¿Qué fue de Jorge Sanz? III
Volveréis
🌟🌟🌟
Los espectadores, al final de la película, nos dividimos entre los que creen que Ale y Álex volverán y los que creemos que no. Yo apostaría, no sé, tres dólares, a que después de la fiesta final se dan dos besos en la mejilla y -como asegura la hija de fruta de Isabel Natividad- no vuelven a cruzarse en la vida porque ésa es una de las grandes ventajas que tiene vivir en Madrid: que allí nunca te encuentras con tu ex porque se respira libertad y solo en las ciudades comunistas puedes toparte con un viejo amor al entrar en el café.
El otro día, en “Celeste” el personaje de Manolo Solo, el paparazzo, aseguraba que había fotografiado a tantas parejas de famosos que había desarrollado un instinto arácnido para saber cuáles estaban en la cima de su amor y cuáles bajaban danto tumbos por la ladera. El paparazzo presumía de acertar un 99% de las veces. El único error -decía- lo había cometido consigo mismo, una vez que vivió muy seguro de su matrimonio y descubrió que su mujer se la pegaba con un compañero de trabajo.
Yo no voy a presumir de un 99% de efectividad en estas artes adivinatorias, pero tampoco soy un pardillo que camine ciego por la vida. Como Manolo Solo, no suelo equivocarme con el pronóstico de los amores a no ser que se trate de mis propios romances estrambóticos, pero no por ceguera, sino porque desafío contumazmente a la realidad.
En el fondo es muy sencillo: si la pareja se entiende en la cama -y por entenderse en la cama cabe desde la ausencia completa de sexo hasta la bacanal epicúrea y cotidiana, el caso es entenderse- la cosa tira para delante. Ale y Alex ya no se entienden, o se entienden a medias, y cuando en una de sus discusiones aparede la neo-palabra "cosificación" ya está todo sentenciado. En cuanto un miembro de la pareja empieza a padecer un exceso o un déficit de contactos se siente traicionado y empieza a mirar por la ventana a ver si pasa alguien con quien entenderse mejor y seguir sus pasos arrastrando la maleta.
Ópera prima
🌟🌟🌟🌟🌟
Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió
Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías
que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.
Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no
están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol,
pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero
por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla
donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no
lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser
que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la
inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un
pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por
ahí.
Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida
musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete
llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la
movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un
momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la
felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su
lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo
estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer
amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo,
engañifa, mercancía de embaucadores.
“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba
ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un
pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos
alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria
sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente,
tierno y odioso. Ahostiable en ocasiones.
Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.
El olvido que seremos
🌟🌟
Leo en internet que la segunda mitad de “El olvido que
seremos” es mucho mejor que la primera. Pero vamos, muchísimo mejor. Nada que
ver. Como la noche de Bogotá y el día de Medellín, mismamente. Como una
película buena de Fernando Trueba y una película mala de Fernando Trueba, que a
veces parecen dos tipos distintos, con el parche cambiado de ojo y todo.
Insisten, en las páginas de la cinefilia, que sólo hay que tener
un poco de paciencia para atravesar el desierto insufrible de la primera hora. Para
superar este rollo con diálogos de mazapán y músicas del cielo. Esta nostalgia con
filtros donde no salen Óscar Ladoire ni Antonio Resines, ni nadie de la vieja troupe
fernandiana que al menos nos haga sonreír con una boutade o con un chiste
malicioso. Nada, ni las migajas de una comedia.
Todo esto lo leo cuando voy por el minuto 20 de la película y
empiezo a temer que he sintonizado el “Cuéntame” de Medellín por una
interferencia de las ondas, y que si no fuera porque Javier Cámara no suele
estar en esos registros, va a tardar nada y menos en soltar un “Me cagüen la
leche, Merche” o como sea que defequen los colombianos iracundos. El comienzo
de “El olvido que seremos” es -sí, insisto- un rollo patatero, sensiblero,
mainstream que te cagas. Un cursillo sobre el santo Job para aquellos que en
realidad habíamos venido a otra cosa: a ver un episodio más de la lucha de
clases, con este hombre, Héctor Abad Gómez, convertido en héroe y mártir de
nuestra causa. La causa de la justicia social, de la inversión pública, de la
recaudación de impuestos, de que se jodan los ricos aunque sólo sea de vez en
cuando.
Las páginas que consulto dicen que todo eso llegará en la
segunda hora, y que serán saciados de sobra los que mantengan la fe y alimenten
el espíritu. Pero son las doce de la noche y el cansancio ya me pesa como hormigón
sobre la cabeza. Me digo a mí mismo que veré el resto mañana, o sea hoy, pero
sé que no es verdad.
Luego, en la cama, justo ya para coger el sueñito, leeré en internet
la triste historia del doctor Abad. La puta que los parió... O el putero que
los engendró... Ya no sabe uno ni cómo hablar.
Mientras el cuerpo aguante
Si aquel soldado republicano hubiese re-fusilado a Rafael Sánchez Mazas cuando le detuvo en el bosque, Chicho Sánchez Ferlosio no habría venido a este mundo un año y pico después, y Fernando Trueba, cuarenta y dos años más tarde, no habría rodado este documental sobre sus ocurrencias y sus disidencias, sus canciones y su desdentamiento precoz. Pero aquel soldado sin nombre al que Javier Cercas hizo famoso decidió no disparar, quizá conmovido por su víctima, quizá harto de la guerra. O tal vez, simplemente, porque se había quedado sin balas y prefirió disimular su incompetencia, o su cutrez de soldado derrotado, con un gesto simbólico de humanidad. Da un poco igual…
Calle 54
Al principio de Calle 54, Fernando Trueba cuenta que se enamoró del jazz latino a comienzos de los años 80, cuando un amigo suyo le regaló un disco y con él sembró la semilla de una afición que con el tiempo se convirtió en árbol frondoso y ramificado.
El sueño del mono loco
Tres años después de haberse deconstruido en mosca viscosa y de afear el orgullo al señor Hammond en Jurassic Park, Jeff Goldblum trabajó para Fernando Trueba en una insólita componenda internacional titulada El sueño del mono loco, con productores franceses, actores ingleses y dobladores españoles que no siempre aciertan con la sincronización.
El año de las luces
Belle Époque
El artista y la modelo
Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray.
Chico y Rita
He vuelto a escaparme del mundo real con Chico y Rita, película que están pasando estos días por los canales de pago. He aterrizado en ella más por curiosidad que por convencimiento. Más por deber que por vocación. Más por la presencia de Fernando Trueba en los títulos de crédito, que por cualquier otra consideración. Ni me entusiasma el jazz latino ni me arrebata el virtuosismo de los diseños gráficos. Al final, después de hora y media de metraje, ni siquiera los desnudos integrales de Rita han despertado en mí una excitación reseñable, tan esquemáticos en su pincelada. Se ve en Chico y Rita un mérito, una labor, un proyecto novedoso de gente capaz y creativa, pero yo ando pendiente de muchas cosas, con la cabeza descolocada y giratoria. Quizá en otra época, en otro estado de ánimo, la música y los dibujos de Chico y Rita hubiesen alcanzado otra repercusión en mi juicio. Quizá hubiesen triunfado en otra serenidad del espíritu, menos exigente y más alborozada. Más vitalista y sandunguera. Pero no es el caso. No era el momento de esta película. Queda anotada en la lista de revisables, junto a otras cien, para cuando haya tiempo en esta vida, o en la siguiente.