra de Black Mirror, sabe que sólo es cuestión de tiempo que un software informático pueda procesarla y devolverla en forma de espíritu retornado. Recrear fielmente  a la persona que saluda, que habla, que responde con coherencia y parece realmente un regresado de la última frontera. Y si además, para rematar la faena, introducimos esa personalidad en un muñeco biológico que es la réplica exacta de su cuerpo y de sus facciones, ya tenemos de vuelta al marido que se estampó con la furgoneta cuando comenzaba el episodio de Black Mirror

    Pero ojo, que la tecnología está en sus balbuceos, y los muertos regresan sin ser ellos del todo, como muertos amnésicos, muy poco entrenados en el revivir. El muerto no estaba muerto del todo, sino que estaba de parranda, como decía la canción, y ha regresado como perjudicado, o medio lelo. 




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True Grit (Valor de ley)

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La madurez es una cualidad del espíritu que viene otorgada por los genes.  Y lo demás son paparruchas. A quien Dios se la dé -la madurez- que San Pedro se la bendiga. Y a quien no, ajo y agua. No hay más. La madurez no se gana, no se alcanza, no se trabaja en el esfuerzo cotidiano de vivir. La mayoría pasamos por la vida sin que la madurez nos impregne, o nos eleve. Nos salen canas, nos surcan arrugas, se nos agrava la voz, pero la responsable de esto es la oxidación celular. Son signos de que pasan los años, pero no de que fructifiquen las edades. Eso que comúnmente llamamos madurez sólo es cálculo, artimaña de animal herido. Mansedumbre y estrategia. Conductas aprendidas que nos ayudan a sobrevivir, pero no impulsos naturales que obedezcan a un buen entender de las cosas, a una posición serena y decidida ante la adversidad. La madurez que exhibimos en el otoño de la edad sólo es cosmética y fingimiento. Por dentro seguimos siendo los mismos impulsivos de siempre, los mismos estúpidos, los mismos cobardes.

    Soy educador. Soy entrenador de fútbol. Tengo contacto frecuente con muchachos y muchachas, y más de una vez he encontrado a personajes tan sorprendentes como el de Mattie Ross en True Grit, esa chavala de ideas preclaras, de valores férreos, de intrepidez desarmante. Una mocosa que es capaz de desmontar los razonamientos varoniles, machorriles, de cualquier veterano del Far West. Yo he conocido jóvenes que demostraron más aplomo, más sabiduría, más perspectiva que uno mismo cuando venían mal dadas, y cuando se suponía que uno estaba allí para tutorar, o para conducir. Chavales y chavalas con el don de la frialdad, y del análisis certero. No es por aquí, señor, es por allá, y lecciones así. A su lado yo me sentía tuerto del ojo, como Jeff Bridges en True Grit, y corto de lengua, como el personaje de Matt Damon. Tan humillado, pero tan deslumbrado, que aprendí lecciones fundamentales sobre lo relativo de la edad, y sobre la confusión general que reina en estos asuntos. 

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Rams (El valle de los carneros)

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Que los dos primeros hermanos que existieron sobre la faz de la Tierra, Caín y Abel, se llevaran literalmente a matar, fue el primer aviso de que compartir muchos genes, y vivir bajo el mismo techo, no eran bendiciones que garantizasen una estrecha y fructífera relación. Hay hermanos que se llevan muy bien, hermanos que se llevan muy mal, y otros que simplemente se toleran y se cruzan por la vida con indiferencia. La lotería genética hace que cada uno sea como es, y que cada loco vaya con su tema, como cantaba Serrat. Hay relaciones fraternas para todos los gustos, en la viña del Señor.


    Uno siempre pensó en los islandeses como gentes superiores, civilizadas de verdad, que resolvían sus conflictos en las asambleas junto al fuego, o junto a la calefacción centralizada, mientras afuera nevaba y caía la noche con prontitud. Entre estos tipos pluscuamperfectos que han construido el paraíso de la felicidad, uno no esperaba que de repente, en esta película insospechada, aparecieran dos hermanos llamados Cainsson y Abelsson que retomaran el trágico acontecer de sus antepasados mesopotámicos. En Islandia no hay maldición bíblica que justifique las locuras, ni sol abrasador que confunda los raciocinios. Pero se ve que en cuestiones de lindes, y de posesiones agropecuarias, cuecen habas en todos los sitios, y en todas las latitudes. Y en todas las épocas. Ni siquiera los escandinavos modernos están libres del instinto neolítico de la posesión. Y de la envidia. Y cuando hay un rebaño de carneros en juego ya no conocen ni a su padre. Ni a su hermano. Que los dioses nos asistan. 

