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Ser joven, ser guapo y
vivir en París es ganar el Premio Gordo en la lotería de la sexualidad. La fórmula
perfecta para vivir de cama en cama y de flor en flor. Cuando en la Ciudad del
Amor se juntan la belleza del cuerpo y el esplendor en la hierba, pasan cosas tan
epicúreas como las que suceden en “París, distrito 13”,
que en el vernáculo francés se titula “Les Olympiades”.
Les Olympiades es un
barrio modesto, alejado del centro de la ciudad, pero el influjo erótico de París
llega hasta el último confín de su ayuntamiento. De sus ayuntamientos... A
veces, cuando sopla el viento del Norte, el perfume de París trasciende los
límites administrativos y se expande por el resto de la nación, llegando
incluso a traspasar los Pirineos en días muy festivos y señalados. Es la ola
del amor, que a veces coincide con la ola del calor. Cuando ambas se juntan todo
es sudor y dificultad para dormir. No son los niños los que vienen de París,
sino el influjo de procrearlos. O de fingir que se procrean.
En el prólogo de
“Justine”, Lawrence Durrell rescataba una famosa frase del abuelo Sigmund: “Todo
acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Y aquí, en la
película de Jacques Audiard, se entremezclan tantos cuerpos sucesivos o
paralelos a la hora de follar, digitales o carnales, que la cifra se nos queda muy corta para
explicar la cacofonía de órganos y sentimientos.
Michel
Houellebecq afirmaba en una novela -también ambientada en París- que en todas la relaciones serias hay que acostarse la
primera noche. Y yo lo suscribo. Pero eso no quiere decir que acostarse la
primera noche signifique tener ya una relación seria. El tiempo dirá... Y de eso va, por ir resumiendo,
“París, distrito 13”: de una pareja de jovenzuelos que la primera noche
descubren algo diferente a todo lo anterior, pero no aciertan a definirlo
porque están acostumbrados a que el sexo es como las fiestas de los amigos: hoy
en tu casa, mañana en la mía y pasado a saber dónde.
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