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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no
lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de
televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas
sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan
a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que
nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse
de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.
A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los
highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que
es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia
niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal
de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida
real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la
encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas
además.
Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la
trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por
ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un
daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar
de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío
más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de
su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.
Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”,
que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero
nobles, feúchos pero monógamos, quizá
pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos
transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o
temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros,
pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev
Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y
se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.
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