Muerte en León

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Acostumbrado a ver series criminales basadas en "true storys" que suceden al otro lado del charco, o al otro lado de los montes meseteños, uno ve Muerte en León con la rara sensación de conocer bien el lugar del crimen. De haber pasado cien veces por allí camino de la estación de autobuses, o paseando al perro, o dando largas caminatas por la orilla del río. Ahora ya no, porque vivo muy lejos, en el Otro País de los Leoneses, pero sí hace unos años, donde uno pacía en el mismo paraje donde nació, y la carne y el espíritu moraban más o menos por el mismo vecindario.


    Uno pensaba que el asesinato de Isabel Carrasco era una trama estrictamente provinciana, con sus urdimbres locales y sus desdichas de aldeanos. Un crimen que tuvo sus quince minutos de gloria -o de miseria- en los telediarios nacionales y que rápidamente dejó de ser noticia para los habitantes de Móstoles, o para las paisanas de Jaén. Por eso, cuando supe que la tele de pago estrenaba una serie de cuatro episodios inspirada en el asunto, sentí, en la entraña más imbécil del orgullo, que ya no era un leonés alejado de las cosas importantes, sino que había emparentado con esos hombres de mundo de Madrid o de Nueva York para los que un tiroteo en la calle es casi el pan nuestro de cada día. 

    Aunque hay que decir, para orgullo todavía más idiota, que una presidenta de la Diputación no es asesinada todos los días ni siquiera en Madrid, ni en Nueva York tampoco, aunque allí las llamen de otra manera y lleven Colts del 45 en las cartucheras. De todos modos, cuando uno lee las entrevistas en la prensa local, el responsable de Muerte en León parece un poco sorprendido por la aldeanidad del asunto. Como si se arrepintiera de haber diseccionado un crimen que al final no tenía morbo ni pedigrí. Ni moraleja. Ni nada de nada. Un odio muy particular y muy visceral que terminó como tantos odios de nuestra vasta geografía: con un tiro a traición y "un no me arrepiento de nada". Una villanía sin glamour. Un ajuste de cuentas vecinal. Un crimen de provincias muy lejanas donde -casi- nunca pasa nada. 




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Snowden

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Si algo aprendimos en 2001: Una odisea del espacio es que las herramientas del hombre sirven primero para matar, y luego, si se muestran útiles y versátiles, se aprovechan para la vida doméstica. Cuando el mono empieza a jugar con el fémur cachiporril bajo la sombra del Monolito, lo primero que pasa por su cabeza es matar al fulano que le arrebató la charca. No piensa en partir nueces, en cascar cocos, en ablandar pulpos. Ni siquiera en inventar el béisbol aprovechando un pedrusco cuasiesférico de las cercanías. Todo eso vendrá después, en un estadio posterior de la evolución. Lo primordial es partirle el cráneo a ese hijo de puta, y recuperar la fuente de agua, y una vez culminada la venganza, en el rapto de alegría, lanzar el fémur al aire para que empiece a sonar el Danubio Azul de Johann Strauss.



    Y así, en una elipsis temporal de cuatro millones de años, descubrimos a su retataranieto sentado ante un ordenador, aporreando las teclas. Nuestro simio contemporáneo busca porno en internet, chatea en un foro de cinéfilos, whatsappea mensajes con su enamorada y participa en un crowfunding para salvar las focas del Ártico. El descendiente de aquel mono es un tipo maravillado ante la ciencia moderna, y cree sinceramente que internet es la proa de un progreso imparable y benefactor. No sabe, quizá, que el origen de la gran telaraña es un asunto militar, una necesidad tecnológica que nació en los despachos guerreros del Pentágono. Quizá no sabe, tampoco, que su ordenador, su móvil, su tablet, su reloj de muñeca con ciento una sofisticaciones, no son aparatos inventados por un alma generosa para hacerle la vida más fácil, abrirle una ventana al mundo, facilitarle la comunicación fraternal con el resto del planeta. Sus cachivaches con chip incorporado se han inventado para tenerle controlado, para saber qué dice, qué urde, qué malas compañías suele frecuentar. Como el fémur de 2001, los gadgets de la modernidad se han creado en primer lugar para hacer la guerra. Una que es silenciosa, soterrada, sin tiros de por medio. Lo otro, nuestro día a día en internet, o en las redes sociales, es un asunto secundario. La derivada doméstica de un armamento muy secreto y muy sofisticado. 

