Forrest Gump

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El otro día, zapeando por los canales de pago, nos encontramos mi hijo y yo con Forrest Gump mientras recogía chatarra y tapas de retrete a bordo de Jenny, su barco pesquero. Pitufo ya conocía a Hanks de la película Big, así que picado por la curiosidad me preguntó de qué iba todo aquello. Yo le explicoteé, groso modo, quién era Forrest Gump, y qué pintaba pescando gambas en aquel barco oxidado, y alguna luz de empatía debió de encenderse en su cabeza, porque hoy por la noche, ante el muestrario de DVDs esparcido sobre la mesa, se decantó por la carátula de Forrest sentado en el banco de Savannah. Le ocurrió a Pitufo lo mismo que a veces nos sucede cuando vamos al cine, que antes de la proyección nos pasan el tráiler de otra película que despierta en nosotros el hambre inaplazable de ir a verla, porque algo en esos dos minutos de imágenes vertiginosas conecta directamente con un gusto, con una sensibilidad, con un buen recuerdo guardado en la memoria. Son misterios de la mente de cada cual.

Vimos las dos horas y pico de metraje de un solo tirón. No paramos ni a mear, ni a tomarnos un vaso de leche. Los dos parones que hicimos fueron mínimos, sólo para rebobinar un par de diálogos que se nos habían trabado en los oídos. A veces pienso que Pitufo es excepcional, y que estas sentadas ininterrumpidas no están al alcance de todos los niños de su edad. Es el orgullo de padre que todo lo tiñe de heroísmo. Luego, en la calma reflexiva, uno comprende que habrá millones de niños similares por el ancho mundo, también fascinados por las películas que a oscuras, en salones silenciosos, les ponen sus padres pesadísimos. Lo que ocurre es que aquí, en este contexto rural que nos ha tocado vivir, somos más bien una excepción, un par de excéntricos que a veces no cuentan toda la verdad de su chifladura por el cine, para no ser objetos de la burla general.

Forrest Gump, como todos sabemos, saca conclusiones erróneas de la realidad, inocentonas y muy literales, quizá las mismas que sacaría Pitufo puesto en su lugar. A los dos se les escapan algunas claves, algunos dobles sentidos, algunas hipocresías del espíritu humano. Por eso, cuando yo me reía, Pitufo me miraba sorprendido, asombrado de que yo encontrara un chiste donde él sólo veía una lógica aplastante. Pero transcurrida la primera hora de metraje, era yo quien de vez en cuando sondeaba sus gestos, para saber qué se le iba quedando de Forrest y sus andanzas. Porque es una película atípica en su incipiente filmografía. Quizá la primera completamente distinta a todas las demás, Es comedia, sí, pero también un dramón de aúpa, y, por supuesto, una historia romántica cuyo colofón no deja un ojo seco en el personal. No va de tiros, no va de porrazos, no va de críos asalvajados y molones. No es de dibujos animados. Los efectos especiales no son de animar bichos, ni de encender espadas láser. Es una película adulta, a falta de otra expresión mejor. Su primera peli, quizá, de chico grande.

            Le he preguntado, al terminar, qué le había parecido. Un nueve, me respondió. Se veía en su expresión que no me mentía.
- ¿Sólo un nueve? -le recriminé en broma. 
- Bueno, pues un diez.






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La pianista

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Veo La pianista para completar la trilogía de las automutilaciones y quitarme el tema de encima. La primera vez que vi la película, hace unos años, le premié con un ocho en mis votaciones, pero esta vez no me ha gustado tanto. Sobre todo la segunda parte de la película, que es, supuestamente, la que concentra todo el interés del espectador, con esa relación sexual y no-sexual que une y des-une a la pianista con su alumno. Hay polvos, mamadas, extravagancias, hostias a porrón, y quieras o no quieras, estos asuntos te secuestran la atención. Pero en esta ocasión todo me ha parecido muy pasado de rosca, muy inescrutable, sólo apto para las entendederas de un psiquiatra de larga carrera profesional. Lo que en un primer visionado me despertó el morbo y hasta me puso morcillón en alguna escena inconfesable, en esta segunda visita me ha dejado indiferente y algo confuso. Se ve que me hago mayor, y que estos asuntos del sexo, cuando se salen de las vías ordinarias, ya no despiertan mi curiosidad.



