¿Qué fue de Jorge Sanz?
Citas Barcelona
🌟🌟🌟🌟
Salvo en la historia de los sexagenarios y la otra de los aspergers -porque todo el mundo quiere follar y está en su perfecto derecho- en “Citas Barcelona” todos los protagonistas son guays, enrollados, de muy follables para arriba. Aquí el que no es guapo es la mar de simpático o de sensible, y la que no está buena está superbuena y también es la reina de la sonrisa. Nos movemos en la clase alta de las citas por Tinder. Porque sí, queridos amigos, y queridas amigas: en esto, como en todo, también hay clases sociales. Están los que follan cada fin de semana y los que nunca se jalan una rosca. Es el liberalismo económico llevado al terreno de lo sexual, como decía Michel Houellebecq.
Sea como sea, en Barcelona está claro que Tinder funciona. No es como en la España Vacía, o Vaciada, donde vivimos los envidiosos de las dinámicas urbanitas. En Barcelona hay una masa crítica de casi dos millones de habitantes, así que no es complicado encontrar un alma gemela dispuesta a follar por una noche o por una vida. La competencia también es mucha, eso es verdad, proporcional a las oportunidades, pero allí la gente no tiene miedo de conectar y eso crea un flujo muy positivo en el que incluso los gammas y los épsilons encuentran su nicho en el amor. Esa serie no la van a rodar nunca, pero estaría cojonudo que la rodaran: “Citas Barcelona: 3ª División”. Saldrían actores más feos, y actrices más gordas, pero nos identificaríamos mucho más.
“Citas Barcelona” es la tercera temporada de “Cites”, pero la han llamado así porque transcurre en Barcelona y es como un reboot tras siete años de parón. Yo, por desconocimiento, he empezado la serie por aquí mientras veía, en el canal local, “Citas Ponferrada”, que es la versión comarcal del asunto. De momento sólo hay dos episodios, y los dos los protagoniza la única mujer que ha puesto su foto verdadera en el perfil, y no un tiesto, o una gaviota, o un bonito atardecer. Es la única mujer con la que se atreven a quedar los ponferradinos por miedo a encontrarse con un callo malayo. ("¿Citas Malasia...?"). Ya están rodando el tercer episodio y creo que la actriz repite en el papel.
Un novio para mi mujer
🌟🌟🌟
A veces tienes que dejar
a una persona -o hacer todo lo posible para que ella te deje a ti- para
comprender que en el fondo no puedes vivir sin ella. Es una situación terrible, primero porque quedas como un gilipollas, y
segundo porque a veces ya no hay camino de retorno.
En esos casos, el alivio que
sobreviene tiene una duración variable. Puede durar un día, un fin de
semana, un mes de libertades. La soledad reconquistada promete
montes llenos de orégano. Imaginas días enteros a gusto contigo mismo, sin
discutir, o aventuras eróticas que ofrecen sexo sin tener que pagar un peaje espiritual.
Una carnalidad deshumanizada -objetual, que dirían los filósofos- pero muy tranquila
y beneficiosa para los nervios. Nueve de cada diez terapeutas recomendarían sexo sin futuro y pleno de carcajadas. Si eres capaz de
encontrarlo, claro, que está la cosa muy jodida... La vida sin tu pareja puede parecer el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, pero no lo es si de
verdad estabas enamorado y comprendes que has metido la pata hasta el corvejón.
Es lo que le pasa a Diego Martín en “Un novio para mi mujer”, que es exactamente lo mismo que le pasaba a Adrián Suar en la película argentina del mismo nombre, de la que han hecho este remake que apenas aporta nada: solo la presencia de Belén Cuesta, que nos gratifica, y la calvorota de Joaquín Reyes, que nos deja pensativos sobre los estragos de la edad.
Sucede que Diego se precipita, se ofusca, ya no ve otra solución que la ruptura definitiva. Lucía se le ha vuelto insoportable, pesadísima, como un café malo que te jode la digestión desde el desayuno. Su pequeña locura ya no es graciosa, ya no estimula, ya no es la fuente de sorpresas inspiradoras. Su locura se ha vuelto una jodienda continua de manías y reveses, gritos y contradicciones. Lo bueno ya no compensa lo malo, y Diego ha decidido dejar de sufrir.
Lo tiene muy claro, pero apenas tardará unos días en
comprender que su sufrimiento no era tal, sino el precio que había que pagar
por estar junto a ella. Nobody is perfect, y conviene recordarlo.
Sentimental
🌟🌟🌟🌟
No tener sexo es malo
para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan
su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea
posible.
