EVA

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Hay películas que se lo juegan todo a la carta de una sorpresa, de un giro inesperado que deja al espectador clavado en su sitio. Son películas que transcurren sin rumbo, aburridas, y que de repente, por obra y gracia del truco escondido, cobran sentido y se ganan nuestro aplauso final. EVA quiere jugar esta baza, y trata de dejarnos boquiabiertos con su conejo de última hora sacado de la chistera. Lo que pasa es que aquí todo el mundo se olía el pastel, incluidos los espectadores de inteligencia más limitada como la mía, que rara vez anticipa nada de las tramas, siempre tan torpe y tan ensimismada en la magia del cine. Y es que hay películas que se traicionan desde el mismo cartel que las promociona. No se puede escribir el título así, EVA, en mayúsculas, en tipo de letra cibernética, como WALL.E, o YO, ROBOT. Ni se puede poner a la susodicha Eva en la misma postura que guarda el niño de Inteligencia Artificial en su cartel, de perfil, con la cabeza levantada, como mirando hacia el futuro, o hacia las estrellas, vaya usted a saber.


            Es un error mayúsculo, éste de EVA. No lo es, en cambio, que salga mucho en pantalla Marta Etura. Bienvenida sea siempre, su gracia. Después de todo, más allá de los coqueteos con la ciencia-ficción, EVA nos es más que la historia de dos hermanos que quieren tirarse a Marta Etura, pero cada uno por separado, y en exclusiva, lo que provoca el inevitable conflicto sexual. Otra pareja de hermanos más liberales, que además se hubiese enamorado de una mujer propicia a los tríos, habría hecho de EVA una película muy diferente, menos dramática quizá, pero tan excitante que nos hubiese dado lo mismo el misterio tontorrón de la niña protagonista.


            Tiene EVA, no obstante, el mérito indudable de introducir una reflexión profunda, vamos a decir filosófica, que nada tiene que ver con los celos ni con el amor. Ni con el futuro incierto de la inteligencia artificial. Hay un momento en el que Daniel Brühl, desesperado por la indiferencia de Marta Etura, se abraza al mayordomo cibernético que le ayuda en las tareas doméstidcas. Una especie de C3PO humanizado que encarna Lluís Homar, y que se llama Max. Max posee un programa regulable de empatía con los seres humanos. En su nivel ocho, que es el que viene instalado por defecto, es un plasta de mucho cuidado, siempre atento, pendiente, efusivo, como los vendedores de El Corte Inglés que trabajan a comisión. Brühl no lo soporta en ese nivel, y rápidamente le ordena bajar al seis, que es el habitual en la película, donde Max se comporta como un tipo eficiente, educado, comedido. Pero Brühl, en esa noche aciaga sin Marta, condenado de nuevo a la masturbación enamorada, le coloca de nuevo en el nivel ocho de simpatía, sólo para ser abrazado en ese instante de tristeza absoluta. Lo artificial, una vez más, como sustituto irremediable de lo natural.  Como me pasa a mí, con las películas, que son una gran mentira repetida noche tras noche, a veces de nivel ocho, a veces de nivel uno, pero a las que abrazo como un borracho a su farola, decepcionado de la realidad aburrida, de los humanos desesperantes, del mí mismo, acobardado y dimitido.




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Papá está en viaje de negocios


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Papá está en viaje de negocios ha resultado ser, a pesar de mis recelos iniciales, una entretenida película de Emir Kusturica, alejada de esas cosas barrocas que vi de él en los lejanos tiempos de mi cinefilia militante, como Underground, o Gato negro, gato blanco. Le tenía gato, sí, a Kusturica. Pero aquí se apunta un tanto con una película sencilla, de personajes que piensan y razonan, y que no se pasan toda la película pegando botes y tocando instrumentos sin ton ni son. Le pasa, al serbio, lo mismo que les pasaba a esos cineastas tan apaleados en este diario, Buñuel, y Saura, y Fellini, que cuando bajaban a la tierra y contaban cosas inteligibles, alumbraban grandísimas películas, obras maestras intemporales, pero que cuando visitaban a su psicoanalista filmaban películas que sólo ellos, ni siquiera sus más allegados, podían entender.



