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Cold War

🌟🌟🌟🌟🌟


El amor no se puede pensar, ni explicar en palabras, por mucho que los literatos lleven siglos garabateando con la pluma. Solo los músicos se acercan al misterio porque  prescinden de los diálogos que naufragan en el malentendido, o en la tontería. Ellos están más cerca del amor que Neruda con sus poemas, o que los franceses con sus películas. El amor es un retortijón en las tripas, una arritmia en el corazón, un calambrazo en las zonas erógenas... Un sentimiento que nace en capas muy profundas del cerebro. Un impulso arcaico -ya no simiesco, sino bacteriano- que el neocórtex no puede traducir en oraciones con sujeto y predicado.

    El lenguaje humano -tan preciso que puede colocar un astronauta en la Luna, o un cacharro orbitando Saturno- sólo sirve para confundirnos cuando hablamos del amor. El enamorado que trata de explicar su razones balbucea incoherencias y chapurreos, como un niño que se asoma al lenguaje por primera vez. No hay manera de traducir a fonemas la bioquímica celular, el imperativo de los genes. El amor es un idioma muy antiguo, compuesto de cuatro letras que se enredan en una hélice nitrogenada. Tan básico que asusta. Tan potente que mueve el mundo. Da igual el alfabeto de los romanos o los ideogramas de los chinos: lo único que conseguimos es hacer muy complejo lo que en realidad es tan simple como un ladrillo.

    “Cold War” es una obra maestra porque su director también ha decidido no explicar, y ofrecer sólo el documento de estos dos amantes contradictorios y venales; apasionados y zumbados. Zula y Wiktor se aman con desesperación y luego se rechazan con la misma convicción. Ni ellos mismos se entienden, y prefieren hablar muy poco, sólo lo imprescindible, para no enredar más con los sentimientos. Simplemente se dejan llevar, y el espectador, ante eso, no tiene nada que objetar. No hay nada que entender en “Cold War”, como no hay nada que entender en ningún amor de los demás. Ni en los propios siquiera. Solo asumir, dejarse llevar, mientras el cuerpo aguante.





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Ida

🌟🌟🌟🌟

Las primeras escenas de Ida me producen un escalofrío de terror que me sube por la médula espinal. Porque Ida, de sopetón, parece una película del tan temido Dreyer, con ese convento, ese silencio, esos ventanales por donde entra la luz tamizada de los Cielos. Y el señor Dreyer, en este blog, es como el sacamantecas, como el hombre del saco. Dreyer es un mal recuerdo de juventud, una asignatura siempre suspensa en la carrera de Cinefilia. Es por eso, porque no sé apreciar a Carl Theodor Dreyer, ni a otros muchos maestros de la pompa y la circunstancia, por los que vago en estos blogs exteriores de la galaxia sin permiso ni diploma, opinando con letra pequeña, casi con vergüenza, expulsado de la crítica respetable que ve una cosa metafísica del "maestro danés" y nota que su espíritu entra en gozo, se exalta, se deshace de la cárcel corporal para entrar en comunión con la obra de arte y la palabra revelada.

    Pero a medida que Ida va desenredándose, mis recelos se vuelven injustificados y tontos. En el convento de Ida - que es una novicia polaca de los años 60 contemporánea de sor Citroën- la Virgen María no se aparece en los reflejos de las vasijas, ni resucitan las monjas enterradas en el huerto. Ni aparece un loco por la puerta anunciando la Segunda Venida de Cristo, que eran esas cosas teológicas con olor a porro que Dreyer metía en sus veneradas y vetustas películas. Antes de tomar los votos y enterrarse en vida al servicio de Jesús, Ida dejará el convento para arreglar sus asuntos personales en el mundo de los pecadores, y la película, desangelada y terrenal, transcurrirá en los paisajes urbanos y campestres de la Polonia comunista.

    Allí, en el mundo exterior que ella casi nunca ha pisado, Ida descubrirá que sus orígenes familiares no son cristianos, sino judíos, y que sus padres, a quienes no conoció de pequeña, fueron víctimas de la violencia nazi y de la codicia catastral. Acompañada de su tía, Wanda la roja, que bebe cien vodkas al día para llenar el vacío de su alma, Ida buscará la tumba de sus padres mientras se busca a sí misma por los paisajes nocturnos del pecado. 

Ida ha salido del convento con la resolución firme de no fornicar; de jurar voto de castidad sin saber realmente a qué placer prohibido está renunciando. Pero una noche, en el garito del hotel, fuera ya de programa, el saxofonista guapetón -que es la tentación enviada por el Maligno- se pondrá a tocar Naima entre las mesas vacías y el humo de los cigarrillos, y en esa atmósfera donde flotan las notas de John Coltrane y las feromonas del sexo presentido, Ida, antes de casarse con Jesús, decide regalarse una despedida de soltera a su modo particular.




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