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El turismo es un gran invento

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En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Melancholia

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El mero hecho de vivir ya es una melancolía constante. Todo sucede una sola vez y se esfuma para siempre. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo Heráclito de Éfeso, y ahí empezó la gran melancolía que siglos después retomó Lars von Trier para su película.

    Todo está condenado a extinguirse. Nosotros moriremos, y nuestros recuerdos morirán con nosotros. Nuestros hijos, que ahora nos parecen inmortales, también morirán algún día, y rogamos a los dioses cada mañana para no llegar vivos a ese momento. Nuestro paso por la vida será borrado por completo. Al final se perderán nuestros genes, se borrarán nuestras fotografías, se rayaran nuestros discursos. Se quemarán nuestras escrituras en los fogones de los servidores. Desapareceremos. Y será como si nunca hubiésemos existido. La esperanza que Black Mirror depositó en San Junipero sólo es un cuento para adultos. La nana infantil que por una noche nos libró de la angustia y del mal sueño. Por mucho que TCKR Systems nos curara de la melancolía, y pudiera regalarnos una eternidad erótico-festiva donde el río de Heráclito se secara, llegará un día en que las mismas máquinas se oxidarán y las cucarachas sin conocimientos informáticos tomarán el relevo de la obra divina. ¿Y si ellas fueran, finalmente, las depositarias de las Sagradas Escrituras? ¿Ellas la imagen y la semejanza? 

Pero las cucarachas, con toda su preeminencia, también serán pasto de la melancolía. Tras su largo reinado sin Cucal aerosol, la Tierra será despedazada por el impacto con un cometa, o por el choque con un planeta descarriado como el de la película. O eso, o será convertida en fosfatina por un rayo láser de la Estrella de la Muerte, que pasaba por allí y decidió hacer prácticas camino de Alderaan. Y si no suceden estas cosas terribles -que sólo son probabilidades catastróficas- queda la certeza insoslayable de que el Sol acabará por calcinarnos y engullirnos.  Todo lo que ahora vemos, tocamos, soñamos o juramos como amor eterno, se convertirá en gas informe, en átomos disueltos, en polvo de estrellas. El origen, quizá, de nuevos sistemas y mundos. Parece bonito, sí, poético incluso, pero es una mierda pinchada en un palo. Es la melancolía. 





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Black Mirror: San Junipero

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(Contiene un gran e inevitable spoiler)

En 1987, Belinda Carlisle cantaba aquello de Heaven is a place on Earth en Los 40 Principales, y nosotros, quinceañeros que admirábamos sus canciones y todavía más su belleza, siempre hacíamos el chiste de que el Cielo, efectivamente, estaba en este planeta, y más concretamente donde Belinda ponía los pies, o comía los macarrones, o se acostaba con el suertudo de su maromo. Porque Belinda era una mujer preciosa, turbadora, una cantante muy distinta a las yogurinas bailongas que tanto nos enardecían por entonces. La primera MILF, quizá, en nuestra larga vida de deseos.

    Yo me acordaba mucho de Belinda Carlisle en las clases de religión porque mi ateísmo había tomado su canción por un himno de rebeldía. Y mientras el cura nos hablaba de la contemplación beatífica de Dios, que era el premio de mierda que les esperaba a los católicos de mis compañeros, yo canturreaba por lo bajini Heaven is a place on Earth convencido de que el único cielo estaba en esta vida, en esta corta oportunidad, muy posiblemente en el amor de una mujer que dijera que sí, que venga, que vamos a retozar sobre una nube, y que salgan los ángeles por Antequera.

