Incendies

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Antes de regalarnos Prisioneros y Sicario, que son dos obras maestras del mal rollo contemporáneo, Denis Villeneuve ya había experimentado sus atmósferas malsanas en sus películas facturadas en Canadá. 

    En este blog he contado más de una vez que yo llegué a Denis Villeneuve persiguiendo la desnudez de Marie-Josée Croze, porque soy un erotómano incorregible, y porque esta actriz siempre me pareció de una belleza excepcional. Marie-Josée mostraba sus encantos en Maelström, que era una película por lo demás muy poco erótico-festiva, más bien turbia y desangelada: el primer aviso de que Villeneuve hacía pocas concesiones al optimismo y a la alegría de vivir. Del bonito cuerpo de Maria Josée quedaron tres retazos que luego se perdieron en la memoria, porque yo en el fondo soy muy pudoroso, y muy caballero, y destruyo estas memorias indecentes nada más contemplarlas. Pero el cine de Villeneuve -que era lo importante- llegó para quedarse mucho tiempo en mis preferencias.


    En Incendies, una pareja de hermanos canadienses buscan en Oriente Próximo el misterio de su concepción. Ellos llegaron a Canadá siendo niños, y su madre, antes de morir, nunca les aclaró las circunstancias excepcionales que tejieron su ADN. Ella había huido de la guerra, de las violaciones y los bombardeos, de los tiroteos y las religiones, y ni siquiera en el lecho de muerte tuvo el valor de resucitar aquellos recuerdos. Prefirió, como en las películas de misterio, dejar varios sobres en el despacho del notario para que fueran sus propios hijos, ya mayorcitos, los que resolvieran el caso. Toda una putada, la verdad, porque los chavales, acostumbrados al fresquito del Canadá, han de vagar por varios desiertos calcinados y muchos olivares resecos hasta dar con las personas que conocieron a su madre, y comprender, por fin, con la boca desencajada, el motivo de que ella, la muy tunanta, guardara un silencio tan empecinado. Hay pasados que es mejor no menearlos.  




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El pregón

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Andreu Buenafuente y Berto Romero se ganan la vida haciendo chistes entre Madrid y Barcelona, recorriendo un puente que ya es más ferroviario que aéreo, mientras que yo, atado por las circunstancias, nunca salgo de este cuadrante noroeste por donde suelen llegar las borrascas. Nunca hemos sido presentados, y nunca hemos coincidido en los contextos. Sin embargo, yo les considero dos amistades consolidadas, ya veteranas, que llevan años entrando en mi casa con su late night pletórico de gilipolleces, y ahora también con su programa de radio, donde improvisan sus filosofías y desgranan sus vivécdotas, o sus anencias, según tengan el día. 

    Cuando les veo, o cuando les escucho, siento que encajo estupendamente en su mundo de filias y fobias, de referencias y recochineos. Por debajo de sus tonterías fluye un cinismo simpático, un vitriolo azucarado, que siento muy próximo a mis propias descojonaciones, y daría un huevo, y la yema del otro -ahora que ya me he reproducido y que ninguna damisela quiere escalfarlos de nuevo-, por formar un trío cómico con ellos y recorrer los platós en una juerga de risas perpetuas y trabajo concienzudo.


    Sólo por ellos he desoído las muchas advertencias que desaconsejaban ver El pregón, algunas de ellas muy respetables. Aunque la película fuera una mierda -que no sería para tanto- yo quería verles actuar juntos, a ver qué tal se les daba el empeño. A Berto ya le conocía de Anacleto, y de Ocho apellidos catalanes, donde se curraba los personajes con mucho desparpajo, pero a Buenafuente sólo le había visto de cameísta en algunos Torrentes, que es poca cosa, y mala plaza. En El pregón, ellos son los hermanos Osorio, dos viejas glorias del techno-pop que ahora las pasan canutas para llegar a fin de mes, y que se prestan, por cuatro duros, a dar el pregón en las fiestas de  Proverzo, un pueblo de costumbres ancestrales donde se celebran romerías de la Virgen y se lanzan cabras desde el campanario. El típico desencuentro entre urbanitas y paletos que tantos réditos le proporcionó a la cinematografía nacional, pero que ahora, en pleno siglo XXI, es un recurso que ya queda muy rancio y algo ridículo. El pregón es el intento fallido de domesticar a estos dos, de someterlos a una historia que además, para más inri, no tiene ni un ápice de gracia. 