    El litigio que enfrenta a estos dos hermanos en El valle de los carneros bien podría ser un asunto mediterráneo, meseteño, con sus escopetas de por medio y sus maldiciones tremebundas. Solo que en esta película nieva, y hace mucho frío, y el paisaje está descarnado de árboles y habitantes. Y que en Islandia, además, no se estila mucho la boina. 


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Captain Fantastic

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Sacar a los hijos del sistema escolar y educarlos con criterios propios sobre lo que es válido y superfluo, nutritivo y desechable, es un acto de valentía que aquí, en nuestro país, además de no tener encaje legal, tiene muy mala prensa. La mayoría de las veces, cuando leemos estos casos en los periódicos, encontramos a fundamentalistas religiosos que no quieren que sus hijos escuchen las prédicas del laicismo, ni las intoxicaciones del socialismo. Uno, que simpatiza con la idea del homeschooling pero nunca tuvo tiempo ni agallas para lanzarse a semejante aventura, admira el gesto desafiante de estos iluminados, y sus férreas convicciones, pero al mismo tiempo tiembla al pensar qué escucharán esos chavales en los sermones del hogar. Ellos serán el ejército oscuro que mi hijo habrá de combatir en los años venideros, en las barricadas simbólicas, o en las de verdad, vaya usted a saber.


    En otros países, sin embargo, la práctica del homeschooling también es frecuente en las gentes de bien y provecho. Allí hay nostálgicos del librepensamiento que acomodan a sus retoños, arrancan la furgoneta y ponen una distancia de seguridad con el mundo decadente y contaminado que nos toca vivir. Captain Fantastic cuenta las andanzas de una familia numerosa que vive en las Montañas Rocosas, lejos de la civilización, guiados por un padre que es al mismo tiempo instructor de caza, profesor de literatura y wikipedia andante en un mundo que no conoce la conexión a internet. En esa República Independiente de su Casa no se reconoce más autoridad moral que la de Noam Chomsky, del que incluso se celebra el cumpleaños en cuchipanda familiar. Y tal devoción, para este humilde admirador de don Noam, es un acto conmovedor y emocionante. 

    Y así predispuesto, casi con lágrimas en los ojos, soy capaz de ir perdonando uno por uno todos los pecadillos de la película, porque Captain Fantastic es tramposa, esquemática, de trazo grueso y concesiones lacrimales. Pero también atesora momentos de gran verdad: hay conductas ejemplares, discursos certeros, éticas personales que resisten como rocas a los contratiempos.  Hay reflexiones muy valiosas sobre donde termina uno y dónde empieza la sociedad, y viceversa. Captain Fantastic tiene demasiada enjundia para emitir un informe negativo.

Ben: Cuando tengas sexo con una mujer, sé amable y escúchala. Trátala con respeto y dignidad aunque no la ames.
Bo: Ok
Ben: Di siempre la verdad. Toma siempre el camino correcto
Bo: Lo sé.
Ben: Vive cada día como si fuera el último. Absórbelo. Sé atrevido, sé audaz, pero saboréalo. Esto va muy rápido.
Bo: Lo sé.
Ben: Y no te mueras.
Bo: No lo haré.



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Black Mirror: 15 millones de méritos (y 2)


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La otra lectura terrible de 15 millones de méritos es que las personas que luchan por cambiar el sistema terminan siendo fagocitadas por el mismo, y convertidas, a su pesar, en otra distracción para las masas. En hologramas que animan el pedaleo, o entretienen las noches de cansancio. Esto ya lo intuíamos desde que el Che Guevara fuera inscrito en las camisetas, y convertido en icono pop. Comprado por los mismos que decimos admirarlo y tenerle presente en nuestras rojas oraciones. Ahora que llueven ladrones de punta en nuestro país, y que necesitamos sabios que agiten nuestras conciencias, el sistema ha vuelto a reaccionar con contundencia. Los podemitas a los que yo tanto quiero -y a los que tanto critico también- han hecho el viaje completo entre el auge y la caída. Ellos se dieron a conocer en los medios de comunicación, y saltaron a nuestras vidas para hacernos ciudadanos responsables. Y finalmente, cuando pasaron de ser una curiosidad zoológica a un peligro mayúsculo, los mismos intereses que los promocionaron los reabsorbieron, y los reclamaron como suyos, y los encerraron de nuevo en el televisor para animar los magacines matinales, y las tertulias nocturnas, poniéndolos en igualdad moral con esos indeseables que desean lo peor para usted y para mí. El debate político se ha convertido en un circo, en un espectáculo. Un teatrillo de guiñoles que se olvida nada más irse uno a la cama.

    Las personas de mi generación recordarán que al principio de Supermán, allá en el planeta Krypton, la pena impuesta al general Zod y sus compinches por el delito de rebeldía no es la muerte, ni la cárcel, ni el destierro a otro planeta. Simplemente se les encierra en un cuadrado bidimensional que flota por el espacio para que ya no se oigan sus gritos, ni se escuchen sus advertencias.



