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Cónclave

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El año pasado, en este colegio donde trabajo, también se produjo un cónclave para elegir al nuevo pastor de nuestro rebaño. Nuestra papisa de entonces no pasó a mejor vida con las manos entrelazadas, pero sí decidió que estaba cansada de poner orden entre tantos intereses contrapuestos. Una buena mañana reunió a la curia en la sala de profesores, anunció que había pedido plaza en el concurso de traslados y nos dijo que allá nos apañáramos todos y todas con su sucesión.  

Se nos cayó el alma de los pies. Sobre todo a mí, el Decano, que por estricto orden sucesorio era el señalado para lucir con muy poco garbo el blanco solideo. Porque aquí, en realidad, no hay cónclaves decisivos más allá de las intrigas que se perpetran por los pasillos. Aquí todo sigue un estricto orden burocrático que viene plasmado en las ordenanzas. Da igual que no quieras aceptar o que te pongas a suplicar de rodillas: el hombre propone y Valladolid dispone. 

Pero no sólo yo me acojoné y decidí ahuecar el ala. Aquí, a diferencia de los cardenales muy ambiciosos de "Cónclave", nadie estaba dispuesto a dirigir una iglesia como la nuestra, atravesada por todo tipo de orgullos y herejías. Los más capaces ya no creen y los más incapaces se desmandan en nombre de la fe. Y además, el cargo apenas tiene reconocimiento profesional: te pagan cuatro chavos por la labor y te arruinan la vida personal para estar todo el santo día preocupado. Aquí no es el Espíritu Santo el que desciende sobre tu cabeza, sino un grajo negrísimo que tiene su nido en un árbol de nuestro patio.

Al igual que yo, todo el mundo pidió plaza en el concurso de traslados. Fueron meses de mucha incertidumbre. De dimes y diretes. De lloros acongojados y de maletas predispuestas. Un día solicitamos a la papisa dimisionaria un cónclave para aclarar la situación. Para ver si a última hora alguien se ofrecía a llevar la pesada carga sobre sus hombros. Las esperanzas eran mínimas, pero de pronto, entre la curia, la persona más insospechada alzó su vocecita y se juzgó digna de proponerse en sacrificio. No sonaron campanas en el cielo, pero yo sentí, por primera vez en años, que Dios se había hecho presente entre nosotros. Alabado sea.





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El último verano

🌟🌟

Llevo meses buscando una versión completa de La bella mentirosa, largometraje largométrico de Jacques Rivette donde Emmanuelle Béart, la francesa más hermosa que vieron los tiempos, enseña sus bellezas largo y tendido para que un pintor se las retrate. Pero no hay manera: Internet, tan pía, se confabula contra mi pecaminoso deseo, ofreciéndome copias incompletas, o que fallan, o que se ven  con una calidad ínfima, irrespetuosa con la perfección anatómica de Emmanuelle...

Frustrado, cariacontecido, escocido ya de tanto sexo imaginado, encuentro en las junglas otra película del “maestro francés” que viene muy adjetivada por la vanguardia cinéfila: El último verano. No promete sexo, ni nada parecido, pero el inconsciente me traiciona una vez más. Soy como el perro de Pavlov que terminó salivando al oír la campanilla, sin alimento de por medio. Sólo leer el nombre de Jacques Rivette ya  me la pone tiesa, muy tiesa, aunque en el reparto no se cite en ningún momento a Emmanuelle Béart. Son las cosas del condicionamiento simple. Y yo, como es sabido, soy muy simple.

En El último verano no sale Emmanuelle Béart, sino Jane Birkin, ya entrada en años, en una actuación imposible de calificar, porque la película, toda ella, es un truño de dimensiones considerables, a la altura bajísima del cine francés más insoportable. Es una experiencia fílmica de la misma naturaleza que El año pasado en Marienbad. Una pérdida de tiempo lamentable, ahora que ya voy por los cuarenta tacos, y que el tiempo de ocio vale mucho más que el oro.




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