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Mank

🌟🌟🌟🌟🌟


Creo que las películas ya son la única cosa que elijo bien en la vida. En todo lo demás me parezco cada vez más a Pierre Nodoyuna, el metepatas de los dibujos animados. A mi perrito Eddie estoy por llamarle Patán, pobrecito, para hacer ya el homenaje completo a los cartoons.

Hace tiempo -quizá desde que tengo uso de razón y no me fío de los instintos- que no elijo bien los alimentos, las compañías, los momentos de valentía y de cobardía... Salvo el Real Madrid, solo elijo bandos perdedores y proyectos condenados. Mi psicólogo imaginario dice que tendría hacerle más caso a mis tripas... No acierto un solo pronóstico de la política, de la quiniela, de los amores que triunfarán o se derrumbarán. Hay un montón de cenas apostadas y perdidas que ya voy debiendo por ahí... 

Menos mal que los allegados me comprenden, y me aguantan de mala manera, como hacían las amistades de Herman Mankiewicz cuando el fulano bebía demasiado y metía la pata en sociedad.

Sin embargo, en esto del cine, cuarenta y pico años de cinefilia me contemplan. Es verdad que acierto más por viejo que por perro, como cantaba Víctor Manuel. Pero acierto. Rara vez me llevo el chasco de una película birriosa que presumía cojonuda de antemano. Ay, mi filmoteca...: ella es el penúltimo orgullo que me queda. Los libros no. Esos los quemaría todos si tuviera chimenea, en un acto purificador. Unos no me enseñaron nada y otros me enseñaron demasiado. Jamás encontré el punto templado para ser sólo medio inculto, que es el nirvana feliz de los lectores.

Sabía, por ejemplo, que no iba a perder el tiempo viendo “Mank” por segunda vez, y por eso preparé una velada especial en el salón: cena íntima para uno, teléfono en silencio, perro sacado y agradecido... Hace años que quiero comprarme una frac para celebrar estas grandes ocasiones. Qué menos que asistir vestido de gala y perfumado, y no con la sudadera de andar por casa y el pantalón del pijama, que deslucen muy mucho la ocasión. 

A veces busco el frac por internet, medio en broma medio en serio, pero luego me puede la sospecha de estar volviéndome ya medio majara. Un Mankiewicz provincial atrapado en su propia trampa.




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El reverendo

🌟🌟🌟🌟

Que un sacerdote pierda la fe en Dios y siga ejerciendo su oficio no es un fenómeno tan extraño. El cardenal Martini le dijo una vez a Umberto Eco, o se lo hizo entender en un circunloquio, que en el Vaticano había muchos hombres que continuaban con sus carreras como un modus vivendi en el que Dios ya no era imprescindible. La Llamada del Señor les había puesto en camino, pero una vez desvanecida, el camino continuaba. 

    Quizá, en secreto, albergaban la esperanza de volver a escucharla al final de sus vidas, como una señal de radio felizmente recuperada. Tal vez, en sus celdas, consumidos por la duda y por la culpa, se dieron varios golpes en la cabeza cuando dejaron de sintonizar, como se hacía antiguamente con los televisores de culo gordo. Y una vez asumida la pérdida, optaron por dejarlo todo intacto, los hábitos y los votos, a la espera de novedades caídas del Cielo. El sacerdocio, después de todo, es un oficio como otro cualquiera, que da de comer y permite viajar si se emprende una próspera carrera. También existen maestros que han perdido la fe en la educación, y psicólogos que ya no creen en sus propias monsergas. Políticos -estos muchos- que se descojonan de su propio rebaño de votantes. No es una cuestión de cinismo, sino de supervivencia.

