Un profeta
De latir, mi corazón se ha parado
El protagonista de la
película es un mafioso que trabaja en el sector inmobiliario. Pero no estoy
hablando de Donald Trump, sino de Thomas Seyr, un macarra que se dedica a dar
patadas y puñetazos a los okupas africanos. Thomas no es racista y no hace distingos
entre magrebíes y subsaharianos. Si la cosa se pone fea les trata a todos por
igual y no duda en soltar mamporros con el bate o en dar pequeños navajazos que
acojonen de verdad.
Thomas Seyr es un matón
eficiente, reconocido por compañeros y rivales. Su jefe le paga mucho dinero
por despejar en un santiamén los edificios con los que luego especulará. Entre
las hostias de Thomas y los precios del alquiler existe toda una cadena de
delincuentes amparados por la ley
Ésta podría ser otra
película de bajos fondos si no fuera porque el verdadero deseo de Thomas Seyr
es convertirse en virtuoso del piano. “De latir mi corazón se ha parado” cuenta
la historia de un hombre cuya vocación no tiene nada que ver con su trabajo. Es
el mal que aqueja al 95% de la población. Quizá empiecen por ahí, y no por
otras sociologías secundarias, los males que nos aquejan y nos deprimen: la
frustración y la neurosis. La insatisfacción que todo lo impregna y lo ensucia.
El ir tirando hasta que te das cuenta de que ya vives atrapado.
No es difícil reconocerse
en el personaje de Thomas Seyr. Lo único que hace Jacques Audiard es jugar con
dos estados de la materia muy alejados por lo común: un corazón de piedra
cuando golpea las cabezas y un corazón de carne cuando acaricia las teclas. Yo
mismo, sin ser un maleante, o al menos no uno peligroso, trabajo en una
vocación imperfecta que cambiaría sin dudar por otra más sentida y verdadera.
Daría un dedo inservible por una vida de artista que me llevara muy lejos de
aquí. Pero me pasa lo mismo que a Thomas: que no hay talento. Sí, quizá, una
intención, un algo, una insistencia más borrega que humanizada. Un empujón a
destiempo de alguna voz autorizada. Nada, en definitiva. Sueños y nada más. El
cepo está cerrado pero la nevera rebosa de alimentos.
Emilia Pérez
🌟🌟🌟🌟
Don Pantuflo Zapatilla, el padre de Zipi y Zape, repetía mucho la palabra “inefable” cuando veía algo tan insólito que no podía definirse. Leyendo los cómics de Bruguera aprendimos varias palabrejas que ya están a punto de extinguirse. La única persona que las utiliza sin parecer ya un cursi o un gilipollas es Javier Pérez Andújar, mi cuate de Sant Adrià, cuando recuerda aquellos tiempos de rodillas siempre desolladas por culpa del fútbol callejero o de la exploración de descampados.
Imaginar a don Pantuflo Zapatilla viendo una película como “Emilia Pérez” puede causar serios cortocircuitos en las neuronas. No es sólo el abismo entre dos ficciones tan alejadas y surrealistas: es también el salto generacional, el tránsito como de siglos o de civilizaciones. Lo mucho que hemos cambiado -y que nos han hecho cambiar- desde que leíamos el “Pulgarcito” con un bollo de pan y una onza de chocolate.
“Emilia Pérez” es incluso demasiado moderna para los tiempos que corren. Es tan arriesgada, tan loca, tan demencialmente “inefable”, que sólo los años nos dirán si al final era una genialidad maravillosa o una ocurrencia condenada a la risión y a su pase por la CutreCon. Es una película trans, sí, pero más bien trans-histórica, o trans-opiácea, el desafío consciente y provocador a los algoritmos que tiranizan nuestros destinos. Las polémicas wokes o antiwokes no son más que ruido de fondo y despistan la atención.
“Emilia Pérez” hay que verla para creérsela. No hay otra, porque contada pierde mucho. A mí ya me mataba la curiosidad y por eso la descargué en una versión cojonuda pero sin subtítulos. Al cine ni loco, vamos, con esos móviles como Gusiluces y esos bocazas como gascones. Menos mal que el inglés de la película es más bien escaso y macarrónico. La película ni me ha gustado ni me ha disgustado. No sabría decir. “Emilia Pérez” no juega en esa dicotomía. Es otra cosa... La faena es ponerse ahora a recomendarla: a ver cómo la vendes, cómo la explicas, cómo te la explicas a ti mismo. Es tan rara que a la actriz principal la quieren llevar a los premios como actriz secundaria, y viceversa. Un sindiós.