            Lo extraño de Papá está en viaje de negocios es que se rodara en Sarajevo y se estrenara en los cines yugoslavos allá por 1985. Aunque Tito llevara muerto alrededor de un lustro, Yugoslavia, oficialmente, seguía siendo un país comunista. Sin embargo, la película es crítica, corrosiva, muy poco complaciente con el pasado. Si hacemos caso de lo que cuenta Kusturica, bastaba con no reírse de un chiste que ridiculizaba a Stalin para ser deportado sin miramientos a los campos de trabajo. Supongo que quienes sucedieron a Tito en el poder no simpatizaban mucho con el viejete. Supongo, también, que quisieron aprovechar la película para hacerse pasar por liberales y modernos ante el mundo occidental.

No sé. Habría que tener nociones más profundas de la política yugoslava en los años ochenta, pero uno, naturalmente, no llega a tanto. Busco cuatro o cinco referencias en internet y rápidamente me canso de no saber. Es lo que tienen las películas de países lejanos, e incluso extintos: que uno ve, por ejemplo, Papá está en viaje de negocios, y no sabe bien hasta donde llega la crítica o la chanza de Kusturica. ¿Se pasa, o no llega? La sensación de estar perdiéndote malevolencias y dobles sentidos te asalta en cada escena. Cualquiera que conozca medianamente la historia de España, ve El verdugo y sabe bien dónde están escondidos los dardos venenosos. Entendemos de lo nuestro porque lo hemos vivido, o porque lo hemos estudiado en el cole ¿Pero qué sabemos, los españolitos de a pie, por mucha pre-LOGSE que nos hicieran estudiar, de los equilibrios sociales que regían allá en los Balcanes hace tres décadas? 


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Crazy stupid love

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Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




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La deuda

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Veo, en la siesta recalentada del verano interminable y extenuante, La deuda. O es una película sin músculo, o mi atención se ha achicharrado poco a poco en la sartén de mi sesera. La he visto entre vapores, sin mover un músculo, temeroso de desencadenar la explosión de los mil géiseres de mi piel. Pero el esfuerzo supremo de la inacción tampoco ha ayudado gran cosa. Al contrario: me ha hecho fijarme más en lo aburrido de la propuesta. Hasta que llegas al final -que decían sorpresivo y espectacular en la red-, y resulta que lo protagoniza una agente del Mosad entradísima en años liándose a hostias con un nazi fugitivo, más viejuno todavía, en un remoto psiquiátrico de Ucrania. Ridículo todo. 

Sólo la presencia de Jessica Chastain impedirá el olvido fulminante de La deuda. Imposible no enamorarse de ella. Hay que ir muy despistado por la vida para encontrarse con una mujer así y no quedarse embobado, mirándola. Para no quedarse con su rostro y con su nombre en el primer encuentro. Sólo a un gilipollas como yo podría ocurrirle una cosa así.... Porque he visto La deuda pensando que Jessica paseaba su pelirroja belleza por primera vez en mi salón, y luego, cuando la he rebuscado en internet, ya del todo enamorado, he descubierto para mi sonrojo que ella era la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida, película a la que dediqué una mínima entrada en este diario sin mencionarla a ella, que levitaba ingrávida sobre el césped de su jardín, como hacen los ángeles en el paraíso de lo verde. Imperdonable, mi despiste. Vergonzoso, mi olvido. Preocupante, sobre todo, la desatención de este instinto mío, decadente y plomizo, al que antes no se le escapaba ni una, siempre alerta, concentrado. Hace años, Jessica Chastain no habría necesitado dos oportunidades para colarse en mi vida. No habría sufrido este desplante, este oprobio, esta desconsideración inexcusable. 