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La Profecía

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Entre nosotros habitan los creyentes (la mayoría), los ateos (la minoría) y los satánicos (lo mejor de cada casa). Pero esta división no abarca todas las opciones doctrinales. También hay personas que sostienen extraños híbridos en materia de fe, como una tía que yo tenía, que creía en la Virgen María sin creer en Dios, cosa que en la Edad Media hubiera movilizado a todo un concilio de obispos y teólogos. También tengo un primo, no muy centrado el pobre, que se caga en Dios y en los curas durante todo el año, clamando porque algún valiente vuelva a quemarles las iglesias y los envíe al destierro como hizo Carlos III con los jesuitas, y luego, cuando llega la Semana Santa, se viste de papón para desfilar orgulloso por las calles de la capital porque dice que los ropajes le sientan muy bien, y que él está con el folklore y con las fiestas populares.

    Y luego estábamos nosotros, los adolescentes rebeldes del colegio, que hartos de tanta monserga inconcebible, de tanta fábula de milagos, dejamos de creer en Dios mucho antes de desengañarnos del Diablo, lo que nos dejó durante años en una tierra filosófica harto confusa. Y terrorífica. No es que fuéramos satánicos ni nada por el estilo: nosotros no íbamos a los cementerios de León a sacrificar gallos, ni volteábamos los crucifijos de la capilla cuando ningún profesor nos vigilaba. Más bien nos cagábamos de miedo con estas cosas cuando las veíamos en las películas, y nos cagábamos, además, más que nadie, porque al no creer en el reverso luminoso de la Fuerza, no teníamos un antídoto espiritual que oponer a tanta maldad.

    Fue por aquella época de sinsentido teológico cuando descubrimos, en el videoclub de la esquina, La Profecía. No sé cuántas veces llegamos a alquilarla, fascinados y morbosos, porque allí, en las andanzas paternales de Gregory Peck, se afirmaban los dogmas de nuestra extraña religión: que el diablo campaba a sus anchas por los laberintos del mundo, invulnerable y puñetero, y que tarde o temprano aparecería sobre un monte para declarar el fin de los tiempos, y el inicio de su Reich.  De haber visto La profecía en una pantalla de cine no sé cómo la hubiéramos superado, pero como la alquilábamos los cuatro amigos, y la veíamos en el salón de casa despatarrados por los sofás, nos echábamos unas risas que eran muy liberadoras. Luego poníamos la porno que alquilábamos sin tener la edad legal, y pensábamos que si los curas eran los encargados de condenar todo aquello, tal vez un reinado de las Tinieblas no estaría tan mal después de todo. Si el Anticristo iba a permitir, y hasta fomentar, la participación de los muchachos en aquellas orgías tan excitantes, bienvenido fuera. Las sonrisa diabólica de Damien, al final de la película, también encerraba hermosas promesas.



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¿Qué invadimos ahora?

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Michael Moore, nuestro gordito favorito, en un extraño proceso biológico que quizá tiene que ver con su dieta, o con que los agentes de la CIA lo andan envenenando, ha terminado por convertirse en su abuela de Michigan. Se le ha puesto una pinta rara, con andares bamboleantes, y mucha piel sobrante por la cara, y eso hace que en ¿Qué invadimos ahora? sus advertencias suenen a reprimenda de grandmother americana: que mira qué bien viven los italianos y nosotros con tanto trabajo, o hay que joderse con las escuelas que tienen en Finlandia y nuestros nietos aquí, en el cuchitril, con profesoras que cobran tres dólares y hamburguesas grasientas todos los días en el  menú.

