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Algunos hombres buenos

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No sé a qué viene tanto escándalo, la verdad, porque nosotros nos pasábamos la vida aplicando códigos rojos en el colegio. Y no: tampoco venían en ningún libro de texto, ni en un reglamento de régimen de interior, como quería demostrar Kevin Bacon en el juicio, que hay que ser gilipollas de remate, el jodido Footloose...  

El código rojo estaba en el aire, en el derecho consuetudinario de los patios. Se venía aplicando desde tiempo inmemorial, desde la época de los romanos, supongo, cuyo colegio estaba bajo el nuestro, a diez o quince metros de excavaciones. Nosotros no lo llamábamos “código rojo”, ni de ninguna manera; no teníamos un nombre para definir el castigo colectivo que se aplicaba sobre un tontolaba que perjudicaba la marcha del grupo. Ese tolili que cuando el profesor decía: “Al próximo que se ría, castigo general”, se reía; ese mentecato que cuando la seño decía: “Si vuelvo a oír el chirrido de una silla, no salimos hasta las seis”, movía la silla porque le quemaba el culo en el asiento, o simplemente por joder, porque era tonto de remate, o ya hacía prácticas para la sociopatía política en el PP. Ese mamonazo que cuando el director entraba en clase y todos nos poníamos de pie, él se quedaba sentado, perdido en Babia, o en la Inopia, o mirando a las apabardas, y entonces, cuando el director terminaba de comunicarnos lo importantísimo que venía a decirnos, le decía bien alto al tutor o a la tutora: “Que me escriban cien veces, TODOS, por culpa de aquel señorito -y le señalaba con un golpe de mentón- “Debo levantarme cuando el señor director entra en mi aula porque así son los caballeros maristas, gente educada y respetuosa”, y nosotros, hasta que el dire salía por la puerta, conteníamos el gesto, pero cuando se perdía por el pasillo mirábamos al chiquilicuatre con cara de odio apenas contenido.

Luego, en el recreo, nos reuníamos en corrillos, y nos cagábamos en sus muertos, y decíamos: “Éste se va a enterar...”, y le aplicábamos el código rojo de no dejarle jugar el partidillo, de impedirle cambiar los cromos, de no chivarle nada en el próximo examen en el que se viera apurado. Sí, yo también ordené algún código rojo en mi mocedad, como el coronel Jessep en la película.





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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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