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Tiburón

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Por la noche, en las vísperas todavía libres del colegio, veo con Pitufo Tiburón. Al fin ha caído el bicho... Tiburón llevaba meses entre las candidatas a ser la película compartida del día. Pero por unas cosas o por otras siempre se caía de la elección definitiva. Pitufo sopesaba la carátula mientras yo le contaba las mil maravillas del invento, y al final, invariablemente, se decantaba por otra película. ¿Por qué? Son las cosas de Pitufo...ç

Es la una menos diez de la madrugada cuando Roy Scheider por fin acierta con la botella de aire comprimido. Termina la película y Pitufo me pregunta cómo demonios consiguieron animar el bicho mecánico. Ha quedado fascinado por el truco, sabiendo que casi cuarenta años lo contemplan. Busco en los extras del DVD y aparece un making off que promete ser ilustrativo. Estamos de suerte. Comenzamos a verlo y a los dos minutos busco la duración total del documento: ¡50 minutos!, exclamo. Pero Pitufo no capta la indirecta. Cincuenta minutos, sí, deja caer él con voz lacónica… No mueve ni un músculo para levantarse. Es la una de la madrugada y el making off viene en versión original subtitulada. Hablan los productores, los actores, los expertos que rodaron las secuencias de los tiburones reales. Spielberg cuenta sus ocurrencias durante el rodaje, sus temores, sus depresiones. Todo es interesante, instructivo, el destripamiento pedagógico de una película que se convirtió en  un clásico instantáneo. El fascinante espectáculo de las personas habilidosas y sabias explicando su oficio. 

Pero Pitufo tiene trece años, y vive en el anárquico siglo XXI donde ya ningún niño escucha las explicaciones de los adultos, y todo este rollo de Tiburón y sus manufactureros debería de aburrirle hasta el hastío. Su atención, sin embargo, no decae en ningún momento. A ratos pienso que es un niño excepcional, distinto a los demás en este entorno que nos toca vivir. Luego empiezo a pensar que el making off le está viniendo de perlas para no tener que irse a la cama, en estos últimos días de libertad veraniega. Ya no sabe uno que opinar. ¿Es un niño inteligente, un niño listo, un niño jeta? Preguntarle a él, desde luego, no iba a servir de nada...



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La piel suave

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Recupero, de las tinieblas del olvido, la que siempre tuve por mejor película de Truffaut, con excepción hecha de Los cuatrocientos golpes. La piel suave es, en efecto, una gran película, muy superior a la media del encumbradísimo cine francés de la época. Pero se ha quedado antigua, como casi todas. Su protagonista es Pierre Lachenay, un cuarentón bajito, gordito, con papada papal y gafas de concha. Su personaje es famoso porque sale en las tertulias de la tele, hablando sobre Balzac. Pero hoy en día, con semejante aspecto, y semejante currículum intelectual, no se comería un rosco en el festín de las hembras apetecibles. Puesto a ser infiel con su esposa, tendría que conformarse con una mujer del montón, de las que pasan a millares por nuestras vidas de homínidos siempre predispuestos, y conformistas con cualquier retozo.

Sin embargo, en La piel suave, porque los años sesenta eran otros tiempos, y a Truffaut le encantaba soñar con estas posibilidades, Pierre se trajina a una azafata de muy altos vuelos. Ella es joven, sofisticada, preciosa, multilingüe: Françoise Dorleac. Los pilotos se la rifan. Los hombres de negocios suspiran por ella. Y llega Pierre, con un rollo patatero sobre cómo se autoeditaba Balzac los novelones, y la deja patidifusa de amor en un hotel de Lisboa. Eso, en la Francia culta de los años sesenta, quizá tuviese un pase. Las mujeres eran distintas. Incluso las más guapas, eran distintas. A los feos del mundo aún les quedaba la esperanza de deslumbrarlas con su saber enciclopédico, con su disertar profuso sobre la nada. La inteligencia era un arma en decadencia, pero aún podía matar unos cuantos pájaros sexuales. Pero son cosas de los tiempos pretéritos, del paraíso erótico que los hombres con gafas de mi generación ya no tuvimos la suerte de vivir.

Ahora ya no hay sabios. Todo está en la Wikipedia.  