    Los críticos de Michael Moore -que son, para mi indignación, mayoría entre la prensa acreditada- lo tienen muy fácil para zaherirle en esta ocasión: "Moore, el abuelo Cebolleta", y cosas así. Yo entiendo que hay que comer, que la cosa está muy jodida, y que incluso en la prensa progresista nadie habla bien de él por no llevarse una reprimenda del redactor jefe, al que le pagan por predicar las bienaventuranzas del capitalismo. Con Michael Moore, los paniaguados ya ni se molestan en escribir nada nuevo: simplemente cambian el título del documento anterior y firman la crítica como si fuera de ayer mismo. Da grima tener que releerles cada cinco o seis años: que si Moore es un maniqueo, un manipulador, un observador parcial de la realidad... Nos ha jodido. Pues claro. El gordo entrañable tiene una visión ideológica del mundo, y a predicarla dedica su profesión de cineasta; como ellos mismos, al escribir, defienden su ideología conservadora, o fingen defenderla para no terminar en el paro. Aquí cada uno va a lo suyo.

    En ¿Qué invadimos ahora?, Michael Moore se rinde a los encantos del bienestar europeo. O a lo poco que nos queda de él. Ahora que nos parecemos cada vez más a su odiado y amado Estados Unidos, Michael, como un don Quijote con gorrita de béisbol, recorre bandera en ristre los campos de Europa para asombrarse de nuestra calidad de vida, de nuestro espíritu cívico, y en cada nueva aventura vota a bríos que él habrá de llevar tamañas maravillas al otro lado del mar. Moore, por supuesto, no ha puesto el pie en nuestro país, porque de aquí no hay gran cosa que llevarse, y hasta tiene el atrevimiento de dar una gran zancada desde Francia para posarse en Portugal, a estudiar la política nacional contra las drogas, y ningunearnos con sus santos cojones que nos tapan el sol. El sol, el sagrado sol, que es nuestra única gran aportación a la humanidad. Y la paella, y la sangría...


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Mustang

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Para un turco cejijunto de las serranías de Anatolia, no hay mayor desgracia que hacer un pleno de cinco hijas en cinco disparos seminales, y que las cinco, además, por esos designios insondables de Alá, sean de una belleza excepcional, o estén en la promesa de serlo.

    Mientras eran niñas, y en sus cuerpos no habían crecido las tentaciones, las cinco hermanas jugaban alegremente en las playas, en los campos, en la finca familiar, y lo hacían, incluso, con los otros niños del lugar, como si la Turquía profunda formara parte jovial de la Unión Europea. Pero una mala mañana de verano, ay, para celebrar el inicio de las vacaciones, las cinco hermanas se dan un chapuzón en la playa junto a sus compañeros de instituto, y aunque lo hacen vestidas con el uniforme escolar, y eluden cualquier contacto equívoco de las pieles o de los sexos, no pueden impedir que el agua traidora pegue sus camisas a los cuerpos, transparentándolos. Ni que una vecina ociosa, un carcamal de esos que aparecen en cualquier sitio para denunciar los usos de la juventud, lo mismo en Anatolia que en Palencia, le vaya al padre con el cuento de la ignominia. A partir de ahí, Mustang se transformará en un cuento de terror medieval, con damiselas encerradas en la torre que son ofrecidas en matrimonio al mejor postor de los contornos. Una trata de blancas en toda regla. O aún peor, de ganado.

    Uno pensaba, en su ignorancia antropológica, que esta práctica de los matrimonios forzosos ya sólo tenía lugar en la India, en el Asia profunda, o en las islas perdidas del Pacífico, y no aquí al lado, en el vecindario, al otro lado del Bósforo, donde juegan afamados futbolistas y se pasean turistas occidentales con cámaras al cuello, buscando las ruinas griegas, o las cimitarras de Solimán. Pero se ve que no, que en las montañas turcas las mujeres siguen valiendo lo mismo que las cabras o que las vacas, y que aún les queda mucho camino por recorrer, y por reivindicar. 

