Sightseers

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Hace unos cuantos milenios, cuando nuestros antepasados vagaban por el mundo armados de cachiporra, cualquier ofensa podía ser respondida con un garrotazo que causara la muerte del ofensor. Una mala mirada, un mal gesto, un no apartarse del camino en el momento adecuado... El mundo prehistórico era un Far West de vaqueros semidesnudos que sólo bebían agua y conducían rebaños de mamuts. En Atapuerca, separando las cuevas a izquierda y derecha, había una gran calle polvorienta donde los homínidos paseaban y se vigilaban, desenfundando sus garrotes al menor atisbo de desafío. No había por entonces música de Ennio Morricone que añadiera más tensión a la escena, pero de fondo aullaban los lobos, y los tigres con dientes de sable. Las leyes y las cárceles eran elementos disuasorios que los mesopotámicos aún no habían inventado, así que había barra libre para ejercer la venganza y el desahogo. Ningún sheriff salido de Los Picapiedra iba a meterte en el calabozo por matar a otro fulano. Lo que luego hiciera contigo la tribu del asesinado ya era harina de otro costal.


El primer crimen que comete esta pareja de chalados en la película Sightseers tiene algo de prehistórico y de salido de las vísceras. El muerto es un imbécil que se les cruza en el camino tres veces en el mismo día, comiendo un helado y lanzando el correspondiente envoltorio al suelo, un incauto que no sabe con qué psicópatas disfrazados de ciudadanos está tratando... Cinco minutos después yacerá muerto en el asfalto del aparcamiento, atropellado accidentalmente por un coche con caravana que se da a la fuga con toda tranquilidad. Quién no ha soñado alguna vez con un crimen así, limpio, rápido, impune, que hiciera justicia con los incivilizados reincidentes, esos que enciman te miran retorcidos y te gritán "¿Qué pasa?" En ese segundo de rabia en el que el hombre civilizado todavía no ha comparecido, el troglodita interior sólo se detiene ante el miedo de ser delatado por un testigo, de ser castigado por la autoridad, de ser enculado en las duchas no vigiladas de la cárcel provincial. Lo único que nos separa de estos demenciados psicópatas de Sightseers es que en ellos el hombre civilizado, o la mujer tolerante, llegan mucho más tarde a la cita. 

Es una pena que Sightseers no ahonde en estas cuestiones de enjundiosa antropología, y prefiera irse por los cerros de Úbeda, o por las Highlands de los escoceses, para hacer cuchipanda y gamberrada que divierte mucho a los adolescentes. Te ríes, sí, pero mucho menos que al principio, cuando la cosa visceral te salía del alma y no lo podías remediar. La sonrisita del criminal frustrado.





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Route Irish

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En Route Irish -película que toma su nombre de la carretera que une el aeropuerto de Bagdad con la capital- estos radicales británicos que son Ken Loach y Paul Laverty vienen a contarnos que la guerra de Irak fue un pretexto para que los anglosajones se forraran destruyendo infraestructuras y reconstruyéndolas después. La guerra sacrificó a millares de jóvenes soldados para aplacar la ira del dios Dinero, y convencerle de que dejara fluir los negocios con la fuerza de su poder mesopotámico. Una mentira sangrienta y chusca: eso fue la guerra en la que nuestro ex bigotudo ex presidente hizo el papel de bufón mayor de la corte, con su inglés de nivel medio y sus ingles cruzadas sobre la mesa de tomar el café. Ansar, por supuesto, no sale en la película, porque él es un personaje tan despreciativo como despreciado, y por tanto despreciable.

            Route Irish es cine que se agradece, que nunca está de más, pero que no aporta nada nuevo a los espectadores que ya entonces leíamos los periódicos. La película de Loach  transcurre plácidamente por los caminos de la denuncia, sin dejar ninguna intriga, ninguna sorpresa. Pero no por impericia, sino porque es imposible que las haya. Para reconstruir la historia y amoldarla a su gusto ya están los tertulianos de derechas en la TDT. Los malos de Route Irish ya son malos desde el inicio, y los buenos, aunque flipen con las armas, y hagan locuras causadas por el estrés postraumático, son tipos cargados de verdad y de valentía. “¡Se equivoca usted” -exclamarán indignados los lectores que ya han visto la película - “¡Al final hay una sorpresa!”. Y es cierto, pero tal campanada no desdice en nada lo expuesto en el párrafo anterior. Como decía mi abuela, lo mismo peca el que mata que el que tira de la pata.




