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Trece días

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Desde que Jesús anunció que regresaría cuando llegara el Fin de los Tiempos, cada generación ha vivido con el miedo -o con el cachondeo- de ser la última sobre la faz de la Tierra. Los profetas locos del Jordán engendraron estirpes que no han parado de dar el coñazo en los monasterios medievales, en los páramos americanos y en las páginas idiotas que ahora abundan por internet.

    Mi generación acaba de vivir un simulacro del fin del mundo, pero el coronavirus, a fecha de hoy, no parece ser el motivo que provoque el temido Advenimiento de Jesucristo. Mientras tanto, en las páginas de la purria, alguien nos recordó hace un par de semanas que el calendario de la Mayas tenía correcciones, segundas interpretaciones, y que el mundo iba a pegar un gran petardazo en forma de misil perdido de Uzbekistán, o de asteroide no detectado por los radares. No sé: nos hemos reído mucho con la tontería, aunque menos que la otra vez, que hasta hicimos una película sobre el 2012 que era una mierda pinchada en un palo. A tal bulo, tal honor.




    De milenarismos estúpidos está la historia llena, pero sólo la generación de nuestros padres puede afirmar, a ciencia cierta, que estuvo a punto de ser la última que viera un amanecer. Y es curioso, porque los libros de Historia sobrevuelan ese episodio crucial de 1962 como una anécdota más de los tiempos modernos, a la altura de los devaneos sexuales de Kennedy, o del zapato de Jrushchov en la asamblea de la ONU. Es posible que Trece días, la película, se permita algunas licencias narrativas, pero no miente cuando afirma que los huevos de todos los implicados estuvieron dos semanas sin descender de la garganta, con serias repercusiones para su salud física y mental.

    Al final, los perros rabiosos no llegaron a morder, y las gentes sensatas firmaron tablas en la partida de ajedrez. Después de tanto agobio y tanto miedo, la película termina con una escena jolgoriosa -pero suprimida- del presidente Kennedy pegándose un buen revolcón con alguna de sus amantes, para desestresar. Es mejor no pensar qué hubiera sucedido con la Crisis de los Misiles si los halcones de la Casa Blanca hubieran encontrado a otro presidente más receptivo…



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