Prometheus

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Veo, por la noche, en celebración particular y solitaria de este primer miércoles del año, la esperadísima Prometheus de Ridley Scott, que trata de explicar los enigmas desplegados en Alien y sus secuelas.

Me acuesto con la sensación de haber visto una gran película, casi una obra maestra, si no hubiesen quedado sueltos por ahi un par de cabos. Peccata minuta, en todo caso. Apago la luz y me encomiendo al sueño como un niño satisfecho y feliz, imaginando mundos extraterrestres, aventuras astronáuticas, hallazgos trascendentales que iluminan el origen de la humanidad. Luego, por supuesto, el sueño caprichoso toma sus propios derroteros, y lejos de transportarme a los espacios siderales, me devuelve a la realidad de mis asuntos laborales, de mis deseos sexuales, de mis conflictos nunca resueltos con el bendito balompié. 

A la mañana siguiente, en la cafetería que me proporciona la conexión, entro en los foros dispuesto a compartir mi éxtasis infantil. Mi sorpresa, al leer los primeros comentarios sobre Prometheus, irónicos y denigrantes, es mayúscula. No es posible, pienso. Están hablando de otra película... Leo la primera crítica con el escepticismo plantado en mi cara, y las garras de la respuesta bien afiladas, dispuestas a teclear una réplica implacable. No voy a creerme nada de lo que me diga este fulano, por muy valorado que figure en el escalafón. Pero la voy a leer, detenidamente, por educación, por ecumenismo cinéfilo. Para ir rebatiendo uno por uno sus argumentos, seguramente flojísimos, y antojadizos, porque este pecador de la pradera debió de ver Prometheus sin gafas, o con una novia sobándole el paquete, en inatención gozosa y muy perdonable.

Sin embargo, termino de leer su crítica y soy yo quien rinde las armas, y retrae las garras, y echa de menos haber visto Prometheus con el sexo dulcemente acariciado, cosa que, al parecer, lejos de reducir la concentración, la multiplica por dos o incluso por tres. Me doy cuenta de que ayer, en inusual comportamiento, no vi Prometheus como siempre veo todas las películas, sobándome los testículos, como hacemos todos los hombres abandonados a la soledad frente a la pantalla. Ayer, no sé por qué, yo tenía las manos castamente reposadas, una en el regazo y otra en el mando a distancia, y no vi los cabos sueltos que este internauta, perspicaz y cachondo, denuncia con gran sentido del humor. No dos cabos agitándose al viento en venial descuido, como yo recordaba, sino decenas de ellos, ridículos, risibles, evidentes hasta para el más corto de los espectadores.

Cómo pude pasar por alto estos dislates... Cómo pude tragarme el absurdo de los giros, el vacío de las explicaciones, el vagar inexplicable de los personajes... Cómo, por los dioses, cómo... Cómo me dejé llevar por las ansias, por la expectación, por la magia presentida. Está visto que me ponen una nave espacial y un planeta que encierra misterios, y ya me vuelvo tarumba, y se me nublala razón.






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La historia del cine: una odisea (libro)

Leo, en la Historia del Cine de Mark Cousins, este curioso pasaje sobre una ocurrencia de Mack Sennett:
“Mack Sennett, un productor de comedias de la etapa del cine mudo, contrataba a un tipo peculiar para que acudiera a sus conferencias con el fin de que dijera tonterías en voz alta. Generalmente era una persona sin demasiadas entendederas, incapaz casi de expresar sus ideas, pero que contaba con una imaginación desbordante. Podía estar callado durante una hora y de repente murmuraba: “Tomemos por ejemplo...”, y entonces todo el mundo callaba para ver qué decía. “Tomemos por ejemplo esta nube...” Gracias a nuestra rara capacidad para asociar unas ideas con otras, las personas del auditorio se quedaban con la imagen de la nube y le encontraban sentido a lo que decía aquel hombre, que venía a ser como un catalizador del subconsciente...”

 Cousins elige este párrafo para explicarnos que el cine, a veces, en sus más revolucionarios logros, acierta de chiripa, asociando ideas o planos  que hacen saltar una chispa neuronal en el espectador, inaugurando un nuevo modo de asociar, y de entender. Pero yo, que voy leyendo el libro con una mala leche cada vez más agria, releo esta broma ingeniosa de Mack Sennett y no dejo de pensar en los embaucadores como Kiarostami, o como Godard, que tanto celebra Cousins en su libro. “Tomemos por ejemplo esa nube...” O ese iraní, o esa parisina. Sigámoslos con la cámara y dejemos transcurrir el rato, a ver qué va saliendo de la “catalización del subconsciente...”




