Los ricos demuestran que son ricos de verdad cuando encienden
los puros con billetes de veinte euros. Ahí es cuando uno dice: “¡Hostia!, a éste
le sobra”, y el rico sonríe complacido, encantado con el efecto. Dicho esto, la
verdad es que yo nunca he visto a nadie quemar así un billete, pero creo que se
me entiende la metáfora. Los ricos dispendian, malgastan el dinero en
gilipolleces. Es lo que llamamos lujos, o caprichos, que los pobres sólo nos
permitimos de vez en cuando, y siempre, en algún lugar de la conciencia, con
gran dolor de corazón. El pobre que se deja una pasta en una joya excesiva, o en
una cena deconstruida, o en un hotel con grifería de plata y hostias en vinagre,
y no nota que se le encoge el estómago de vez en cuando, es que no es un pobre
de verdad.
Del mismo modo, los guapos y las guapas, que son ricos en
amores, demuestran su estatus social quemando romances como el que se fuma un cigarrillo
detrás de otro. Los guapos, por ejemplo, conquistan sin esfuerzo a mujeres por
las que nosotros, los feos, venderíamos nuestro alma al diablo, y el alma de
nuestros hijos, si fuera menester. Y sin embargo, a la dos semanas, o a los dos
años, las dejan tiradas por otras que a veces no es que valgan más, sino que,
simplemente, son distintas, nuevas, emocionantes, para que se vea que a ellos
les basta con un chasquido de dedos para convocar el amor, como los ricos al
dinero.
Ya no somos dos es una película de guapos y guapas que
ya llevan demasiado tiempo emparejadas, sin hacer demostración de sus atractivos
irresistibles, así que se lanzan al adulterio, al cortejo cruzado, a la milonga
de “vengo de trabajar” cuando en realidad vienen con los bajos ya recalentados para
la cena. La gracia de la película es que aquí, como todo el mundo está en el
estatus, y todo el mundo sale a la calle y folla sin mayor esfuerzo, todo el
mundo se perdona y se comprende, y en el fondo se reconocen miembros de una
misma clase social, empoderada y muy satisfecha.
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