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Fuera de temporada

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Hablando sobre los romances de madurez en “Ilustres ignorantes”, Eva Soriano sostenía que la pareja ideal siempre es un amante del pasado. No alguien recién caído del cielo o recién devuelto del infierno con el que empezar desde cero las conversaciones y los mecanismos en la cama. Una tarea que se vuelve aterradora a ciertas edades, pura pereza y vergüenza de uno mismo. 

Sostenía Eva que a los examores que merecen la pena -aquellos que fracasaron por pequeños detalles o por cosas tontas de la vida- hay que mantenerlos siempre vigilados. No perder nunca el contacto. Es conveniente guardar el número de teléfono y preguntar cada cierto tiempo qué tal estás, cómo te va la vida, cómo andas de lo tuyo... No mostrar demasiado interés (de momento) pero tampoco permitir que la amistad se derrita en el olvido. Es un equilibrio difícil. Todo un arte.

Sostenía Eva que la mayoría de las parejas fracasan por culpa de los “issues”, esas pequeñas manías personales que acaban pudriéndolo todo. No hay amor eterno que resista la insistencia de las termitas. Puede ser un olor corporal, un narcisismo conversacional, una dura pugna por las sábanas... Los “isssues” de los que habla Eva Soriano pueden pulirse con la edad y ya no ser obstáculos insalvables. Hay gente que con el tiempo aprende a cerrar la tapa del váter, a masticar con la boca cerrada y a compartir los gastos de las cenas y las copas. A veces pasa y es todo un triunfo de la voluntad.

“Fuera de temporada” nos cuenta el reencuentro de una pareja fracasada. Pero es un encuentro inesperado, no planificado, fuera de la teoría de los “issues”. Por las conversaciones entre  Mathieu y Alice se sobreentiende que hubo mucho amor entre ellos pero también mucho mal rollo. Dos personalidades incompatibles. Durante un par de días les entrarán las dudas y las ganas. ¿Y si rompieran sus respectivos matrimonios y volvieran a intentarlo? Pero la brecha es insalvable. Les separa un problema estructural. El problema no es que estén fuera de temporada (nunca se está del todo mientras el cuerpo aguante): es que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. 




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Un nuevo mundo

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Recuerdo que un álbum de las aventuras del Makinavaja se titulaba: “Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir”. En la portada, el Maki posaba junto al Popeye y al Moromielda, que eran la banda de chorizos habituales. De guardia hacía un picoleto con cara de empanado, y de cura, un obispo con varias fabadas en la barriga. Pero no salía nadie representando a “las gentes de mal vivir”, que quedaban a la imaginación del lector. Como éramos lectores de El Jueves y no miembros de las Nuevas Generaciones del PP, se nos ocurrían sobro todo monarcas, defraudadores de hacienda, idiotas de la tele, vendedores de humo... Un amplísimo abanico de seres abominables. También se nos ocurrían banqueros, corredores de bolsa, diputados del PP, votantes del PP, escritores de libros de autoayuda. Fascistas de todo tipo y futbolistas sobrevalorados. Maestros y maestras que habíamos tenido en nuestra etapa de formación. Ya digo que podríamos haber estado horas tirando del hilo...

Otro colectivo de “gentes de mal vivir” son los ejecutivos de cualquier empresa multinacional. Tipos como este al que interpreta Vincent Lindon en “Un nuevo mundo”, y que básicamente se dedican a usurpar las plusvalías de los trabajadores. Ellos lo llaman “tomar decisiones”. Se deben a sus jefes superiores, y en última instancia, a unos accionistas casi siempre anónimos que solo quieren ver más pasta en sus cuentas corrientes. A los accionistas se la sopla lo que hagan los ejecutivos con tal de forrarse. Como si desayunan niños crudos, o los emplean en condiciones inhumanas. Entre ganar un millón de euros y no despedir a nadie, y ganar un millón y dos euros y cargarse un puesto de trabajo, optarán siempre por lo segundo. Ya dijo Harry Lime en “El tercer hombre” que desde una distancia prudencial todas las personas parecían hormigas, y como tales podían ser pisoteadas.

La mayor parte de estos ejecutivos no saben que forman parte del título de un cómic subversivo. La película, sin embargo, va de un fulano que toma conciencia de su error, aunque lo haga demasiado tarde para salvar su alm. A los revolucionarios nos parece muy bien, pero no vamos a perdonar a Gomorra por un justo que hayamos encontrado.





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La ley del mercado

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Le tengo mucha estima, y mucho cariño, al tatarabuelo Karl, que allá en su exilio de Londres alumbró la llama que todavía guía al proletariado. Es cierto que ahora las cosas pintan bastos, y que son los ricos, nuestros enemigos, los que levantan barricadas para no repartir ni las migajas. Pero sin las enseñanzas del tatarabuelo, que durante siglo y medio removieron algunas conciencias, y metieron el miedo en algunos cuerpos, viviríamos una distopía laboral aterradora, no muy diferente de aquella que puso en marcha los primeros humos de la Revolución Industrial.


    Sin embargo, el entrañable tatarabuelo se pasó de soñador, o de entusiasta, y aunque a uno le joda admitirlo ante las amistades, y mucho más ante los desconocidos, no hay más remedio que rebatirle. El trabajo, por ejemplo, no dignifica al hombre, como él afirmó con toda la buena intención del mundo, para que los obreros se ufanaran y tomaran conciencia de su poder. El trabajo, si no es creativo, si no es fructífero, si no ilumina cada despertar con un estímulo que recorra la espina dorsal, es más bien todo lo contrario: una carga, una obligación, una jodienda cotidiana que poco a poco te va robando el ánimo y la energía. Los años de salud, y los sueños de juventud. El trabajo tiene algo de cárcel, de internado, de campo de prisioneros. Una maldición bíblica que el mismo libro del Génesis explica y advierte.


    El trabajo no otorga la dignidad, pero el desempleo, desde luego, la pone a prueba. Hay parados dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de pagar las deudas y llenar el frigorífico. Y también parados que se lo piensan dos veces, y anteponen los principios a la necesidad, y que en su desamparo, y en su cara de circunstancias, nos dan lecciones de vida que nos sacan los colores. Uno de estos tipos es Thierry, el protagonista de La ley del mercado, que es una película francesa de mucho provecho y mucha reflexión. Mira que lleva hostias, y reveses, y desengaños, el bueno de Thierry, cincuentón bigotudo que busca un empleo bajo las piedras del sistema... Este actor llamado Vincent Lindon borda su papel de ejemplo moral, pero también le ayuda mucho ese parecido inquietante que guarda con el Vicente del Bosque de hace unos años, de cuando el marqués entrenaba al Real Madrid y era uno de los pocos hombres justos que vivían en esa Sodoma de empresarios sin escrúpulos, directivos sin criterio, directores generales del sí señor y lo que usted diga y a mandar que para eso estamos. 




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