    En la primera escena de Black Mirror: San Junipero, suena Heaven is a place on Earth en la discoteca donde la chavalada se busca para pasar un buen rato. Y uno, que es bastante cortico para pescar pistas y anticipar derroteros, se deja llevar por el canturreo tonto, por la evocación ñoña, y tiene que esperar tres cuartos de hora para caer en la cuenta de que Charlie Brooker no da puntada sin hilo, y que esa canción estaba puesta allí como un grandísimo spoiler para los espectadores más avezados. Porque la ciudad de San Junipero es el Cielo propiamente dicho: un villorrio a orillas del mar donde la temperatura siempre es agradable, la gente siempre es joven, y la música molona no para de sonar. 

San Juníepero es la ensoñación post-mortem que han elegido Kelly y Yorkie para ser eternamente jóvenes y amarse por las noches con la misma fogosidad con la que se aman por el día. Un Cielo californiano que a mí no termina de convencerme, porque yo soy más de arrejuntarse en bosques nevados y en cabañas con chimenea. Ese sería el Cielo que yo contrataría con la funeraria del futuro para pasar la eternidad en compañía femenina, y no ese San Junipero donde los muertos sudan a todas horas celebrando que el amor nunca termina.



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En la ciudad de Sylvia

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El protagonista de En la ciudad de Sylvia es un jovenzuelo desocupado que mata su tiempo acechando a las mujeres de Estrasburgo en las terrazas de los cafés. Donde otros menos atractivos nos llevaríamos la mirada reprobatoria, o la burla descarnada, él, que tiene rostro de niño y mirada de soñador, es capaz de sostener largas miradas que no incomodan a las damiselas, y hasta consigue arrancarles sonrisas de complicidad. Ellas son chicas muy hermosas que no salen a la calle sin un hombre que las arrulle, y una de dos: o lo tienen sentado a su vera vigilando la inversión, o esperan con impaciencia que aparezca dominante por una de las avenidas. Pero como nuestro hombre parece inofensivo, y además va armado con un bloc de dibujo y un lapicero de versos, todas se prestan al juego fugaz de ser retratadas por el artista que las dibuja, y por el poeta que las idealiza.




    Así pasa la mañana nuestro querido protagonista hasta que Pilar López de Ayala cruza ante su mirada y de pronto, como arrancado de un sueño estúpido, y devuelto a la  realidad cruda del amor, suspende los escarceos poéticos y aplaza los juegos pictóricos. Pilar es demasiado bella, demasiado trascendente, como para andarse con gilipolleces de rondador cafetero. Y además se parece mucho a Sylvia, su antiguo amor estrasburgués, a quien lleva seis años rebuscando y anhelando. Traspasado por la doble flecha del amor y del recuerdo, nuestro juglar moderno guarda el bloc, el lapicero, hace un medio simpa con cuatro monedas que se caen de los bolsillos y emprende la persecución callejera de esa mujer que es la condensación exacta de todas las mujeres. La perdición del instinto, y la locura de la razón.  En un abrir y cerrar de ojos, Estrasburgo deja de ser la capital de Europa para convertirse en la ciudad de Sylvia, sólo de Sylvia, que ya es la única mujer existente en su mirada, y en su deseo.



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Black Mirror: Cállate y baila

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Cuando llegamos a la adolescencia en el colegio de curas, los profesores de religión empezaron a advertirnos contra el grave pecado de la masturbación, que ellos no llamaban así porque les parecía una palabra muy fea, pecaminosa en sí misma -un atrevimiento lingüístico introducido por los socialistas- sino que decían tocamientos propios, o vicio solitario, de tal modo que al principio, en nuestra primera edad clandestina, no sabíamos muy bien de qué nos estaban hablando, y alguno llegó a creer que nos afeaban lo de comerse los mocos, o lo de morderse las uñas, que también eran asuntos muy feos del sucio tocarse.



