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Pepe Carvalho

🌟🌟🌟


A falta de las descripciones físicas que Vázquez Montalbán nunca nos ofreció en sus novelas -o que sí ofreció, pero yo preferí olvidar- Pepe Carvalho siempre será para mí Eusebio Poncela: el cuerpo chupado, la sonrisa cínica, los ojos entre bonitos y pendencieros. La intersección exacta entre el garante de la ley y el que se cisca en la legislación cuando le conviene. Gafas de sol en verano y chupa al hombro en primavera. Y en invierno igual, porque Pepe Carvalho, entrenado en los campos más secretos de la CIA, no siente ni frío ni calor: sólo el hambre de comer, y el apetito de lo sexual. Y las ganas de dar po’l culo cuando alguien se entromete en su rutina.

Siendo el álter ego de Vázquez Montalbán, uno debería imaginarse a Pepe Carvalho más bien chaparro, barrigón, con calva incipiente y gafotas de intelectual. Pero no pega con el personaje, sobre todo cuando tiene que salir por piernas o conquistar a la mujer más guapa de la aventura. Y no es por despreciar a don Manuel, que yo le tengo en un altar. Pero cuando leo sus novelas me sale la cara de don Eusebio. Ha habido varios Pepes Carvalhos en el cine y en la tele; alguno tan exótico como Patxi Andión, que lo mismo te hacía una canción protesta que se casaba con una miss Universo para luego ningunearla. Pero la serie viejuna de Adolfo Aristarain -tan viejuna que solo se puede ver en RTVE Play y además en muy baja definición, un 480p que ya sólo se ve en los vídeos más cutres del PornHub- es la que nos dejó marcada a los carvalhistas de mi generación. 

En 1986, año de estreno de "Pepe Carvalho", ya no existían los dos rombos que TVE colocaba en la pantalla para advertir que a continuación venía una ración violencia malsana o un par de tetas americanas la mar de bonitas. Ancha era Castilla, pues, y también mi León materno, así que aproveché la libertad recién otorgada por los socialistas para conocer al personaje mucho antes de leerlo. 

Tenía un recuerdo muy lejano de la serie, tan lejano como 51 menos 14, que son 37. Y hubiera preferido quedarme con ese recuerdo, la verdad. 1986 no era, desde luego, la Edad de Oro de la televisión. De "Pepe Carvalho" sólo queda la nostalgia, la curiosidad, la veneración por el personaje y por el autor de su andanzas.





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Martín (Hache)

🌟🌟🌟🌟🌟 


“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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Tiempo de revancha

🌟🌟🌟

En las películas de Adolfo Aristarain, cuando aparece la empresa Tulsaco jodiendo la marrana, es que sus personajes –casi siempre Federico Luppi y su señora- están a punto de perder lo que tenían. O la empresa provoca su ruina cuando ya iban sacando la cabeza, o certifica que su vida pequeñoburguesa se ha terminado por culpa de la crisis mundial, o de la cíclica, o del corralito, que los argentinos, pobrecitos, las han sufrido de todos los colores en las últimas décadas.

    En Un lugar en el mundo, Tulsaco era la empresa que se cargaba el trabajo de aquellas gentes que hacían socialismo agropecuario en la Pampa; y en Lugares comunes, era la inmobiliaria que vendía la casa de Fernando y Lily para rubricar su caída a los infiernos de la clase depauperada. Este ingenioso ardid de usar el mismo logo para perpetrar latrocinios diferentes -¿o se trata, quizá, de un holding florentiniano que abarca mil actividades?- empezaba en Tiempo de revancha, en los páramos picapedreros donde Tulsaco era la empresa minera que fingía sacar cobre para atraer inversores, y que, para hacer un poco de paripé, y presentarse como una industria seria del sector, se cargaba un obrero de vez en cuando en explosiones muy poco controladas con condiciones mínimas de seguridad.

    Tulsaco es la encarnación del Mal empresarial. La SPECTRE de James Bond. La Federación de Comercio de la galaxia lejana. El juguete simbólico y vitriólico de Adolfo Aristarain, que tiene registrado ese nombre para que ninguna empresa verdadera pueda utilizarlo. Pero si Tulsaco representa a los gigantes malvados, Federico Luppi, en las películas, es el Quijote muy cuerdo que se enfrenta a ellos lanzado al galope. No sé si son las canas, o la voz, o la presencia, o la conjunción serena y a la vez desafiante de estos atributos, pero los personajes de Luppi hablan, o actúan –o se expresan a través de la lengua de signos, como en Tiempo de revancha- y uno queda prendado de su triste y  combativa figura, aunque sea de un modo no-sexual. No, al menos, en mi caso. Más bien de un modo bolchevique, tocacojones, idealista hasta casi la inocencia.


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Lugares comunes

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Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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Últimos días de la víctima

🌟🌟🌟

Emperrado en la tarea de completar mis círculos imperfectos, veo -o más bien malveo- Últimos días de la víctima, una película  de Adolfo Aristarain. Y digo malveo porque la única copia que ofrece internet es una versión sacada de un VHS casero, con imagen borrosa y sonido lamentable. Millones de hispanohablantes aficionados al cine no han sido capaces, en años, de colgar en la red una versión más apañada. Y es extraño, porque por muy vieja que sea la película, se trata de Adolfo Aristarain, ya digo, y de Federico Luppi, dos pesos pesados a ambos lados del Atlántico. Así que uno, a pesar del cabreo, debe dar las gracias a este inspirado fulano -o fulana- que un buen día decidió que su cochambrosa grabación podía serle útil a alguien.

Últimos días de la víctima es un thriller patagónico que no consigue emular la atmósfera que sí crean sus primos californianos, aunque Luppi, como siempre, se deje el bigote en el intento. Pero debo de ser su único espectador defraudado, porque las opiniones en internet son todo loas y alabanzas. El que menos, la pone de magistral y de thriller modélico. ¡Su guión lo firmaría el mismísimo Borges, o el mismísimo Kafka!, claman los más entusiastas. Y yo, ante tal torrente de simpatía, me siento como un estúpido en mitad de la multitud, a solas con mi hosca opinión, que es la mía, faltaría más, pero en la que es evidente que algo no funciona. Algo me he perdido que los demás opinantes, todos de muy alta prosapia, sí han visto en Últimos días de la víctima: un tono, una alegoría, un magisterio. En las otras películas de Aristarain yo era uno más con la masa, que aplaudía casi unánime. Pero ahora vuelvo a ser el Jeremíah Johnson de las estribaciones cantábricas. Vuelvo a ser el cegarato de la platea, el despistado de lo artístico, el más estúpido de los espectadores. Tendría que volver a verla, para deshacer este equívoco. Repasarla con otra atención, con otra actitud, más sentado que tumbado, más despierto que somnoliento. 

Pero para verla de nuevo tendría que volver a descargarla, pues la he borrado del disco duro en un arrebato de decepción. Otra vez el tiempo infinito de la descarga, otra vez la imagen pésima y el sonido cochambroso…




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