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Estamos tan acostumbrados a ver gente guapa por la tele que cuando salimos a la vida y descubrimos a una mujer bellísima, o a un hombre muy atractivo, creemos, durante un segundo de confusión, que estamos ante otra ficción de las plataformas. Atrapados en un universo sin salida. En una serie dentro de otra serie, como en esa metáfora tan manida de las muñecas rusas. Descubrir la belleza en la vida cotidiana es como viajar a otra dimensión sin necesidad de usar el mando a distancia. Y sin pagar, además, otra cuota mensual a las ya muchas que se acumulan.
Del mismo modo, cuando en las ficciones nos encontramos con gente tan fea como nosotros –y los personajes de “Somebody Somewhere” son feos de cojones- pensamos por un instante que hemos vuelto a esa vida cotidiana donde los infortunados genéticos somos mayoría en el ecosistema y deslucimos bastante la nota media del Paraíso. En mi caso heterosexual y heteronormativo, una mujer bellísima pero real es como una película en movimiento; en cambio, una mujer sin atractivos pero ficticia es como mirar por la ventana en lugar de asomarme al televisor. Son -con perdón, entiéndaseme bien- las gallinas que entran por las que salen.
“Somebody Somewhere” produce en los espectadores menos sofisticados como yo ese efecto pernicioso de no estar viendo una serie de la tele, sino de haberte teletransportado a las llanuras de Kansas para vivir entre personas reales, tangibles, tan parecidas a uno que casi te da grima hasta mirarlas. Los personajes de la serie son vulnerables, simplones, escasos de belleza, se sienten fuera de contexto pero no tienen más remedio que vivir muy lejos de los epicentros. Es una sensación muy contradictoria, porque habla muy bien de la serie pero al mismo tiempo te entran muchas ganas de abandonarla. Para eso, insisto, ya tengo la ventana.
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