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Palíndromos

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Todd Solondz es un cineasta retorcido y deprimente al que a uno le gustaría conocer personalmente, en la compañía cercana de un café -si él supiera castellano, o yo me defendiera con el inglés-,  pues presumo que su filosofía vital y la mía van cogidas de la mano, y encontrarían muchos puntos en común para echarse unas risas, y darse la razón como tontas complacidas.




Los personajes de Todd Solondz son la antítesis humana de los buenazos –y  las buenorras- que me hacen sonreír en Modern family. De su imaginación sólo brotan seres humanos taciturnos, melancólicos, oscuros, frecuentemente trastornados. Mientras que Modern family explora la ciencia-ficción de un ideal humano siempre benefactor, mi amigo Todd, en películas como Palíndromos, retrata a personas muy taradas, muy verosímiles, que aunque padezcan neurosis muy poco frecuentes, sólo están un paso más allá de los avatares cotidianos. Sólo un traspié, o una desgracia, o una mala compañía, nos separa de vivir en esos universos depresivos y desesperados. Los habitantes de Modern family, en cambio, viven en un planeta feliz, virtual y muy lejano, inalcanzable para la colonización humana antes del siglo mil. Como poco.

Diálogo extraído de Palíndromos al que no le quito ni le pongo una coma:

Mark: Las personas acaban como empiezan. Nadie cambia nunca. Creen que cambian pero no. Si ya eres depresiva siempre serás depresiva; si ahora eres una tonta feliz, así es como serás de mayor. Podrás adelgazar, o no tendrás espinillas; podrás broncearte, aumentarte el pecho, cambiar de sexo. Da igual. En esencia, desde delante hasta atrás, tengas trece o cincuenta años, siempre serás la misma.
Aviva: ¿Y tú eres el mismo?
Mark: Sí
Aviva: ¿Te alegras de ser el mismo?
Mark: No importa si me alegro. No tengo elección. No tengo más remedio que elegir lo que elijo, hacer lo que hago, vivir como vivo. Todos somos robots, preprogramados por el código genético de la naturaleza.
 Aviva: ¿Y no hay ninguna esperanza?
Mark: ¿Para qué? Esperamos o nos desesperamos tal como hemos sido programados. Genes y aleatoriedad: es todo lo que hay, y nada importa.


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Farinelli

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Mientras Farinelli se va enredando en un aburridísimo final, uno, siempre pendiente de las cosas cochinas y accesorias, se pregunta por las facultades sexuales de Farinelli -el hombre, el castrato- que en la película satisface largamente a las mujeres, pero sin que nadie explique claramente la cosa del intríngulis. ¿Qué sabe uno de las erecciones o de las eyaculaciones de los castrados? Apenas nada. Más allá de la producción nula de espermatozoides, uno no está seguro de nada. ¿Sienten el mismo deseo sexual? ¿Alcanzan el clímax sin la participación de los testículos? ¿Perseveran largos minutos en su erección, como hacías ese morlaco amatorio de Farinelli que a todas las traía locas? ¿O, por el contrario, en el mundo real de la carne y del hueso, desfallecen repentinamente en su ímpetu? 

Será un rato después, en la wikipedia siempre ilustradora, cuando estas preguntas consigan una respuesta muy anatómica, pero algo indefinida. Mientras tanto, con Farinelli todavía en pantalla, uno, ajeno al espectáculo reiterativo de sus gorgoritos, se entretiene especulando con estas cuestiones, como un adolescente planteándose sus primeras preguntas. Es lo que tienen las malas películas, que sacan a la luz, o más bien a la penumbra, lo más vergonzante de uno mismo.





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Goya en Burdeos

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Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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Copia certificada

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En los primeros minutos de Copia certificada un suspiro de alivio brota de mis pulmones:  Kiarostami abandona el paisaje iraní y nos transporta a la primavera de la Toscana para contarnos el romance entre un escritor inglés y una galerista francesa. Ella es, gracias a los dioeses, Juliette Binoche, que es la quintaesencia de la mujer francesa, y de las señoras guapas.