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El muerto y ser feliz

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Creo que fue Carlos Pumares, en aquel programa suyo de la madrugada, quien contó una vez que en la televisión de Polonia, al menos en la Polonia de los años ochenta, no doblaban las películas extranjeras, ni tenían el buen gusto de subtitularlas. Que era un tipo el que iba contando la trama a los espectadores, una voz en off que iba diciendo: “Y ahora fulano le responde que no, y mengana le dice que de eso ni hablar…” Nunca supe si esto era cierto o si era una exageración más de Carlos Pumares, que a veces se dejaba llevar por el humor del momento y recreaba la realidad a su modo irónico y punzante. Le gustaba mucho, además, reírse de los comunistas cuando cruzaba el Telón de Acero para asistir a los festivales, y a veces los caricaturizaba en exceso, para mi cabreo de adolescente comunista que le escuchaba desde León. De ser cierta su afirmación, uno piensa que quizá el narrador era un comisario político que inventaba los diálogos para que la acción encajara dentro de los valores marxistas-leninistas. O que no había presupuesto para más, en la filmoteca de Polonia, porque el resto se lo gastaba Jaruzelski en cohetes nucleares para el Pacto de Varsovia.


            Traigo la anécdota a colación porque hoy he visto –mejor dicho, he  empezado a ver- una película que está narrada de una manera parecida, pero más idiota todavía. El muerto y ser feliz es una película española, protagonizada por actores y actrices que hablan en perfecto castellano, a los que una voz en off femenina va precediendo -y prediciendo- en el mismo idioma: “Fulano sacó un cigarrillo del bolsillo y le dio las gracias”. Y en efecto, acto seguido, fulano saca un cigarrillo del bolsillo y le da las gracias a la señorita. Una memez insoportable, verborreica, pedante a más no poder. ¿Por qué nos describen literariamente una plaza de Buenos Aires que estamos viendo, si la estamos viendo? ¿Para qué nos anticipan el diálogo que va a producirse dentro de cinco segundos, si lo vamos a oír? ¿Sólo para que el espectador exclame “¡qué película tan original”, o “¡qué guionista tan ingenioso!”? Bah…





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Mud

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Mud es una película tan bien hecha y al mismo tiempo tan estúpida, con unos actores tan espléndidos representando a personajes tan inverosímiles e inefables, que uno, sorprendido en mitad de su propia perplejidad, seducido y distante a partes iguales, no atina a escribir nada fructífero sobre ella. Que sean otros los que iluminen a mis defraudados lectores. Ya dejé advertido que este diario no es un compendio de críticas de cine, sino el hilo conductor de mis propias verborreas, a veces sobre el cine, a veces sobre la vida, y que en ocasiones se seca como los manantiales en el verano. Películas como Mud nunca sabría si recomendarlas o si fingir que no las he visto. Me dejan la lengua paralizada, y el pensamiento atorado.




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Treme. Temporada 3

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A mí, que soy un español de la meseta, que sólo viajo a la playa cercana para mojarme el culo los veranos, no se me ha perdido nada en Nueva Orleans, que está a un océano de distancia, y a otro océano más ancho de tradición. Sin embargo, como si yo fuera un americano más de la Luisiana, sigo las andanzas de estos personajes de Treme con un interés que sigue muy vivo en la tercera temporada. Yo no toco en una banda de jazz ni soy chef en un restaurante. No regento un garito nocturno ni pesco crustáceos con los vietnamitas. No doy conciertos con el violín ni investigo corruptelas policiales. No diseño trajes para el carnaval ni escribo una ópera-jazz sobre las desgracias que provocó el Katrina. No podría identificarme con la peripecia vital de ninguno de estos personajes, pero asisto al desarrollo de sus vidas -o más bien a la reconstrucción de sus vidas- con la extraña sensación de que son vecinos míos de toda la vida. Me resultan más cercanos que la mayoría de mis familiares o mis vecinos. No sé si es la magia de los guiones, que es capaz de hacer universales unas preocupaciones que en principio eran muy particulares, o si soy yo, que me encuentro más cómodo en las relaciones a larga distancia que toreando las más próximas y calientes. 