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Rachel, Rachel

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En este principio de curso, con la tristeza de quien regresa a la dictadura del trabajo, me topo en los canales de pago con Rachel, Rachel, película dirigida por Paul Newman y protagonizada por su esposa Joanne Woodward. Rachel es una colega de profesión, allá en la profundidad de las Américas, que vive el último día de clase antes de que lleguen las vacaciones de verano. Uno, al principio, teme que la película nos restriegue, a los profesores que transitamos septiembre, la felicidad inmensa de los que aún viven el junio alborozado. Sería el colmo de la ironía. Pero no es el caso. Para la maestra Rachel, el verano es el desierto inabarcable del tiempo libre, el caudal inagotable de horas consecutivas en las que no podrá olvidar que es una mujer fracasada -al estilo de como fracasaban, o creían fracasar, las mujeres de antes: sin marido, sin hijos, al cuidado esclavizado de una madre manipuladora.

Yo entiendo a Rachel. Su mal es el mismo mal que yo padezco. Durante el curso uno tiene el trabajo, el fútbol, el trabajo doméstico, ¡las películas!, y cuando la soledad de un tiempo muerto amenaza con abrir la puerta a los fantasmas, ahí está la llegada del sueño, fulminante, para escabullirnos por otra. Pero en verano los días se estiran, el fútbol desaparece, y el largo sueño de la noche ya no deja regresar al liviano sueño de las tardes. Uno aprovecha para ver el cine que no vio durante el curso, casi siempre malo. Hay que caminar a tientas para no encontrarse con los monstruos en cualquier esquina, acechantes, y malolientes. El verano da miedo. El sol lo ilumina todo con una luz delatora.

En el aula vacía de los niños, ante la depresión veraniega que se acerca, Rachel pronuncia este pensamiento tan parecido a las confesiones que hace Louis C.K. en sus shows nocturnos. Tan parecido, también, a mis propias reflexiones de cuarentón recién estrenado, barrigudo y decadente:

“He llegado exactamente a la mitad de mi vida. Este es el último verano ascendente de mi vida. A partir de ahora todo será cuesta abajo, hasta llegar al final”.

Solo que yo, me temo, llevo ya varios veranos descendentes. Rachel, con sus treinta y pocos años, no deja de ser una jovencita para mí. Envidiable y bonita, colega de los temores, cofrade de la vocación fracasada.




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El matrimonio de María Braun

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De las primeras cosas que uno oye cuando se matricula en clase de cinefilia, es que las películas de Rainer Werner Fassbinder, ¡el maestro alemán!, son el no va más de la genialidad, el cine de autor elevado a la enésima potencia de lo personal. Uno, sin embargo, que se ha criado en provincias, y que se ha educado con una televisión vendida al dólar de los americanos, nunca había visto, hasta hoy, una película del insigne germano. Veinte años de cinefilia coja que han sido, por fin, reparados, con la que dicen los entendidos que es la pera limonera de su obra: El matrimonio de María Braun.

Qué quieren que les diga... Mi formación cultural, o más bien la falta de ella,  me impide apreciar estas películas en lo que seguro tienen de artístico, y de profundo. No es culpa de sus autores. Y eso que uno ha leído libros, y ha visto documentales, y entiende el trasfondo histórico de María Braun y su matrimonio fallido. Uno entiende que la prostitución de María es una metáfora de la Alemania alquilada a los americanos en la posguerra. Uno sabe del milagro económico, de los cadáveres bajo la alfombra, del orgullo herido que aún aflige el alma de los alemanes… Uno quiere interesarse realmente por María Braun, por su cónyuge encarcelado, por su vecindario famélico. Pero a los diez minutos de película, uno, que desea a toda costa volverse intelectual, cinéfilo, fassbinderiano de pura cepa, empieza a pensar, sin quererlo, en otras cosas: el final de agosto es el fin de las vacaciones, el principio de un nuevo curso, y en esta época crucial la mente vuela, calcula, se reaposenta. Uno pasa ratos enteros viendo a María Braun sin verla en realidad, como un fondo de pantalla en el ordenador.

Luego la trama se estanca, se hace pesada. Hay giros de guión que le dejan a uno turulato, e incrédulo. Otros los llamarán “arrebatos del talento”, o “destellos de autoría”. Si no fuera por la belleza de Hanna Schygulla, que llena la pantalla de rubio y de azul cual bandera ondeante de Ucrania, uno habría dimitido como espectador a mitad de película. Y ni siquiera es una belleza que te haga soñar, o flirtear con el amor imposible: tan rotunda ella, tan robusta, tan excesivamente teutona que asusta un poco.




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