    Mustang, que como arte tiene un pase entretenido, y como documento un valor incalculable, continúa la larga tradición de películas que te quitan las ganas de viajar a Turquía. A Lawrence de Arabia le daban por el culo en la prisión; al estudiante americano de El expreso de medianoche lo torturaban; a los personajes de Nuri Bilge Ceylan les pueden las melancolías y los fracasos. A Ana Belén, en La pasión turca, también la daban por el culo, y por otros sitios, con tanta fuerza que terminaron desgarrándole el alma. Es ver una película ambientada en Turquía y prepararse uno para lo peor.



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Dos buenos tipos

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En las buddy movies tradicionales, que son esas películas donde una pareja dispareja de detectives resuelve sus casos a tiroteos y a cacharrazos, uno de los policías hace de atildado, de eficiente, de respetuoso con el marco legal, mientras que el otro va a su puta bola y se caga en las normas del régimen interno, y del régimen exterior. El primero suele ir vestido de manera sobria, con traje y corbata, y lustrosos zapatos, mientras que el segundo lleva cualquier camiseta barata y luce barba de varios días de resaca. El detective ejemplar está casado, tiene hijos, vive en una casa que es la envidia del vecindario; el detective conflictivo, por el contrario, para equilibrar el ying con el yang, es un caradura que folla a diestro y siniestro pero malvive en un apartamento de mala muerte, a veces en el mismo barrio donde compran el pan y trafican la marihuana los malotes que habrá de perseguir a continuación.

    Casi treinta años después de Arma letal, Shane Black vuelve a retomar el género de la buddy movie con Dos buenos tipos, pero esta vez, agotada ya la fórmula del contraste, ha decidido que los dos detectives sean igual de tolilis y de desastrados. Las risas que perdemos en el juego de las diferencias las ganamos en el descojone absoluto, en la chapuza laboral, en la ineficacia casi ibérica de las pesquisas. El inconcebible Gosling y el autoparódico Crowe se ven envueltos en un caso de espionaje industrial que está mucho más allá de sus menguadas capacidades, y se pasan la película metiendo la pata y poniendo cara de merluzos ante la adversidad. De hecho, se parecen mucho más a Mortadelo y Filemón que a Mel Gibson y a Danny Glover. Crowe, que es el cerebro menos disfuncional de la pareja, ejerce de Filemón adusto y mandón, mientras que Gosling, que va todo el día fumado o apijotado, es el Mortadelo que repite a todas horas "sí, jefe" y lo va embrollando todo cada vez más. 

    Dos buenos tipos es un cómic muy loco de Ibáñez en el que actúa, de estrella invitada, Sophie, la hija listísima del inspector Gadget, para hacer el trabajo profesional que su padre y el otro colega no son capaces de sobrellevar.



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American Crime. Temporada 1

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Aquí, en la tranquila pedanía del noroeste, no existen los problemas raciales que describe American Crime al otro lado del océano, y de la civilización. Aquí están los bobos del campo de fútbol, eso sí, que hacen uh, uh cuando un jugador de raza negra se apropia del balón, y los chinos del bazar, que te miran con recelo cuando sales de su tienda sin haber comprado nada. Y los nativos con ocho apellidos oriundos, claro, que si has nacido al otro lado del puerto, en las tierras llanas de la estepa, suelen recordarte con recochineo que las condiciones climatológicas del secano nos han privado de algún oligoelemento esencial, de alguna proteína insustituible. Son asuntos feos, innobles, de una cierta mezquindad intelectual, pero que no se resuelven en asaltos a mano armada, ni en manifestaciones reprimidas por la policía. Ni mucho menos en estos pifostios existenciales, prácticamente hamletianos, que traen a mal traer a todos los personajes de American Crime.


