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Cónclave

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El año pasado, en este colegio donde trabajo, también se produjo un cónclave para elegir al nuevo pastor de nuestro rebaño. Nuestra papisa de entonces no pasó a mejor vida con las manos entrelazadas, pero sí decidió que estaba cansada de poner orden entre tantos intereses contrapuestos. Una buena mañana reunió a la curia en la sala de profesores, anunció que había pedido plaza en el concurso de traslados y nos dijo que allá nos apañáramos todos y todas con su sucesión.  

Se nos cayó el alma de los pies. Sobre todo a mí, el Decano, que por estricto orden sucesorio era el señalado para lucir con muy poco garbo el blanco solideo. Porque aquí, en realidad, no hay cónclaves decisivos más allá de las intrigas que se perpetran por los pasillos. Aquí todo sigue un estricto orden burocrático que viene plasmado en las ordenanzas. Da igual que no quieras aceptar o que te pongas a suplicar de rodillas: el hombre propone y Valladolid dispone. 

Pero no sólo yo me acojoné y decidí ahuecar el ala. Aquí, a diferencia de los cardenales muy ambiciosos de "Cónclave", nadie estaba dispuesto a dirigir una iglesia como la nuestra, atravesada por todo tipo de orgullos y herejías. Los más capaces ya no creen y los más incapaces se desmandan en nombre de la fe. Y además, el cargo apenas tiene reconocimiento profesional: te pagan cuatro chavos por la labor y te arruinan la vida personal para estar todo el santo día preocupado. Aquí no es el Espíritu Santo el que desciende sobre tu cabeza, sino un grajo negrísimo que tiene su nido en un árbol de nuestro patio.

Al igual que yo, todo el mundo pidió plaza en el concurso de traslados. Fueron meses de mucha incertidumbre. De dimes y diretes. De lloros acongojados y de maletas predispuestas. Un día solicitamos a la papisa dimisionaria un cónclave para aclarar la situación. Para ver si a última hora alguien se ofrecía a llevar la pesada carga sobre sus hombros. Las esperanzas eran mínimas, pero de pronto, entre la curia, la persona más insospechada alzó su vocecita y se juzgó digna de proponerse en sacrificio. No sonaron campanas en el cielo, pero yo sentí, por primera vez en años, que Dios se había hecho presente entre nosotros. Alabado sea.





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Sin novedad en el frente

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Las películas bélicas nos han vuelto antibelicistas. Ellas nos han enseñado que la guerra no es más que una carnicería de carne humana. Como la carnicería del Carrefour, pero con solomillos de chavales e higadillos de reclutas. Y morcillas de sangre recogida en las trincheras. Un expositor de película de terror.

Cuando se inaugura una guerra se monta un espectáculo de banderas al que acuden las gentes del mal vivir, que decía Ivá: los militares, los curas, los empresarios... Los prebostes del régimen tiránico o democrático, eso da un poco igual. Allí se cantan himnos, se leen arengas, se exaltan las virtudes nacionales. Se echan cuatro espumarajos sobre el enemigo y se lanza la orden de movilizar al personal. Cuatro psicópatas con uniforme se encargarán de que los soldados cumplan a rajatabla y no se arruguen en la batalla. Hasta ahí, en las guerras antiguas, todavía podían engañar a la chavalada. Hoy ya no. Un espectáculo así sería el hazmerreír de los votantes. Al menos de los que tendrían que ir a pelear. No de los viejetes manipulados por el telediario de La 1 o de Antena 3, que solo están pendientes del valor de su pensión y de si mañana lloverá.

En 1914, por ejemplo, nadie había visto una guerra por la tele, porque no existía; ni en el cine, porque todo era de chichinabo. La guerra era eso que te contaban tus padres, o tus abuelos, contaminados de nacionalismo fervoroso. Quizá algún grabado, alguna foto... Y en las zonas rurales puede que ni eso. Eran otros tiempos. Para una mente del siglo XXI es difícil asumir el inicio de “Sin novedad en el frente”, con esos chavales que se apuntan al ejército como quien se apunta a una excursión de fin de semana, o a un viaje a París, a ver el partido del Bayer Leverkusen contra el París Saint Germain.

El cine bélico nos ha ayudado mucho, pero el fútbol -tan denostado- también. En Qatar, por ejemplo, dentro de una semana, va a disputarse la XXII Guerra Mundial Incruenta, donde puedes derrotar al enemigo secular sin necesidad de pegarle un tiro o de arrojarle una granada.



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Patrick Melrose

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Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.

    Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.

    A veces, sin embargo, como excepciones a la regla, existen congéneres como Patrick Melrose que sufren traumas que alteran las cartas de navegación. Hay ciertos abusos -y que un padre te viole sistemáticamente en la niñez es uno de ellos- que son capaces de trastocar el funcionamiento prescrito de las proteínas, y conforman un ser humano distinto del que venía descrito en el manual. Patrick Melrose había venido al mundo para pegarse la vida padre de los ricachones, porque sus antepasados poseían los genes de la avaricia, y de la ausencia de escrúpulos, y fueron forjando la fortuna familiar explotando a los indios de las colonias o a los obreros del Lancashire. A Patrick Melrose le esperaba una vida regalada, sin estrés, de estancias en Londres durante el invierno y de casas en el sur de Francia en el verano. La dolce vita, o la sweet life. Pero los mismos genes que juntaron los millones de libras también construyeron un padre colérico y dominante, abusador y deleznable, que hizo de Patrick Melrose un hombre escindido, tan presto a celebrar la vida como a suicidarse, a buscar el amor como a entregarse a todas las drogas. 

Patrick Melrose es un barco a la deriva, con dos rutas contrapuestas que le hacen girar en círculos sobre el mar, como nos enseñaban en la física del Bachillerato.



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