¿Qué he hecho yo para merecer esto?

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"¿Qué he hecho yo para merecer esto?" es el lamento universal de las personas infelices. Lo gritamos aún a sabiendas de que sólo es un desahogo, porque no todo va a ser culpa de los demás, por supuesto, o del capricho del destino. Somos nosotros los que al final erramos el camino, y elegimos las compañías. las muchas y malas y las pocas y buenas. Algo habremos hecho para merecer esto que ahora nos trae por la calle de la amargura. Esto que se atraviesa en la garganta como un hueso, o que se clava en las entrañas como un puñal, y que nos despierta a las seis de la mañana para no dejarnos dormir ya más, en la oscuridad inconsolable del remordimiento. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, nos preguntamos como si fuéramos inocentes del todo, víctimas de un contubernio internacional, o de una conjura de los dioses, aunque sepamos que en los momentos decisivos podríamos haber optado, y quizá, con suerte, haber escapado. 

     "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", se lamenta también Gloria, el ama de casa de la película de Almodóvar. ¿Qué ha hecho ella, en efecto, para merecer esa vida de carencias y desafectos, en la barriada cutre y desangelada de Madrid? Nada, seguramente, diría el filósofo determinista. La desgracia de Gloria es la misma de tantas mujeres de su época: haber nacido mujer, y además pobre. Porque no había otra cosa -para las mujeres de su tiempo, aleccionadas por la familia y sofocadas por la religión- más que acertar en el buen casarse. Ningún mundo más allá del marido, al que se encadenaban como esclavas en un único destino compartido. Hasta que la muerte nos separe... Mujeres que no tenían estudios, porque para qué, o que los habían abandonado para ponerse a fregar los platos, porque qué falta iban a hacer ya los estudios, ya cada una en su cocina. Mujeres que jamás pensaron en trabajar, porque no estaba bien visto, o que si trabajaban, tuvieron que dejarlo para atender a la prole y a la suegra, al cartero y al lechero. Amas de casa que se enfrentaban a la labor maldita de Sísifo cada mañana.

    Así vivía Gloria, en la película de Almodóvar, hasta que un buen día descendió el monolito de Kubrick sobre el barrio de La Concepción, y lo que era un simple hueso jamonero se convirtió en una metáfora de la liberación femenina. Como aquel fémur en el osario de 2001: Una odisea del espacio. Corría el año del Señor de 1984, y las mujeres del barrio ya estaban preparando su revolución.



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Eva al desnudo


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De niño -y de no tan niño- yo estaba enamorado de una vecina que se llamaba Eva. Ella era dos años mayor que yo, preciosa e inalcanzable. Un ángel del Señor perdido en un barrio terrenal de las afueras de León. Yo, a veces, en mis ensoñamientos de platónico aspirante, la imaginaba desnuda en sus quehaceres, pero sólo un poco, lo justito, como a una Venus de Botticelli recién salida de la ostra, para luego no tener que azorarme en su presencia cuando  la cruzaba por las escaleras. Mi amor por Eva era el de un caballero muy respetuoso, casi de los de antes, aunque yo vistiera pantalones cortos y llevara casi siempre manchada la boca de Nocilla.

    Es por eso que años después, cuando en mis primeras cinefilias descubrí que había una película titulada Eva al desnudo, durante un segundo de estúpido cortocircuito, de alborotada confusión, pensé que por fin iba a conocer los secretos de mi amada vecina, esos que yo tanto des-imaginaba para no sucumbir al delirio de lo imposible. Fue un segundo muy loco, muy absurdo, tan largo como una vida y tan corto como un suspiro. Hasta que el rabillo del ojo, en la ilustración que acompañaba el descubrimiento, me mostró que Eva al desnudo era una película viejuna, en blanco y negro, con el rostro picassiano de Bette Davis ocupando casi la carátula completa. Era ella, la divina Bette, la de Bette Davis Eyes que cantaba Kim Carnes, que al final ni siquiera era la Eva del título, ni por supuesto mi vecina de León, la Eva de Botticelli, de la que por entonces ya me separaban muchos kilómetros y muchas vicisitudes.