    A estos curas sin vocación yo ya les había conocido alguna vez en esta larga cinefilia. El padre Thomas de Los comulgantes, o el mismísimo padre Karras, de El exorcista. Incluso Antonio Ozores, en Los Bingueros, era un cura que ya sólo creía en el brazo incorrupto de San Nepomuceno, y en sus mágicas influencias sobre las bolas que salían del bombo. Pero sacerdotes que perdían la fe en la humanidad sin perder la fe en Dios -que seguramente es un problema todavía más grave- yo, al menos, hasta hoy, no había visto ninguno. Este reverendo al que interpreta Ethan Hawke no ha perdido la señal con el Más Allá, pero el Más Acá de los seres humanos le produce náuseas que ya no sabe cómo gestionar. Incluso el contacto con la mujer que lo ama se vuelve repulsivo y problemático. Al reverendo le domina el asco de un planeta contaminado, de unos empresarios avariciosos, de una Iglesia que admite a estos pecadores en su seno y encima les da palmaditas en la espalda, para recibir las donaciones.



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Mientras seamos jóvenes

🌟🌟

No puedo engañarme a mí mismo. Sé que por debajo de mi cinefilia maniobra un individuo caprichoso que vive en el inconsciente. Un tipo enmascarado que me persuade, con voz meliflua, de ver películas que sólo le interesan a él. Como ésta de hoy, Mientras seamos jóvenes, un truño que aburre a los quince minutos y ya no se detiene hasta el final en sus gracias que no dan risa, en sus filosofías que no dan nada en qué pensar.

      Noah Baumbach es el director de un montón de películas extrañas que nunca me dejaron poso. De su filmografía, tan cacareada, no soy capaz de recordar ni siquiera los argumentos. Y sin embargo, seducido por mi Batman interior, y enamorado hasta las cachas de Naomi Watts, mal aconsejado también por algún crítico de postín, he vuelto a caer en las redes de estos neoyorquinos con ínfulas que quieren ser personajes de Woody Allen y se quedan en panolis de TV movie.



      Mi inconsciente ha vuelto a engatusarme con otra película de cuarentones desnortados, de los que empiezan a sufrir hernias y artritis. De los que no saben si volverse ya viejunos del todo o darle una nueva oportunidad a su joven interior. Mi inconsciente anda muy preocupado con la velocidad supersónica del calendario, y como sabe que yo vivo infeliz pero despreocupado, aprovecha las películas para meterme el miedo en el cuerpo. Pero, yo, la verdad, poco puedo aprender de estos cuarentones imaginarios. Ellos son mucho más guapos que yo, y viven en Nueva York, y tienen talentos artísticos, y lloran en hombros de mujeres bellísimas y comprensivas. Así cualquiera.... Mi crisis otoñal es muy típica, muy de andar por casa. De la meseta superior cuando hace frío, con el sillón-ball y la mantica, la sopa de ajo y la morcilla con cebolla. De paseos por el bosque y tertulias melancólicas con los amiguetes. De la tecla F5 del ordenador siempre cerca, para actualizar las páginas de amores a ver si alguna cuarentona busca un hombre como yo.




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In time

🌟🌟🌟🌟

En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo. 
En los barrios protegidos por guardias de seguridad, los millonarios del tiempo dejan transcurrir plácidamente los días, pagando siglos por sus cochazos, o decenios por la compañía de sus prostitutas. Unos kilómetros más allá, en los suburbios de la chusma, la gente muere luchando contra unos precios abusivos del agua, y del pan, que les van robando la vida hasta caerse, literalmente, muertos.

Es un recurso muy inteligente éste que utiliza Andrew Niccol para criticar el capitalismo delictivo de nuestros días. O el capitalismo, directamente, sin el delictivo o el salvaje como epítetos que son más bien pleonasmos. Ningún capitalista hubiera financiado la película, ni la hubiera distribuido posteriormente por el ancho mundo, si el dinero, como en nuestra vida real del siglo XXI, hubiese sido el motor de la avaricia en In time. Demasiado obvio. Demasiado comunista. Las banderas rojas ya sólo están permitidas en los linieres del fútbol, y a cuadritos, junto a otro color, a ser posible el gualda, en patriótica combinación. Con está fábula futurista, Niccol se convierte en un hermano pequeño de Michael Moore, pero más delgado, sin gorrita de béisbol, que habla sobre la lucha de clases aprovechando un producto palomitero, con muchos tiroteos y muchas persecuciones. 

Y con una mujer, Amanda Seyfried, que te mira directamente a los ojos y ya no eres marxista ni revolucionario ni nada de nada, sino un simple pelele enamorado, entregado al sueño pueblerino de su amor imposible.





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