A según qué edades, el no-sexo
es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también
el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la
pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura
indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los
acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la
inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento
filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca
engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos
el declive.
De cualquier modo, lo
peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad,
oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí
una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de
al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”,
decía ella.
Quizá no haya parejas más
tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras
escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al
otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas,
más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro
lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles.
O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama
redonda y acogedora.
De todo esto, y de alguna
cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja
derruida.
Kiki, el amor se hace
🌟🌟🌟🌟
El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa,
o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede
reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el
abuelo de Viena.
La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento,
palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere
concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno
morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires.
Lo cojas por donde lo cojas.
En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir-
teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo
católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para
ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos
llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo
que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal
construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por
supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia
y trampa mortal. Una compañera mía que
estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la
Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta.
Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una
forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como
afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso,
claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura
le gustaba.
No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki,
el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya
no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en
estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de
tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete. “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”,
hubiera gritado al televisor antes de palmar.
La trinchera infinita
Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…
Mira lo que has hecho. Temporada 2
A los que somos bertorromeristas de toda la vida, la primera temporada de Mira lo que has hecho nos pareció el coitus interruptus de su mordacidad. Berto es un tipo que lleva gafotas, que habla con mansedumbre, que sonríe con simpatía casi de misionero, pero en realidad es un destroyer de la comedia, un humorista del lado oscuro de la risa. Pero en Mira lo que has hecho parecía Emilio Aragón ajustándose las gafas en Médico de familia, una versión desleída y tontorrona de sí mismo, un cómico travestido de buenrollista roussoniano.
Humorista de familia parecía aquello de Berto, con cuñados que pululaban, niños que daban por el culo y abueletes que en el trance de morirse se ponían filosóficamente cascarrabias o cascarrábicamente filosóficos. Daba un poco de grima, en cualquier caso. A la primera temporada de Berto sólo le faltaba la criada andaluza y las mil puñaladas publicitarias que le hubiesen asestado en las cadenas privadas. Había un puñado de buenos chistes, claro, porque Berto, diluido, sigue conservando algo de Berto, pero creo recordar que algunos, en la tertulia de los amigos, llegamos a decir que ante esa pastelada de parturientas en ciernes, bebés que lloraban y padres enmierdados entre pañales, nos lo íbamos a pensar dos veces antes de ver la segunda temporada que Movistar + ya anunciaba tras el “éxito” de la primera.
Berto y sus compadres, y sus comadres, se han puesto las pilas en otra comedia más corrosiva, menos complaciente. El embarazo de los mellizos sólo es el mcguffin que sirve para hacer chistes, y sangres, y mordaces crueldades, sobre la crisis de los cuarenta, la masculina y la femenina, ahora que llegan las canas en los cojones, las tetas que desgravitan, las arrugas de Gizeh, la meada a las cuatro de la mañana, la percepción amarga de que continúa la fiesta de la vida, pero que ya estamos jugando la segunda mitad del partido.
El pregón
Andreu Buenafuente y Berto Romero se ganan la vida haciendo chistes entre Madrid y Barcelona, recorriendo un puente que ya es más ferroviario que aéreo, mientras que yo, atado por las circunstancias, nunca salgo de este cuadrante noroeste por donde suelen llegar las borrascas. Nunca hemos sido presentados, y nunca hemos coincidido en los contextos. Sin embargo, yo les considero dos amistades consolidadas, ya veteranas, que llevan años entrando en mi casa con su late night pletórico de gilipolleces, y ahora también con su programa de radio, donde improvisan sus filosofías y desgranan sus vivécdotas, o sus anencias, según tengan el día.
Ocho apellidos catalanes
No tenía intención de ver Ocho apellidos catalanes, y eso que hace semanas que la anuncian a bombo y platillo en el Movistar Plus, a todas horas, como la película imprescindible de nuestras vidas. O casi. Y cuanto más porfiaban ellos, más tozudo me ponía yo. Pero varias amistades de apellidos notables, y de cinefilias contrastadas, me aseguraron que la secuela no era tan mala como la pintaban, y que además salía Berto Romero dando mucho risa. Y me lo decían a la segunda o tercera cerveza, cuando todavía son de criterio fiable, y de memoria fidedigna. Y uno, por los amigos, y por Berto Romero, se presta a lo que haga falta. A Berto le debo muchas risas: él es el señorito Francis del consultorio televisivo, el humorista radiofónico que al lado de Buenafuente filosofa sobre la vida, lanza teorías locas y diserta sobre la mecánica cuántica en la Península Ibérica y alrededores. Berto se merecía, por lo menos, el beneficio de mi duda.