    Eva al desnudo cuenta la determinación de Eva Harrington por alcanzar la fama sobre las tablas del escenario. Cuenta con la gran ventaja de que sus escrúpulos nunca se activan cuando tiene que mentir, traicionar o apuñalar por la espalda. El fin por encima de cualquier medio. Es el despliegue de una sociópata que nunca conocerá el amor o la amistad porque en realidad tampoco necesita tales sentimientos: sólo como instrumentos para manipular a los demás y seguir progresando en su carrera. Pero hay mucho más, en Eva al desnudo, como en todas las grandes películas que sobreviven al paso del tiempo. El ascenso hacia el estrellato de Eva Harrington sólo es el argumento, el artificio con el que nos entretiene Joseph L. Mankiewicz entre diálogos y sobreentendidos. El gran tema de la película, que ruge por debajo de la trama como el magma que nos sostiene, o como el agua que riega los campos, es el paso del tiempo. El miedo a hacerse mayor. El pavor a la decadencia.





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Loving


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En la Alemania de Hitler, antes de que los ideólogos decidieran asesinarlos en los campos de concentración, los judíos eran "tolerados" en la vida social y económica bajo unas leyes muy restrictivas que tomaron el nombre de la ciudad de Núremberg, que era el enclave histórico donde los nazis montaban su parafernalia anual de banderolas y desfiles marciales.

    Entre otras cosas muy variopintas, las leyes de Núremberg impedían el matrimonio mixto entre arios y judíos, y para que no quedaran muchas dudas al respecto, detallaba, en unos esquemas muy mendelianos, casi como de clase de ciencias naturales, qué era exactamente un judío genético, y dónde empezaba el peligro de contaminación sanguínea y el riesgo de dar con tus huesos en la cárcel si te cruzabas y luego te entrecruzabas con quien no debías.

    Pocos años después, los nazis se embarcaron en una guerra que finalmente no pudieron abarcar.  Entre los vencedores que los juzgaron, había magistrados que vinieron de Estados Unidos para dar un ejemplo de rectitud moral al mundo. De compromiso con el bien y con la libertad. Lo más curioso es que allí, en su país, en los estados del Sur que perdieron la Guerra de Secesión, seguían vigentes las leyes Jim Crow, que en cuestiones de pureza racial poco se diferenciaban de las que habían regido la vida sexual de los judíos europeos. Unas leyes que fueron abolidas en una fecha tan tardía como 1964, casi treinta años después de que los nazis aprobaran las suyas tan parecidas. 

Las leyes Jim Crow eran tan denigrantes que impidieron al matrimonio Loving vivir en su estado natal de Virginia durante diez años, so pena de cárcel, pues ella era negra, y él blanco, y sus tres hijos mulatos eran considerados tres bastardos jurídicos que ofendían la mirada de las gentes de bien. Unas leyes que uno, que presume de lecturas y de cultura, tuvo que consultar de reojo mientras veía la película que nos ocupa, pues dudaba de que tales cosas hubieran existido en un momento tan avanzado de nuestra modernidad. Uno sabía de los asientos del autobús, de los retretes distanciados, de las mesas separadas en los restaurantes... Pero no de la prohibición expresa del matrimonio interracial. Y boquiabierto se quedó. 

    Qué bien han sabido tapar los americanos sus miserias y sus vergüenzas, en esta cinematografía que los vendió al mundo como un modelo a imitar. 



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Yo, Daniel Blake

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El proletariado británico lleva años sufriendo una campaña de difamación en los medios de comunicación. Concretamente desde que Margaret Thatcher decidió que la fiesta se había terminado, y que ya estaba bien de que los trabajadores cobraran sueldos decentes, y luego se echaran a la bartola los fines de semana. Panda de vagos y de vividores... 

    Todo esto lo explica muy bien el periodista Owen Jones en su libro La demonización de la clase obrera. Cada pillastre que cobra irregularmente un subsidio de desempleo, o una pensión por incapacidad laboral, es aireado en la prensa como la enésima confirmación de que todo trabajador esconde en su interior a un pícaro del Siglo de Oro. Y claro, el votante medio se solivianta, y los ancianos conservadores refunfuñan, y los imbéciles toman la excepción por la regla, y cada vez que llegan las elecciones gana un partido político que propone más recortes sociales y darle más estopa al precariado. Que se jodan los parados, como gritó Andrea Fabra en un parlamento que no era precisamente el británico.

    Es por eso que cuando el pobre Daniel Blake, el carpintero sexagenario, se presenta en las oficinas de empleo a buscar un trabajo, o se planta en los negociados de la seguridad social a que le reconozcan su incapacidad, los funcionarios le vuelven loco y le ponen mil trabas burocráticas. O le obligan a cumplir los trámites por internet para no verle más la jeta y no tener que pasar por el mal trago de denegárselo todo "in person". 
    