       A mí lo que me gusta verdaderamente de La pianista, ahora que ya no me empalmo con la misma facilidad de antes, es su primera hora, cuando la trama gira entorno a la música, y a la forma correcta de interpretar a Schubert. Salen músicos tocando el piano, acariciando el violín, entonando arias, y a mí eso me eleva el espíritu. Hay un momento en el que suena de fondo el Trío para piano que ya inmortalizara Kubrick en  Barry Lyndon, y que a mí se me erizan los pelos Es una fascinación mía de siempre, la de ver tocar a los músicos. Y lo digo yo, que en el colegio tocaba la flauta dulce y me equivocaba cada tres notas. Yo, que tengo las manos como muñones, los dedos como garfios, la coordinación como un déficit. Los músicos siempre me han parecido seres de otro planeta. Les veo pulsar las teclas al piano con ritmo vertiginoso, o pellizcar las cuerdas del violín en el sitio exacto de la nota, y no dejo de maravillarme. Ni de sonrojarme ante mi propia incompetencia.

            Yo sé que es cuestión de práctica, que empiezan desde muy pequeños, que cuentan con grandes profesores que cobran a muchos euros la hora. Pero yo podría vivir mil vidas en esas condiciones y no seía capaz de engarzar más allá de cinco notas seguidas. Bill Murray, atrapado en el tiempo de Punxsutawney, tardó 10 años en aprender a tocar el piano para impresionar a Andie McDowell y llevársela por fin a la cama. Yo en su lugar no me hubiese comido el rosco. Sólo sé silbar, y mal. A Lauren Bacall le bastaba con eso para enamorarse de Humphrey Bogart en Tener y no tener. Las chicas de ahora, setenta años después, son mucho más exigentes...


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127 horas

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Es lo bueno que tienen los años bisiestos, que tienes un día más para ver películas e ir descongestionando los discos duros. Así que aprovecho esta oportunidad que sólo se nos concede una vez cada cuatro años y veo, después del partido de la selección española, 127 horas, película de Danny Boyle que el año pasado hizo bastante ruido en el mundillo de las  tertulias.

La película está bien, pero no va más allá de una anécdota truculenta estirada durante hora y media. Si la semana pasada acabé asqueado con la dichosa mutilación de Antricristo, he aquí que me encuentro con otra aún más detallada si cabe, aunque esta vez no gratuita, sino exigida por los hechos reales en los que se basa el guión. El caso es que si no quería caldo, ahora tengo dos tazas. Se ve que es la moda en los guiones, que ningún personaje termine entero la función. Ocurre, para más inri, que justo encima del televisor, en el lote de DVDs pendientes de revisión, asoma amenazante La pianista, la película de Haneke donde Isabelle Huppert ya hacía sus pinitos en este bonita costumbre de autoinflingirse pupas de las gordas. ¿Casualidad? No lo creo. Hay algo raro flotando en el ambiente, la premonición de días aciagos que amenazan tormenta y muchas desgracias. Algo muy querido va a ser cercenado en mi vida: Seguramente mis sueños de que el Real Madrid conquiste su décima Copa de Europa en el mes de mayo. O eso, o que se me va a joder por enésima vez el aparato grabador de DVDs, rebanando una parte sustancial de mi billetera. Serían las mutilaciones menos graves...

Aunque difícilmente se me va a olvidar 127 horas, no creo que el lomo de su DVD llegue a engrosar mi selecta selección de películas, a no ser que dentro de unos meses me la regale algún periódico, o alguna de las amantes que menos me conocen, de esas que tras el retozo hablan poco y preguntan menos. 




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Anticristo

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Por la noche, para reposar el sudor grasiento de la bicicleta estática, me despatarro en el sofá y veo Anticristo. Harto ya de esperar a que la pasen en los canales de pago, he decidido cañonear el barco danés en alta mar y quedarme, provisonalmente, con su tesoro. 