    Sea como sea, me encuentro bien entre estas gentes que un buen día me presentó David Simon. Durante el día me interesan sus trabajos y sus cuitas, y por la noche, cuando abarrotan los locales, bailo con ellos al son de la música que es el alma de la ciudad, y el alma de la serie. Conozco mejor el espíritu de Nueva Orleans que el espíritu de esta ciudad norteña que ahora me acoge. Sé más del Mardi Grass que de la Noche Templaria, por poner un ejemplo. Me interesa más el jazz que la música vernácula; más el huracán Katrina que el desbordamiento probable del río Sil. Vivo encerrado entre cuatro paredes y sólo me interesa lo que ponen por la tele. Lo que yo mismo me administro por la tele. Si un día me trasladaran a un pueblo de los Monegros, llevaría exactamente la misma que ahora llevo. Sólo cambiaría el paisaje que me rodea cuando salgo a pasear, y el acento de las gentes que saludo. Vería el mismo fútbol, el mismo billar, las mismas películas. Me acogerían cuatro paredes distintas, pero cuatro paredes al fin y al cabo.





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Saving Mr. Banks

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En esta cinefilia glotona que de todo consume y de todo saca provecho, uno de mis géneros preferidos es el cine que habla del propio cine. El metacine, podríamos decir, si uno se llamara Juan Manuel de Prada y escribiera prestigiosos artículos en periódicos importantes. Cuando veo una película que cuenta cómo se hizo otra película, mi alma de curioso se asoma a la ventana para no perder detalle del proceso creativo que construyó un clásico o una obra maestra. Ya he dicho muchas veces que a uno le fascina contemplar el trabajo de las mentes inteligentes, tan distintas de ésta que malescribe las soserías en el diario.




            Saving Mr. Banks es la historia -edulcorada y muy libre- de cómo Walt Disney convenció a la escritora P. L. Travers para llevar su novela Mary Poppins a la gran pantalla. P. L. Travers, dama seria y estirada, odiaba el alegre universo de Disney y sus dibujos animados. Sus películas le parecían frívolas, comerciales, infantiles. Siento ella tan británica, en general todo lo americano le parecía banal y prescindible. Ella escribía cosas profundas, importantes, como un Juan Manuel de Prada con faldas que viviera en Londres y tomara el té siempre a las cinco. Ella deseaba una adaptación de Mary Poppins muy alejada de lo que luego resultó ser el clásico que todos recordamos. No quería canciones, ni dibujos animados, ni mensajes optimistas. Le horrorizaban los decorados y los diálogos. No quería, bajo ningún concepto, que apareciera el color rojo en la paleta de colores. Ella quería drama, austeridad, tonos oscuros. Saving Mr. Banks es una película bonita y de mucho provecho, pero es algo confusa en estas explicaciones, porque el espectador no acaba de entender que esta mujer llegara a ponerse en manos de Walt Disney si esos eran sus planteamientos irrevocables. No quería, para empezar, a un actor cantarín y saltimbanqui como Dick Van Dyke, y abogaba por la presencia de un Richard Burton o de un Peter O’Toole que le confirieran gravedad a su personaje. Creo que no desvelo nada si digo que a la pobre señora la engañaron como a una tonta, tan lista como se creía.



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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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La mejor oferta

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En La mejor oferta, el personaje de Geoffrey Rush posee una colección privada de pinturas cuyo único tema son los retratos de mujeres. Cuando su timidez le priva del contacto carnal con las mujeres reales, él se refugia en la cámara acorazada para admirar los rostros colgados de las paredes. En esa habitación él encuentra su harén y su consuelo. Se derrumba en el sofá situado en medio de la habitación y pasea la mirada entre sus amadas, soñando, quizá, que ellas también le aman. Contemplo estas escenas y no puedo dejar de pensar que yo mismo, en este salón, en este sofá, donde he construido mi refugio personal contra el mundo y contra la neurosis, también he creado un museo de mujeres hermosas e inalcanzables. Pero las mías no están plasmadas en pinturas de altísimo valor, sino en DVDs, y discos duros que cualquiera puede comprar en  kioscos o grandes almacenes. Mi criterio no es coleccionar películas por la belleza de sus actrices, aunque alguna hay que no he tirado por respeto a doña Fulana, o a doña Mengana, que estaban tremendas y fantásticas. Las mujeres hermosas simplemente se cuelan en mis películas predilectas, y se quedan ahí para siempre, en la estantería, en la carpeta de Windows, cubiertas con una carcasa de plástico para que ni el polvo ni la luz deterioren sus rasgos perfectos. Acumulando películas he creado, en cierto modo, un museo de la belleza femenina. Anglosajonas, casi siempre; españolas, si se tercia; pelirrojas, a ser posible.



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