Se las promete uno muy felices, sí, con esta película que arranca como un Antes del amanecer conversacional y didáctico, con una pareja madurita que toma el relevo de los jovenzuelos que allí se requebraban. Pero se ve que a Kiarostami le jode mucho que el gran público llegue a entender sus intenciones de gran maestro indescifrable. Así que cuando más enganchados nos tenía, y más enamorados estábamos de Juliette Binoche, Abbas, nos introduce en un juego de adivinanzas para demostrarnos, una vez más, que las gentes vulgares no estamos a la altura de sus sesudas intenciones.

¿De qué va, realmente, la pareja protagonista? ¿Es un matrimonio aburrido que juega a la fantasía de ser dos personas recién presentadas? ¿O son, ciertamente, dos simples conocidos que juegan a ser un matrimonio veterano, en lúdico entretenimiento? No sé. Los diálogos, deliberadamente ambiguos, lo mismo te hacen pensar una cosa que la otra. Te vuelven loco... Kiarostami se lo tuvo que pasar teta, planteando este dilema sobre la identidad secreta de los amantes. Pero con su gracieta me jodió la película.  Para una vez que iba a aplaudirlo, y a dedicarle bonitas palabras en este diario, me salió, en la hora final , con otra demostración de su diabólica inteligencia. Pues bueno.




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Luces rojas

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“La razón por la que la gente cree en fantasmas es la misma por la que cree en casas encantadas, o túneles de luz. Porque significaría que hay algo después de la muerte.”

Lo dice el personaje de Margaret Matheson en Luces rojas, y es una gran verdad que ya apareció en este diario a cuento de Insidious, y de Darkness,  películas de terror que pasaron sin pena ni gloria por mi televisor. El personaje de Margaret Matheson -que es una inverosímil doctora en Parapsicología Fraudulenta por la Universidad de Nosédonde- lo interpreta Sigourney Weaver. Y cada vez que habla Sigourney, en cualquier película, es como si sentara cátedra, porque esta mujer, con la edad, y con las arrugas, ha adquirido una presencia y un tono de voz que se vuelven irrefutables. Aunque asegure que por el mar corren las liebres, y que por el monte las sardinas, tralará. La antítesis de cualquier político de nuestros días.

El resto de la película es un timo metapsicológico de manufactura impecable. Un guión imposible que dejamos transcurrir sólo porque somos espectadores comprensivos, y consumidores pasivos con el intelecto mermado. Por eso, y porque no queremos perdernos la belleza delicada de Elizabeth Olsen, que es la hermana pequeña de ese dúo aborrecible de las gemelas Ashley y Mary-Kate. Elizabeth es una belleza sin pretensiones, modesta y alegre. Aquí, en Luces rojas, el guión  le endosa un papel ridículo de mujer florero, pero ella es un jarrón encantador, y sale airosa del empeño con solo prestar su rostro y su sonrisa.



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In time

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En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo. 
En los barrios protegidos por guardias de seguridad, los millonarios del tiempo dejan transcurrir plácidamente los días, pagando siglos por sus cochazos, o decenios por la compañía de sus prostitutas. Unos kilómetros más allá, en los suburbios de la chusma, la gente muere luchando contra unos precios abusivos del agua, y del pan, que les van robando la vida hasta caerse, literalmente, muertos.

Es un recurso muy inteligente éste que utiliza Andrew Niccol para criticar el capitalismo delictivo de nuestros días. O el capitalismo, directamente, sin el delictivo o el salvaje como epítetos que son más bien pleonasmos. Ningún capitalista hubiera financiado la película, ni la hubiera distribuido posteriormente por el ancho mundo, si el dinero, como en nuestra vida real del siglo XXI, hubiese sido el motor de la avaricia en In time. Demasiado obvio. Demasiado comunista. Las banderas rojas ya sólo están permitidas en los linieres del fútbol, y a cuadritos, junto a otro color, a ser posible el gualda, en patriótica combinación. Con está fábula futurista, Niccol se convierte en un hermano pequeño de Michael Moore, pero más delgado, sin gorrita de béisbol, que habla sobre la lucha de clases aprovechando un producto palomitero, con muchos tiroteos y muchas persecuciones. 

Y con una mujer, Amanda Seyfried, que te mira directamente a los ojos y ya no eres marxista ni revolucionario ni nada de nada, sino un simple pelele enamorado, entregado al sueño pueblerino de su amor imposible.





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