Cold War

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El amor no se puede pensar, ni explicar en palabras, por mucho que los literatos lleven siglos garabateando con la pluma. Solo los músicos se acercan al misterio porque  prescinden de los diálogos que naufragan en el malentendido, o en la tontería. Ellos están más cerca del amor que Neruda con sus poemas, o que los franceses con sus películas. El amor es un retortijón en las tripas, una arritmia en el corazón, un calambrazo en las zonas erógenas... Un sentimiento que nace en capas muy profundas del cerebro. Un impulso arcaico -ya no simiesco, sino bacteriano- que el neocórtex no puede traducir en oraciones con sujeto y predicado.

    El lenguaje humano -tan preciso que puede colocar un astronauta en la Luna, o un cacharro orbitando Saturno- sólo sirve para confundirnos cuando hablamos del amor. El enamorado que trata de explicar su razones balbucea incoherencias y chapurreos, como un niño que se asoma al lenguaje por primera vez. No hay manera de traducir a fonemas la bioquímica celular, el imperativo de los genes. El amor es un idioma muy antiguo, compuesto de cuatro letras que se enredan en una hélice nitrogenada. Tan básico que asusta. Tan potente que mueve el mundo. Da igual el alfabeto de los romanos o los ideogramas de los chinos: lo único que conseguimos es hacer muy complejo lo que en realidad es tan simple como un ladrillo.

    “Cold War” es una obra maestra porque su director también ha decidido no explicar, y ofrecer sólo el documento de estos dos amantes contradictorios y venales; apasionados y zumbados. Zula y Wiktor se aman con desesperación y luego se rechazan con la misma convicción. Ni ellos mismos se entienden, y prefieren hablar muy poco, sólo lo imprescindible, para no enredar más con los sentimientos. Simplemente se dejan llevar, y el espectador, ante eso, no tiene nada que objetar. No hay nada que entender en “Cold War”, como no hay nada que entender en ningún amor de los demás. Ni en los propios siquiera. Solo asumir, dejarse llevar, mientras el cuerpo aguante.