Venía yo con ganas de enfrentarme a la enésima locura del amigo Lars, después de la experiencia demoledora de hace dos semanas con Melancholia. Y no empieza mal, Anticristo, con esa tragedia morrocotuda narrada en blanco y negro y ese amor explícito que siempre anima a seguir viendo la película. Pero luego... Qué decir, a quien ya la haya visto. Y qué decir, también, a quien no la haya visto... Lars no ha hecho esta vez una película para el espectador, sino para sí mismo, con claves y referencias que sólo él entenderá. Como Fellini, como Buñuel, como Saura, cuando nos contaban sus sueños y sus obsesiones y todos poníamos cara de enterados, aunque no nos enterásemos de nada, sólo para que no nos acusaran de simplones. Pero con ellos, al menos, no tenías que apartar la mirada en ciertos momentos, asqueado de las heridas y de las torturas. De ese pedazo de carne en particular que salta y salpica y que ya es un hito, asqueroso y gratuito, en la memoria particular de mis aprensiones. Y en la de todos, supongo.




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Masculin, féminin

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Y por la noche, tras enfrentarme a Masculin, féminin de Godard, y abandonarla desesperado a la media hora de aburrimiento, cansado ya de los simbolismos, de los rótulos ametrallados, de las situaciones rocambolescas, termina mi relación tormentosa con el cineasta francés de las narices, y las gaforras. Aún me queda por ver Lemmy contra Alphaville, guardada en el disco duro, pero presumo que tardaré meses en reunir energías para abordarla. 

Alphaville será como ese libro que uno olvida en el piso de la ex-amante, que hay que recoger aunque ya no se necesite, por orgullo, y para dejar las cosas claras. Porque yo, cuando descargo, me comprometo. La piratería es un acto de responsabilidad plena. Aunque al día siguiente uno ya esté arrepentido de la película en cuestión. Como Alphaville, sin ir más lejos, cuya sinopsis, que hace poco estaba leyendo en internet, promete más chaladuras todavía y más coreografías sesudas de lo absurdo. Y eso que hace años, cuando yo vivía en Toledo, y me acercaba los fines de semana a Madrid, a ver las películas subtituladas, a creerme parte de la cinefilia selecta de este país, siempre me preguntaba de dónde coño vendría el nombre de los cines Alphaville, que tan bien sonaba, meca cinéfila de mis paseos sin rumbo por la Villa y Corte. Y ya ves tú, lo que era... Este truño incomprensible que sólo huele bien en los salones de alta prosapia.


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En un mundo mejor

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En un mundo mejor es una película danesa cuyo argumento podría haberse desarrollado en cualquier lugar del mundo. En ese sentido, es una película muy poco nórdica. Pero en el otro, en el que a mí más me interesa, es escandinava por los cuatro costados. Que la violencia genera violencia es un tema ya muy trillado, de aprendizaje obvio para cualquiera que tenga dos dedos de frente. Por ahí, En un mundo mejor, no nos aporta gran cosa. Su enjundia está en la vida limpia y ordenada que la cámara capta más allá de los personajes y sus problemáticas. Se nota, una vez más, que Dinamarca es un país que funciona. Hay llamadas de medianoche a la policía, enfermos que ingresan en los hospitales, chicos nuevos que llegan a los colegios, servicios sociales que toman cartas en los asuntos, y todo se solventa con una eficacia que despierta la más mediterránea de las envidias.

También salen en esta película, como intermedios bucólicos para aliviar las tensiones del dramón, muchas bandadas de pájaros. Es un recurso de dirección tan válido como cualquier otro. Lo mismo hubieran servido unos planos de atardeceres, o de peces nadando en el río. Pero así hemos aprendido que incluso los pájaros daneses se organizan mejor que los nuestros, volando en formaciones organizadas y geométricas, y no como aquí, que cada uno tira para donde se le antoja, en bandadas de anarquistas a los que nadie dicta por dónde hay que escapar o buscar alimento. Salen, también, en esta película, muchos planos de nubes que vienen y van, mecidas por el viento. Se ve que son nubes danesas, que las han filmado allí mismo, en la península de Jutlandia, porque son más blancas que las nuestras, de contornos más definidos, con un no sé qué más elegante y civilizado, como si pidieran perdón por tapar el solecito, o por amenazar con la lluvia. Evolucionan, fluyen, van ocupando el espacio público del cielo con la corrección propia de todo lo escandinavo. En una palabra: todo es mejor en Dinamarca, salvo la liga de fútbol, y el jamón serrano. Además allí no hay rubias de bote, ni rubias con mechas: o son rubias del todo, o lucen sin complejos la morenez de sus cabellos. Allí las mujeres son más honestas y también mucho más guapas. Mucho más.




