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Los aitas

🌟🌟🌟


En las películas está de moda reírse de nosotros. De los hombres, digo. Pero es mejor esto que lo otro: tratarnos como violadores en acto o en potencia. Pam dixit y las cineastas más desatadas enarbolaron la bandera.

Borja Cobeaga también se ha subido al tren de la bruja para atizarnos con su escoba. Ahora mismo es lo que vende y hay que alimentar a las familias. Sobre todo si te presta apoyo financiero Movistar +, que es esa plataforma esquizofrénica a la que yo vivo abonado desde tiempos inmemoriales: por un lado miman al hombre con su oferta de fútbol y por otro lado le ponen a parir -precisamente por ver fútbol- en las series más vistas por las mujeres. Es lo que mi abuela llamaba estar con Dios y con el Diablo. 

Cobeaga, al menos, nos atiza un poco de mentira, un poco en plan cachete admonitorio, y no como aquellas brujas de la feria de León que te daban unas hostias de campeonato. El truco de “Los aitas” -el recurso que la convierte en una comedia amable de hombres inútiles pero con buen corazón - consiste en retrotraer nuestra inutilidad y nuestra escasa competencia emocional al año del Señor de 1989. Es decir: recordar la charca primordial de la que venimos. 

En el año 2025 estos hombres de "Los aitas" estarían perseguidos por la ley, pero en 1989 eran el pan nuestro de cada día: viejas masculinidades que nunca bajaban la tapa del váter, no sabían preparar un bocadillo, jamás veían una  competición de gimnasia rítmica y pensaban que si su hijo no jugaba al fútbol es que les había salido maricón perdido. Hombres que hablaban mal de las mujeres que bebían alcohol cuando ellos mismos se pasaban media vida en la tasca y la otra media planeando cómo llegar hasta ella.

De esos hombres venimos y está bien que lo recordemos así, de un modo crítico, pero benigno, porque así eran muchos de nuestros padres y la mayoría no hemos salido traumatizados ni nada que se le parezca.



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Salve María

🌟🌟🌟


Leo Kanner, el psiquiatra que definió por primera vez el autismo, sostenía que las “madres frías” eran las responsables de causar el trastorno en sus retoños. Madres que al igual que María en la película se muestran distantes e incluso hostiles con el bebé que debería recibir palabras cariñosas y afectos indudables. 

Los años centrales del siglo XX vivieron el reinado de las teorías ambientalistas y cualquiera que hablara de genes defectuosos para explicar los males conductuales era tachado de reaccionario y condenado al ostracismo. Un poco como ahora, pero mucho peor. Sin embargo, el tiempo fue demostrando que Leo Kanner y sus secuaces se equivocaban. No en la definición, pero sí en la psicogénesis. El autismo resultó ser un trastorno que tiene su origen en una herencia desgraciada y hay poco que podamos hacer para prevenirlo. Un gen mal copiado, una proteína mal situada, y el niño que debería abrazarte con amor se convierte en un ser extraño y aislado del entorno. Es una puta lotería, y los que trabajamos con estos chavales lo tenemos más que archisabido. 

Es por eso que viendo “Salve María” no temo en ningún momento por la salud mental de ese pobre bebé. Sí por la salud física, claro, cuando la enajenada de su madre fantasea con ser la nueva reina negra de las páginas de sucesos. Pero como la película no crea en mí ninguna tensión y no me creo en ningún momento que pueda producirse un fatal desenlace, vivo más o menos descuidado, absorbido de vez en cuando por las tonterías del teléfono, y pienso que las probabilidades de que ese chaval crezca sano y feliz son las mismas de cualquiera. 

También es verdad que respiro más aliviado cuando descubro que esa madre, al final, regresa a la juerga nocturna de la que nunca debió salir -qué personaje más odioso, más poco digno de lástima por mucho que se empeñe la directora- y que será su padre el que a partir de ahora le llevará al colegio y le preparará los bocadillos.

- ¿Una mala madre y un buen padre? ¡Pura propaganda reaccionaria!- dicen que dijo Irene Montero, escandalizada.




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