    Nosotros ya sabíamos, porque éramos veteranos de las monsergas catequistas, que Dios lo sabía todo sobre nuestros malos comportamientos. Que su ojo vigilante, inscrito en aquel Triángulo que flotaba sobre nuestras cabezas como una nave extraterrestre, atravesaba muros y paredes, conciencias y disimulos. Y pronto supimos, por supuesto, que también traspasaba las sábanas de la cama, y las mamparas del baño, donde nosotros hablábamos de darle al manubrio, o de hacerse una gayola, en argot barriobajero que jamás apareció en las escolásticas del colegio. En Black Mirror: Cállate y baila, no es el Dios del catecismo quien observa cómo los personajes se pajean ante el ordenador, amorrados a páginas muy guarras y muy poco edificantes, sino unos tipos misteriosos que chantajean al pecador con difundir la grabación si no se presta a delictivos tejemanejes. Los personajes de Cállate y baila seguramente no contaban con que otro ser omnisciente, también monocular, los acechaba desde sus propios ordenadores, instalado en la misma carcasa, y enfocado directamente a sus pensamientos. La webcam de nuestros cacharros es un pequeño dios que también sobrevuela nuestras debilidades. Un duendecillo que casi siempre está apagado, pero que a veces, cuando se enciende por error, o cuando alguien lo activa sin consentimiento, alcanza las alturas del gran Ojo de la Providencia, y se convierte en el Dios terrible y puñetero de nuestra infancia que todo lo sabía y todo lo fiscalizaba. Un voyeur de espíritu negrísimo que también amenazaba con contárselo todo a nuestra mamá, y a nuestros amigos, para que sintiéramos la angustia infinita, y la vergüenza sin consuelo.


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Black Mirror: Playtest

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En las conversaciones que mantengo conmigo mismo sobre Black Mirror -pues soy el único habitante en veinte kilómetros a la redonda que parece seguir esta serie- ya me extrañaba que Charlie Brooker no hubiese dedicado un capítulo al mundo de los videojuegos, que como dirían David Broncano y sus secuaces de la radio son vida moderna pura, la avanzadilla de la realidad virtual que tarde o temprano será indistinguible de la vida real. De tal modo que nuestros nietos ya podrán irse de juerga o jugar al billar con los amigotes sin tener que levantarse del sofá, sólo con un casco puesto en la cabeza, y la imaginación echada a volar.
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    En el futuro que plantea Black Mirror: Playtest, la industria del videojuego utiliza voluntarios que se dejan mangonear las meninges en pro de la ciencia y del progreso. Tipos como Cooper, el turista americano, que entre flirteos y desayunos post-coitales  no tuvo tiempo de sacar el billete de regreso a su país, y ahora se ha quedado colgado en la isla con la tarjeta de crédito inutilizada. Contratiempos de juventud que solventará haciendo de cobaya en un videojuego muy secreto, muy experimental, que diseña un jovenzuelo japonés en una mansión recóndita de la campiña. A Cooper lo seducen, lo lían, le prometen una pasta gansa a cambio de enfrentarse a sus propios miedos, pues en eso consiste el intríngulis del pasatiempo: caminar por los pasillos oscuros y recargados  como si se tratara de la Casa del Terror en las fiestas de Villaperales del Manzanar, e ir encarando fobias y tirrias, pesadillas y repeluses, que salen directamente del subsconciente. 

    Como Luke Skywalker internándose en el bosque pantanoso del planeta Dagobah...

    Al principio del viaje sólo hay bichos, ruidos extraños, abusones de la infancia... Pero luego la cosa se pone cruda, terrorífica, y Cooper ha de enfrentarse al mayor miedo de todos: parecerse a sus padres, sufrir sus mismas enfermedades, arrastrar las mismas carencias o padecer las mismas limitaciones. Un miedo común, ancestral, inherente a nuestra naturaleza de seres humanos. Nuestros padres son el origen, pero también son, en cierto modo, el destino, y el espejo en el que nos vamos reconociendo. Y envejeciendo. Y eso da, por supuesto, mucho miedo. El tic-tac de los genes. La bomba de relojería.







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