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Vivir su vida

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Las películas de Godard son la piedra de toque de mi cinefilia, el muro de ladrillo contra el que me estrello una y otra vez. Vivo obsesionado con la interpretación de este hombre, al que de momento no soy capaz de entender. El encuentro con Godard es una cita ineludible de todo buen aficionado al cine. Un sacramento establecido por el sínodo incontestable de los que entienden y pontifican. En Godard confluyen las enciclopedias, las referencias, las reseñas eruditas. No se puede ir por ahí, presumiendo de cinéfilo por la vida, y luego poner cara de ignorante cuando te preguntan tu opinión sobre el (supuesto) maestro francés.

Lo que pasa es que a mí me ha llegado muy tarde la cita con Godard. Se ve que con cuarenta años ya no está uno para estos trotes. Que se me pasó el arroz de los tiempos mozos. Perdida la plasticidad de las neuronas, y la curiosidad infinita por lo nuevo, mi cerebro se ha hecho fósil en sus gustos y manías. Godard me enseña sus viejos trucos de cineasta rompedor, y yo, a cincuenta años luz de distancia, asisto a la función con los brazos cruzados, añorando otro tipo de películas. Sucede, además, que la gente de mi generación ha vivido muy alejada de la cultura francesa. Los niños del baby boom hemos crecido con el inglés en los colegios, con las sitcoms americanas copando el tiempo televisivo. Hemos crecido mamando la NBA, la Premier League, la Guerra de las Galaxias, la adolescencia tardía de Steven Spielberg... Nosotros no escribimos poemas en francés a nuestras amadas. No fuimos a Perpignan a ver guarrerías prohibidas por la censura. Nosotros no cantábamos a Brassens, ni escuchábamos a Aznavour, ni entendíamos ni jota del Je t'aime moi non plus, más allá de los obvios gemidos de Jane Birkin. Y eso te va creando un déficit de lo francés, una incomprensión profunda de su cultura, un extrañamiento de sus formas artísticas que luego, cuando te enfrentas a Godard, te vuelve incapaz de comprender por qué a veces deja fuera de plano a su protagonista,  o por qué a veces elimina el sonido ambiente, o por qué coño entrecorta el montaje, o por qué  los personajes se detienen en seco, o por qué esos finales nunca tienen final y siempre son absurdos y arbitrarios.

Me enfrento a las películas de Godard y no paro de rascarme la cabeza como un chimpancé, a ratos confundido y a ratos muy perdido. Hoy ha sido Vivir su vida, dramón prostibular donde Anna Karina pasea su belleza por las calles de París buscando hombres con los que sacarse unos francos, y, ya de paso, entre que nos vestimos y nos desvestimos, filosofar sobre la vida y leer las obras completas de Edgar Allan Poe. En el último año han sido Una mujer es una mujer,  La Chinoise,  Simpathy for the devil,  Todo va bien... y alguna otra más de cuyo nombre no quiero acordarme. Y en verdad, sólo de Banda Aparte, donde había un par de giros molones en la trama de los ladrones, y te comías de guapa a Anna Karina bailando con el sombrero, he sacado yo motivos suficientes para no cabrearme y no cejar en el empeño de mi labor exegética de Godard. 



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Chico y Rita

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He vuelto a escaparme del mundo real con Chico y Rita, película que están pasando estos días por los canales de pago. He aterrizado en ella más por curiosidad que por convencimiento. Más por deber que por vocación. Más por la presencia de Fernando Trueba en los títulos de crédito, que por cualquier otra consideración. Ni me entusiasma el jazz latino ni me arrebata el virtuosismo de los diseños gráficos. Al final, después de hora y media de metraje, ni siquiera los desnudos integrales de Rita han despertado en mí una excitación reseñable, tan esquemáticos en su pincelada. Se ve en Chico y Rita un mérito, una labor, un proyecto novedoso de gente capaz y creativa, pero yo ando pendiente de muchas cosas, con la cabeza descolocada y giratoria. Quizá en otra época, en otro estado de ánimo, la música y los dibujos de Chico y Rita hubiesen alcanzado otra repercusión en mi juicio. Quizá hubiesen triunfado en otra serenidad del espíritu, menos exigente y más alborozada. Más vitalista y sandunguera. Pero no es el caso. No era el momento de esta película. Queda anotada en la lista de revisables, junto a otras cien, para cuando haya tiempo en esta vida, o en la siguiente.



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