    El sistema no es caótico, ni kafkiano, como pudiera pensarse en una primera lectura. Daniel Blake no es un Josef K. perdido en los vericuetos británicos del siglo XXI. El sistema está perfectamente diseñado para disuadir al solicitante: para aburrirlo, marearlo, desesperarlo en su empeño. Conseguir que el Estado se ahorre unos buenos dineros que luego gastará en cualquier otra gilipollez. En cualquier cosa menos en ayudar a estos jetas que se aprovechan del contribuyente. Pero estos jetas, como bien explica Owen Jones en su libro, sólo se llevan el chocolate del loro. Las migajas del presupuesto. Pero qué bien les vienen, a los gobernantes, para demonizar a todos los  currantes sin recursos. A los obreros honrados como Daniel Blake. 



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El fin de la comedia. Temporada 2

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Dos años después de sus primeras andanzas en El fin de la comedia, el ingenioso cómico don Ignatius de las Canarias sigue paseando sus miserias por los barrios antiguos de Madrid. Mientraseste espectador que lo sigue devotamente sigue más o menos como estaba, y lleva la misma vida triste e insustancial de las provincias, él, Juan Ignacio Delgado, vive una edad de oro profesional con los programas de la radio y las colaboraciones en la tele. Los garitos nocturnos, además, al calorcillo de su fama, se llenan de mujeres curiosas y de jovencitos confusos que esperan expectantes su último exabrupto, su última ocurrencia destroyer que habrá de escandalizar a los tirios y de ofender a los troyanos. Y entre medias un ¡all right!, y un grito sordo, y un ¡UPyD, UPyD! coreado a voz en grito, que son las marcas registradas de la loca comedia de  Farray. O de su poscomedia, como él la llama.






    En la vida personal, sin embargo, el personaje de Ignatius Farray en El fin de la comedia -que es una mezcla ignota de verdades y ficciones- es un pobre hombre que no levanta cabeza. Su personaje padece esa maldición bíblica -o gitana, o malaya, vaya usted a saber- que muchos otros también sufrimos: la de tener un aspecto físico que no se corresponde con nuestro verdadero yo. A uno, por ejemplo, se le ha quedado con los años una pinta de sacerdote cebón que nada tiene que ver con el espíritu libertino y revolucionario que vive preso en el interior. La gente ve mis gafas, mi papada, mi gesto a medio camino entre la seriedad y la mansedumbre, y cree que en cualquier momento voy a sacar la Biblia de un bolsillo para consultar un versículo arcano y predicar la palabra de Dios. Y los hombres no me llaman, claro, y las mujeres me rehúyen, y uno, desbaratado por el equívoco, sigue apoltronado en el sofá mientras los deportes transcurren lánguidamente en el televisor.

    El Ignatius Farray de la ficción parece un tipo sacado de un sanatorio mental, de una institución de gente poco normal que a veces se deja las puertas abiertas. Y los conciudadanos, claro, se inquietan con su contacto, y él se turba con la timidez, y al final, en un despropósito de consecuencias funestas, El fin de la comedia resulta ser una sucesión de absurdos que serían de mucho reír si uno no se compadeciera casi maternalmente por el personaje. El Ignatius Farray ficticio sólo es un osito de peluche con apariencia de grizzly que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Un incomprendido de la vida que sólo quiere vivir sin molestar: ganar dinericos, conquistar mujeres, hacer favores a los vecinos. No contaminar demasiado. Pasar muchas horas con su hija pequeña. Un poco como la buena gente que sigue la serie y se reconoce en él, y se descojona con sus andanzas.

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Eyes Wide Shut

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El protagonista de Ampliación del campo de batalla -la novela de Michel Houellebecq- sostenía que el matrimonio se instituyó para que las personas insustanciales, sin atractivos que atraigan las miradas ni estremezcan los deseos, se ahorren la humillación de buscar una pareja sexual cada vez que aprieta el deseo. El matrimonio sería la institución benéfica que recoge todos estos corazones rotos y los aloja en habitaciones compartidas. El seguro de hogar de una cama caliente. La rendición de quien ya perdió para siempre las ganas de probar suerte. La paz del espíritu que se conforma con su destino y se aviene con lo que hay.

