Un método peligroso
Crímenes del futuro
🌟🌟
“Crímenes del futuro” podría
ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista
tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para
policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la
nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras
asomándose al fresco de la mañana.
Cronenberg, en esto, es
como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y
coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un
rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve
a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana
cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que
hilvane las escenas.
Esta vez la cosa va de
mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de
la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que
desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano,
y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un
corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases
nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya
denostado por la ciencia?)
La única gracia de la película
-que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido
que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa
monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos
consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el
futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no
metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus
entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos
exuberantes.
Trece vidas
🌟🌟🌟
Yo antes no tenía nada en
contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me
parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para
descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas
de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva
sin equipamiento, solo para husmear o para no ser
vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la
llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada
de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de
algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación
de profundizar en el misterio.
Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca.
Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.
No sé: me quedó como un
trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde
otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.
Retrato de una dama
🌟🌟🌟
Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas
de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier
Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque
el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor
de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres
nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o
repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía
de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos
de futbolistas.
El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les
esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La
misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar
con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para
dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En
libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras
se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.
El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar
cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero
también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”,
y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de
una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es
demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta
minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich
sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la
posguerra, que deslucen toda su belleza.
Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada
mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece,
y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés
errante.
El señor de los anillos: El retorno del rey
🌟🌟🌟🌟
(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del
regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A
día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los
dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero
espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los
resuciten, si eso, a los pobrecicos...)
He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de
los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme
las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes,
para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo
que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás
cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin
afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo.
Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me
he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las
escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no
paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las
montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca,
también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa
es otra historia...
También he tenido que ver nueve veces las películas para
comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que
nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que
su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que
cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya
recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos
masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los
reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que
hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.
El señor de los anillos: Las dos torres
Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento.
Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver,
qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y
a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda
de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de
meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego,
mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por
el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos
quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un
paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.
Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales.
Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de
Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan
guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas,
a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba con
ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba
desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos
se cargaba.
No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos
encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.
El señor de los anillos: La comunidad del anillo
🌟🌟🌟🌟
El Mal anida en Mordor, nunca descansa, y en eso es como el
franquismo sociológico, que siempre estuvo ahí, agazapado, esperando su
oportunidad. A veces nos llegaban rumores en el viento, y presagios en los
cuervos, pero pensábamos, como tontos del haba, que era otra cosa: un eco del
pasado, un déjà vu de las películas. Pero no, eran ellos, los orcos, preparándose
para la reconquista. Aquí tengo que reconocer
que la metáfora empieza a fallarme un poquito, porque los siervos de Sauron son
feos como demonios, contrahechos que dan grima, mientras que los siervos de la
ultraderecha, los cayetanos y las cayetanas, suelen ser hombres guapos para
envidiar, y mujeres guapas para enamorarse. A la belleza ancestral de una
sangre que jamás conoció el hambre ni la necesidad, se suma la buena vida de quien
nunca sufre estrés, come de lo mejor, apenas suelta radicales libres y folla en
chalets de cinco estrellas riéndose del mundo. Los orcos de la Moraleja -ojo,
que también empieza por Mor- ahora tienen hasta un guerrero
Uruk-hai, el tal Abascal, que emergió del barro como un Adán babilónico con
ojos de lunático.
¿Sauron? Buf, se me ocurren mil tonterías... Como de momento,
en la primera entrega de la saga, el Puto Jefe sólo es un ojo que vigila,
podría ser el ojete de Aznar, o el ojazo de Ayuso -el derecho, que es el que
más me pone-, o el ojo lánguido y bellísimo -como de Charlotte Rampling- de
Cayetana Álvarez de Toledo. He elegido símiles sexuales porque el ojo de Sauron
es ardiente como la pasión y frío como el odio. ¿El Monte del Destino?
Las Montañas Nevadas de aquel himno falangista...
Lo de la Comunidad del Anillo en sí no necesita mucha explicación:
una oposición de izquierdas desunida, desconfiada, al borde siempre de la
traición o de la deserción. En ella hay tanta bondad como mentecatería; tanta
buena intención como contratiempos y chapucerías. En la Comunidad hay un
arquero con pelo largo, un guapetón de la hostia, un hechicero de segunda división, un enano
que no para de gruñir y una minoría parlamentaria de la Comarca que sólo piensa
en regresar a su terruño. Mujeres ninguna, porque en la Tierra Media todavía no
conocían la paridad. Pero a mí me da que Arwen de Rivendel podría ser nuestra
Yolanda Díaz. Ay, ojalá...
Falling
🌟🌟🌟
En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que
enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores
y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o
les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos
impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de
la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara
Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a
la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera,
van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más
acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks
californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de
bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.
Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la
hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un
drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y
una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente
cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su
paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina
conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual, o bianual como mucho, en el que hay que
vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.
El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco
despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma
calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan
azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para
que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.
De todos modos, el momento más inquietante de la película es
ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario.
Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica,
y quizá sanguinolenta.
Promesas del este
En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.
Una historia de violencia
Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...
Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales. Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.
Único testigo
A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve, los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.
Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.
Captain Fantastic
Sacar a los hijos del sistema escolar y educarlos con criterios propios sobre lo que es válido y superfluo, nutritivo y desechable, es un acto de valentía que aquí, en nuestro país, además de no tener encaje legal, tiene muy mala prensa. La mayoría de las veces, cuando leemos estos casos en los periódicos, encontramos a fundamentalistas religiosos que no quieren que sus hijos escuchen las prédicas del laicismo, ni las intoxicaciones del socialismo. Uno, que simpatiza con la idea del homeschooling pero nunca tuvo tiempo ni agallas para lanzarse a semejante aventura, admira el gesto desafiante de estos iluminados, y sus férreas convicciones, pero al mismo tiempo tiembla al pensar qué escucharán esos chavales en los sermones del hogar. Ellos serán el ejército oscuro que mi hijo habrá de combatir en los años venideros, en las barricadas simbólicas, o en las de verdad, vaya usted a saber.