    La violencia racial que describe la serie, y que enzarza a caucásicos con negros, y a chicanos legales con espaldas mojadas, es una realidad muy alejada de nuestra experiencia cotidiana. Y sin embargo, las tramas nos interesan, y los personajes nos conmueven, porque hemos crecido con estas mandangas desde que tenemos uso razón, e incluso antes, cuando éramos espectadores inconscientes de lo que veíamos. Tal es así, que cuando aterrizamos en un municipio tan exótico como Modesto, en California, nos sentimos partícipes de la situación. Años y años de ficción norteamericana taladrando nuestros televisores nos han convertido, en cierto modo, en yanquis honoríficos con gorra de béisbol y Budweiser en la mano. El himno de nuestro inconsciente, por muy rojos y muy antiimperialistas que nos pongamos, es el Star-Spangled Banner

    Uno se sienta a ver Cuéntame y a los diez minutos piensa: "Sí: es mi gente, es mi historia, es mi contexto cercano, pero todos estos tipos me importan un comino". Uno, en cambio, se sienta a ver American Crime y piensa: "No es mi gente, no es mi historia, no es un contexto que yo haya vivido, ni que seguramente vaya a vivir, pero no puedo despegarme de la pantalla". Es la fuerza, simplemente, de las cosas bien hechas: de las facturas impecables, de los actores convincentes, de las actrices certeras, de los diálogos bien escritos. Atrapados por la estética, los cinéfilos de este país hemos renunciado al consumo del producto nacional, como sería menester en cualquier patriota bien nacido. 




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Vientos de agua

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Hoy quiero confesar, como cantaba la tonadillera, que he abandonado Vientos de agua en su episodio número seis, como un pecador cualquier de la pradera. Me impele a ello la vergüenza, la baja autoestima del telespectador que quiere ser refinado y termina naufragando en estos productos tan serios y respetables. 

    Vientos de agua es una serie que Tele 5 primero financió, luego maltrató, y finalmente suspendió de su programación, hará cosa de diez años. Hubo muchas protestas, muchas cartas airadas que no conmovieron a los directivos de la cadena. La serie, con el tiempo, tuvo gran éxito en las catacumbas de internet, y en el mercado legal del DVD, y se convirtió en un lugar de culto donde sus feligreses se refocilaban y se vengaban complacidos. Vientos de agua, obviamente, no era una serie para el prime time de la telebasura. Campanella y sus acólitos ofrecían una serie densa, currada, de cinema qualité, que tenía incluso subtítulos en los primeros episodios, cuando los mineros asturianos bableaban entre ellos para picar sus carbones y planear sus revoluciones. Y la audiencia media de la cadena, claro, al primer subtítulo, se piró a Antena 3 para ver un programa basura sin aspiraciones intelectuales.   




    Yo vine a Vientos de agua engañado por un mal razonamiento. Que el espectador medio de Tele 5 rechazara la serie, y que yo, al mismo tiempo, rechazara al espectador medio de Tele 5, no implicaba en absoluto que Vientos de agua y yo fuéramos a congeniar. La historia que vamos a llamar A, la del argentino que deja Buenos Aires para encontrar trabajo en nuestro país, después del corralito, todavía tiene un pase, y un entretenimiento, porque este actor, Eduardo Blanco, con su cara de perrete apaleado por las circunstancias, hace creíble cualquier aventura loca de las que le suceden en Madrid, y mira que son locas, y hasta absurdas algunas. Pero la historia que vamos a llamar B, la de su padre emigrando a Buenos Aires en los tiempos de la Revolución de Asturias, se me hace chicle en la atención, y yo la masco, y la masco, tratando de digerirla, y nunca termino de deglutirla. No sé si es el color sepia de la fotografía, si la pedantería impostada de los diálogos, si el aire permanente de una versión argentina de Amar en tiempos revueltos... Pero al llegar a esa parte de la historia se me desvía la atención, y casa episodio se convierte en una cuesta interminable y fatigosa como las del Tour de Francia. Al sexto repecho, avergonzado de mí mismo, hermanado, sin querer, con la audiencia estándar de Tele 5, he decidido abandonar y que me recoja el camión escoba para que haga conmigo lo que quiera. Yo lo entenderé. 


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