París, distrito 13
🌟🌟🌟🌟
Ser joven, ser guapo y
vivir en París es ganar el Premio Gordo en la lotería de la sexualidad. La fórmula
perfecta para vivir de cama en cama y de flor en flor. Cuando en la Ciudad del
Amor se juntan la belleza del cuerpo y el esplendor en la hierba, pasan cosas tan
epicúreas como las que suceden en “París, distrito 13”,
que en el vernáculo francés se titula “Les Olympiades”.
Les Olympiades es un
barrio modesto, alejado del centro de la ciudad, pero el influjo erótico de París
llega hasta el último confín de su ayuntamiento. De sus ayuntamientos... A
veces, cuando sopla el viento del Norte, el perfume de París trasciende los
límites administrativos y se expande por el resto de la nación, llegando
incluso a traspasar los Pirineos en días muy festivos y señalados. Es la ola
del amor, que a veces coincide con la ola del calor. Cuando ambas se juntan todo
es sudor y dificultad para dormir. No son los niños los que vienen de París,
sino el influjo de procrearlos. O de fingir que se procrean.
En el prólogo de
“Justine”, Lawrence Durrell rescataba una famosa frase del abuelo Sigmund: “Todo
acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Y aquí, en la
película de Jacques Audiard, se entremezclan tantos cuerpos sucesivos o
paralelos a la hora de follar, digitales o carnales, que la cifra se nos queda muy corta para
explicar la cacofonía de órganos y sentimientos.
Michel
Houellebecq afirmaba en una novela -también ambientada en París- que en todas la relaciones serias hay que acostarse la
primera noche. Y yo lo suscribo. Pero eso no quiere decir que acostarse la
primera noche signifique tener ya una relación seria. El tiempo dirá... Y de eso va, por ir resumiendo,
“París, distrito 13”: de una pareja de jovenzuelos que la primera noche
descubren algo diferente a todo lo anterior, pero no aciertan a definirlo
porque están acostumbrados a que el sexo es como las fiestas de los amigos: hoy
en tu casa, mañana en la mía y pasado a saber dónde.
Los hermanos Sisters
El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia.
De óxido y hueso
Siempre hay un roto para un descosido, decía mi abuela cuando se hablaba de que fulano de tal había conocido a mengana de cual, dentro de la familia, o en el vecindario, o en alguna película que pasaban por la tele los sábados por la tarde, que era el día que ella venía a visitarnos para darnos su propina misérrima -que apenas daba para comprar un sobre de cromos- y para enseñarnos las cosas de la vida a golpe de refrán y de dicho popular, que lo mismo servían para afirmar una cosa que la contraria, según el talante del momento, y el destinatario de la sabiduría.
Dheepan
De vez en cuando, acuciado por la vagancia de no preparar la cena, me dejo caer por los restaurantes orientales del Pakistán y alrededores. Hay un tugurio, en concreto, en esta capital de Invernalia, donde preparan un kebab que es una obra de arte de la glotonería. Me río yo, del masterchef o del chefmaster, de sus perejiles y de sus vinagres reducidos, mientras sostengo uno de esos prodigios entre las manos, conteniendo a duras penas el relleno que se escurre entre los panes, como en una cornucopia rebosante. Tras el atracón viene el sentimiento de culpa, y el juramento de no volver a repetir, vigilado como estoy por un médico que lo sabe todo sobre mi colesterol. Pero al cabo de un mes me puede el nervio, y la gula, y regreso a la escena del crimen con la cabeza gacha y la cara medio escondida, para que ningún conocido me reconozca. Como quien entra en un puticlub, o en una agrupación del Partido Popular.
Hoy, cenando sopa de fideos y fruta multicolor, he vuelto a pensar en mis viejos amigos. Y no por el hambre canina –que también- sino porque estaba viendo Dheepan, la última película de Jacques Audiard. Dheepan es un exiliado tamil que huye de la guerra en Sri Lanka, y que encuentra asilo político, y trabajo precario, en un arrabal conflictivo de París. Huyendo de las balas de su tierra, se encontró con las balas francesas del narcotráfico pandillero, que se disputa los edificios como en un episodio de The Wire. Dheepan es un tipo duro que no se deja pisar por nadie. Podría escurrir el bulto y hacerse pasar por un anónimo trabajador que sólo quiere el permiso de residencia. Pero a Dheepan le bullen las entrañas: es un justiciero de barriada, un Charles Bronson bengalí. Se parece mucho, en el físico, al hombre que aquí en Invernalia rellena mis kebabs de la muerte. Ése al que siempre le digo que ponga un poco de picante, y que añada un poco más de cebolla. La próxima vez que le vea casi estoy romper el hielo, y por entablar conversación. A ver qué me cuenta.
Un héroe muy discreto
Veo, por la noche, después de una agotadora jornada de fútbol en el sofá, Un héroe muy discreto, película del aclamadísimo -al menos en este diario- director francés Jacques Audiard.