    Así decía, más o menos, el personaje torturado de Michel Houellebecq, que dejaba en el aire una pregunta sin responder: ¿por qué se casan, entonces, los hombres apuestos y las mujeres hermosas? A ellos no les cuesta nada satisfacer sus anhelos de compañía. Sólo tienen que acicalarse, salir a la calle, dejarse caer por los lugares frecuentados y fijar la mirada en un objeto de deseo. Acercarse, charlar, insinuarse. Probar suerte -como mucho- dos o tres veces antes de que una pieza disponible caiga abatida. No necesitan contratar un seguro sexual que les cobije en el fracaso. Porque ellos nunca fracasan. 

    ¿Por qué, entonces, terminan casándose? Eso es lo que también se pregunta el madurito que baila con Nicole Kidman al principio de Eyes Wide Shut. ¿Por qué querría estar casada una mujer tan bella como usted, que puede conseguir a cualquier hombre en esta fiesta o en cualquier otra? Y Nicole, que se presta y no se presta al juego de la seducción, sonríe con malignidad de gata instruida. La pregunta del galán ha calado en su conciencia. Vuelve a recordar que es una mujer con anillo en el dedo, sí, pero sumamente deseable para el resto de los hombres. 

    Mientras tanto, al otro lado del inmenso hall, su marido, que también es un hombre guapo que concita miradas de deseo, tontea con dos jovencitas que se lo quieren llevar al huerto del fornicio. Al final del arco iris, dicen ellas, tan resaladas... Su esposa le ha descubierto, y al llegar a casa, aunque ambos sólo han pecado de pensamiento y no de obra, se desata la guerra de celos. Su matrimonio se tambalea. Son demasiado guapos, demasiado interesantes para no soñar con otras oportunidades. Con nuevas parejas sexuales que aviven las llamas apagadas. Ellos se quieren y se desean. Se respetan, y se siguen guardando fidelidad. Pero sólo tienen que chascar los dedos...



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El luchador

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Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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Neruda

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Llega la noche, pero a duras penas, casi arrastrándose, porque las horas pasan con lentitud funeraria en los días del no soportarse. La película de hoy es Neruda, y siento un gran alivio cuando leo al comenzar que su director es Pablo Larraín, un curandero chileno con el que no suelo equivocarme en estos remedios. No lo hice en No, ni en El club, ni en Jackie, así que no tengo motivos para desconfiar de su sabiduría. Con la película en marcha ya no será mi vida -devastada, estúpida, otra vez sin norte y sin sur- la que ocupe el pensamiento como una tinta negra que se derrama. Que cala hacia abajo como una gotera de mierda y anega la garganta, y revuelve el estómago, y descompone las entrañas. 

    Me sentía sucio y enfermo, antes de que la película empezara. Y me sentiré igual, cuando termine. Pero ahora, afortunadamente, gracias a la magia del cine, dejaré de ser yo durante un rato, el rey Antimidas de Frigia del Sur, y me encarnaré en Pablo Neruda, el poeta, el político, el bon vivant comunista, porque el cine tiene estos milagros, y uno se transfigura en el personaje que aparece en pantalla para olvidar. El cine es la terapia cotidiana donde yo me escondo y me rehúyo. El esclavo que me recuerda que soy mortal cuando llegan los días contados de la felicidad, y necesito bajar al suelo para recordar que esa sensación será fugaz y traidora.

    Empieza la película y sigo con interés las primeras andanzas de Pablo Neruda. Lo encontramos en 1948, cuando era diputado del Partido Comunista y tenía que vérselas con un gobierno que quería ilegalizarlos, exiliarlos, meterlos en la cárcel para que dejaran de joder la marrana con la igualdad y la justicia. Neruda se enfrenta a los senadores, se reúne con el presidente, se entrevistas con las fuerzas vivas de su partido. Participa en francachelas con bailes de disfraces y lecturas de poemas. La película es rara, difusa, algo cansina, con un personaje -el policía que encarna Gael García Bernal- que no termino de entender si es real o inventado. No sé si conversa con los demás o si estamos escuchando su pensamiento. La voz en off me confunde. Neruda no me atrapa, no me cobija, y en un momento determinado vuelvo a emerger a la superficie dando bocanadas de miedo. Vuelvo a ser un pez acojonado que se ahoga y se repudia. Miro el reloj: es muy pronto, demasiado. No son ni las doce de la noche y en realidad me había quedado dormido en el sofá. Mientras Neruda se exiliaba a través de los desiertos y las montañas, yo había renunciado a seguirle, y estaba otra vez con lo mío, con mis cuitas, tan prosaicas y dolorosas, nada que ver con el sufrimiento de los poetas y su poesía.




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