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“A real pain” es una road movie en la que ambos personajes, cuando regresan a casa, siguen siendo exactamente las mismas personas, lo que, en puridad, atenta contra las normas del subgénero. Una road movie canónica exigiría que los viajeros regresaran cambiados por dentro y si puede ser para bien: conversos a alguna religión o imbuidos de humanismo. Más amigos de sus amigos o preocupados al fin por el cambio climático.
La vida real, sin embargo, se parece mucho más a esta película, y por eso me gusta mucho “A real pain”. El asombro, el descubrimiento, el golpe de realidad..., mientras viajamos podemos llegar a sentir que la vida queda suspendida y nosotros aplazados; que hemos integrado nuevas certezas sobre la gran miseria o la mísera felicidad. Pero todo eso apenas sobrevive unas horas o unos días al aterrizaje de regreso. Nadie cambia por viajar a Irlanda en vacaciones o por seguir la ruta 66 de las películas. Por visitar, incluso, como hacen estos dos primos de la película, el campo de concentración nazi del que escapó su abuela polaca. La impresión puede ser brutal, causarte un “dolor real”, pero en todo caso servirá para reafirmar lo que ya pensabas sobre la dualidad de las personas. Y si encuentras algo nuevo y transformador es porque ya lo buscabas con ahínco.
Recuerdo que mi madre y yo fuimos una vez a Valderas, a la Tierra de Campos, a ver lo que quedaba de las antiguas posesiones de mi abuelo. Es decir: la casucha y la huerta. Estábamos de paso, en las fiestas de un pueblo cercano, y un amigo nos acercó en su coche como si fuera el taxista de la película. A mi madre y a mí, como a los dos primos de “A real pain”, también nos cambió el destino una guerra devastadora y todo lo que vino después. En nuestro caso no el Holocausto, pero sí las rencillas, el año del hambre, el éxodo rural... Ante la casa -de adobe y ya en ruinas- nosotros también nos quedamos un poco como Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en la película: con cara de tontos, esperando una revelación luminosa que al final no se produjo.
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