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JFK: Caso revisado

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“JFK: Caso revisado” no es una película, sino un prolijo documental. Tan prolijo, que confieso haberme saltado partes con el mando a distancia, mareado con los nombres, los intrigantes, los mil y un documentos falseados por la comisión Warren. Están los agentes de la CIA, y sus enlaces, y sus agentes encubiertos, y sus agentes por cubrir, y los delegados territoriales, y los tipos del FBI, y los confidentes del FBI, y los civiles que trabajan para el Pentágono, y los militares que trabajan para los civiles... Pululando alrededor del asesinato de Kennedy están Bill, John, Sam, Jack, Bob, Fred.., todos esos norteamericanos monosilábicos que es imposible retener en la memoria. Qué distintos son los magnicidios en España, con nombres como Vellido, y Mateo, y Buenaventura, distinguibles para los espectadores de cualquier país que quiera conocer nuestra historia.

El documental de Oliver Stone es bienintencionado, pero extenuante: te hablan de la “bala mágica” y salen veinte fulanos que la tuvieron en la mano para emitir sus dictámenes; te hablan de la autopsia de Kennedy y salen otros veinte menganos que pulularon alrededor del cadáver para mangonear los informes, unos en Dallas y otros en Bethesda... Yo entiendo a Oliver Stone: él quiere que comprendamos, que nos indignemos con esta cascada de chapuzas y ocultamientos. Pero querido Oliver: no hacía falta. Ya sabíamos. No dices nada que no hubieras dicho ya  en “JFK: Caso abierto”, que era aquella obra maestra donde Donald Sutherland le contaba al juez Garrison las verdades del barquero. Los motivos que mueven la rueda del mundo.

No sé dónde he leído que “JKF: Caso revisado” ni siquiera es un documental, sino una especie de archivo histórico que habrán de consultar las generaciones del futuro. Un verdadero lío incluso para los que venimos con esta carrera terminada. Un posgrado de la hostia. Un máster del copón. Así que no te digo nada, si caes aquí por casualidad, con tu cuaderno en espiral y tu boli Bic, todavía creyendo que hubo un único tirador en Elm Street llamado Lee Harvey Oswald.





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Ad Astra

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Recuerdo a Carl Sagan, en la serie Cosmos, soñando con la existencia de vida extraterrestre. Se le ponía cara de bobo, de niño entusiasmado, con la posibilidad de establecer contacto con alguna civilización más inteligente que la nuestra, una liberada de las penurias de los instintos que nos marcara el camino del progreso y de las estrellas. Ad astra... Y yo, que era un niño de verdad, que le veía en la tele con las piernas colgando en el sofá, me dejaba llevar por su razonamiento científico -la ecuación de Drake que multiplicaba churras con merinas para dar casi con una certeza absoluta -y me preguntaba si tendría vida suficiente para ver ese acontecimiento algún día en el telediario: “En el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se ha recibido una señal de radio extraterrestre que dice ¡Hola!, buenos días, cómo anda el tiempo por ahí…”



    Han pasado cuarenta años desde entonces. A Carl Sagan se lo llevó un cáncer galopante poco después de alimentar nuestras fantasías, y de los extraterrestres bondadosos que él describió en Contact, la novela, todavía no hemos tenido noticia. De los malos tipo V o La Guerra de los Mundos tampoco, a Dios gracias. Mi salvapantallas de SETI@home aún no ha detectado ninguna señal de radio esperanzadora en su porción de cielo asignada, y los astrobiólogos actuales, que seguramente encontraron su vocación en la fe contagiosa de Carl Sagan, ahora viven resignados a encontrar bacterias miserables en el subsuelo de Marte, o en el recoveco de algún cometa congelado, que son biología, sí, exobiología de la hostia, pero que no satisfacen ningún sueño infantil de encontrarse cara a cara con E.T., o con Chewbacca, repostando el Halcón Milenario en alguna gasolinera de Campsa.

    Si Carl Sagan se levantara de su tumba para ver cómo anda el tema del contacto, se volvería a ella con un bostezo y nos dejaría el recado de resucitarle cuando tuviéramos noticias contrastadas. Pobre Carl Sagan… Y pobre de mí. La cosa no pinta nada bien. ¿Cuántos años me quedan para escuchar una señal de radio alienígena abriendo el telediario del mediodía: 20, 30…? Y encima viene James Gray, el plasta que dirige Ad Astra, a decirnos que el sueño verdadero es que no haya vida inteligente más allá de la Tierra, porque así los humanos nos concienciamos de que somos únicos y especiales, y afianzamos nuestros lazos, y hermanamos nuestro aliento, y demás paparruchas almibaradas. Si la única vida inteligente del universo -¡del Universo Entero y Verdadero!- es la nuestra, la del homo sapiens que va a comprar a la tienda de la esquina con su vehículo todoterreno, prefiero declararme apátrida, aplanétida, extrasolar… Irme con don Carl, de cañas galácticas, donde quiera que esté.



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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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