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Black Mirror: 15 millones de méritos

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En la distopía de Black Mirror: 15 millones de méritos, las clases obreras sólo tienen dos destinos en la vida: pedalear continuamente sobre bicicletas estáticas para producir la electricidad que mueve el mundo, o aparecer en las pantallas que entretienen a esos mismos pedaleantes, cantando, bailando o protagonizando shows televisivos de lo cutre. En los pabellones donde viven los artistas, los alimentos son naturales, las habitaciones más espaciosas, y los paisajes tras las ventanas verdaderos bosques y montañas. Previo pago de quince millones de créditos, que son muchos meses de esfuerzo sobre el sillín, quienes desean escapar del sudor y alcanzar esa vida más digna se presentan al casting de Hot Shot para ser evaluados por un tribunal tan exigente como recoñón, en una parodia de Operación Triunfo que casi no necesita caricatura, ni exageración.

    Parece una distopía terrible, ésta que propone Black Mirror en su segunda entrega, pero en realidad el asunto nos resulta terriblemente familiar. No hay mucha diferencia entre levantarse a las seis de la mañana para servir desayunos o limpiar los retretes (que es el quehacer cotidiano de nuestras clases humildes) o cabalgar en esas bicicletas generatrices como hacen los infortunados del futuro. En un mundo como el nuestro, que ha convertido la educación en una broma de mal gusto, y le ha quitado cualquier propósito de realización personal, o de mérito para ascender en el escalafón, nuestros vecinos también viven esclavizados por sus trabajos, y embrutecidos por su des-formación. Cuando a las diez de la noche se derrumban ante la tele para soñar, la única alternativa que encuentran es el éxito instantáneo, la fama vacía. Ya no hay caminos intermedios ni honorables. El todo o la nada. El ganador o el perdedor. O entretener a los galeotes, o remar junto a ellos. Los americanos han ganado la guerra, y su Black Mirror -ésste muy real y cercano- da mucho más miedo que el británico de la ficción.




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La fiesta de las salchichas

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Yo en realidad quería hablar de La vida moderna, que es el programa de radio que tanto me hace reír en las caminatas. Broncano, Quequé y Farray son tres señores que practican un humor mordaz y gamberril que saca lo peor que llevo dentro. Lo más incorrecto e inconfesable. Yo les escucho en el podcast mientras camino por los montes, o mientras hago las faenas del hogar, y menos mal que no hay nadie en los caminos, ni nadie en los pasillos, para no hacer el ridículo mientras me brota la carcajada, o lloro incluso de la risa.  Yo quería hablar de estos tres cómicos impagables, pero los escritos de este blog se ciñen estrictamente al mundo del cine, y de este trío calavera solo Ignatius Farray ha hecho sus pinitos en la farándula de las series televisivas, o de la filmografía nacional.

    Así que he tenido que buscarme otra excusa para confesar que dentro de mí, tan tonto y tan simple como el primer día, sigue viviendo el adolescente que yo fui. En mi camino hacia la ancianidad no he perdido las personalidades que otros sacrifican o metamorfosean. A mí todos los inquilinos se me quedan dentro, de gorrones o de caridad, cada uno con su gusto y con su idiosincrasia, y de vez en cuando tengo que darles cancha para que no se pongan tontos, y no monten un motín el día menos pensado. Es por eso que a veces, para darle satisfacción a mi chico del acné, veo películas como La fiesta de las salchichas, que podría parecer una película porno por el título, o una película infantil por los dibujos animados, y que en realidad no es ni una cosa ni la otra.  Igual que los juguetes de Toy Story cobraban vida en la habitación de Andy cuando éste dormía o partía para el colegio, los alimentos de esta gamberrada también tienen sus conversaciones, sus dilemas, sus deseos sexuales incluso, cuando las estanterías permanecen cerradas al público.

    En la sección de productos no-dietéticos comparten balda las salchichas y los panecillos -que en este caso son panecillas- y tan estrecha convivencia solivianta las pasiones, y enciende los fogones, y las salchichas ya sólo quieren adentrarse en la panecilla, y las panecillas ser completadas en su interior esponjoso... Sí, queridos lectores: es muy burdo, pero muy eficaz. Mi adolescente, al menos, se ha reído como un tonto del haba. Y además esto es sólo el comienzo de la película. Aquí cada alimento tiene su filia, su perversión, su amor secreto, y al final, los Almacenes Shopwell se revelan como una Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Un laberinto de pasiones como el de Pedro Almodóvar que sirve para entretener la espera hasta que llegan las siete de la mañana, y el encargado abre la puerta, y los dioses del Más Allá entran con sus carromatos para elegir los mejores alimentos, y conducirlos al Valhalla de la eternidad...



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