Nymphomaniac I

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Los habitantes de la casa me interrumpen dos veces mientras veo, en la primera sobremesa de las vacaciones, Nymphomaniac I, que no es la película porno que un amigo me dejó, o que quedó grabada en el vídeo del Canal +, si no la última película de Lars von Trier, un danés extraño que lo mismo te deja fascinado en Melancholia que te proporciona argumentos para asesinarlo en Anticristo.

    Nymphomaniac I cuenta exactamente lo que promete en el título: las fogosas aventuras sexuales, ninfomaníacas, de una mujer carente de límites llamada Joe. Desde que una amiga del insti le mostró los misterios de lo genital jugando a las “ranas frotadoras”, Joe se lanza a una vida de lujuria en la que experimenta con cualquier hombre o con cualquier mujer que se le ponga a tiro. Ella no hace distingos entre guapos y feos, entre ricos y pobres, entre delgados y gordos. Joe es una mujer pansexual, ecuménica, que se ofrece al primero que pasa para hacerle feliz, sin cobrarle nada a cambio. En la película no lo cuentan, pero dicen las crónicas que las putas de la ciudad quisieron pegarle una vez, y poner una denuncia en comisaría por competencia desleal. Esa sí que hubiese sido una gran película, Putas contra Ninfómanas, con un remate final de peleas sobre el barro y reconciliaciones femeninas sobre la cama. Mientras tanto, los hombres del barrio agradecen a los dioses que Joe se haya criado allí, y no diez manzanas más arriba, y llenan las iglesias los domingos por la mañana para dar gracias a los dioses.




Decía, al principio, que me han interrumpido dos veces mientras veía Nymphomaniac I. En dos horas que dura la película -aunque la hayan publicitado con mucho escándalo y mucho jadeo- no son más de tres minutos los que podríamos considerar pornográficos, con algún lameteo de pezón y algún pene que nada más ser descubierto por el espectador se introduce ágilmente en la vagina, como un conejo en su madriguera. Los 117 minutos restantes son cháchara, preparación y consecuencias. También hay amor verdadero, esposas que lloran, y un padre querido que se muere en el hospital. Hay mucha gente vestida en Nymphomaniac I. Pero ya he contado alguna vez que en mi casa, tal vez porque tengo los auriculares demasiado altos, o porque hago ruiditos inconscientes sobre los muelles desgastados del sofá, siempre me interrumpen en lo más sagrado del asunto para preguntar una tontería, o para decirme que se van a la calle. Pero no se van, claro, no al instante, porque se quedan allí de pie, mirando alternativamente  la película y el espectador, pensando si me he vuelto loco de verdad y ya no me importa ver una película porno en plena sobremesa. Mientras Joe cabalga alegremente sobre la base de un pene anónimo, yo me abstengo de dar cualquier explicación. Porque me quedo mudo del embarazo, y porque además no me iban a creer. Al final se van, tartamudeando una disculpa, sin que el mondongo de la pantalla haya terminado. Luego, por la noche, cuando nos juntamos para cenar, todo el mundo se hace el sueco con el asunto; ni yo he visto, ni ellos me han visto.



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Looper

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Looper es una película de ciencia-ficción sobre hombres que son enviados al pasado para que su yo más joven los asesine a cambio de ganar un pastizal. Looper es un galimatías de líneas temporales, de paradojas existenciales, que un espectador atento puede seguir si no se hace demasiadas preguntas. Hay que estrangularlas nada más nacer para que Looper, que es una película entretenida en la que además sale Emily Blunt partiendo corazones por la mitad, se deslice limpiamente hacia su trágico e inevitable final. El mismo personaje de Bruce Willis, en su primer encuentro con su yo más joven, se ordena a sí mismo, tajantemente, que no haga preguntas:

- No quiero hablar de putos viajes en el tiempo. Porque si nos liamos a hacerlo estaremos todo el día haciendo diagramas y te juro que es un coñazo. Así que olvídalo.


    A mí, sin embargo, lo que más me fascina de Looper son los poderes telequinésicos de  sus personajes. En el futuro, una minoría de seres humanos desarrollará una mutación que los capacitará para mover objetos con la mente, y eso los volverá tremendamente poderosos para dirigir los cotarros y atraer las sexualidades. La telequinesia es el superpoder que yo me compraría de venderse en las tiendas, el que yo me implantaría si pudiera acceder a la terapia genética en el Centro de Salud. Otros amigos míos, en las tertulias absurdas, se decantan por la visión de rayos X, o por el don de la invisibilidad, siempre pensando en guarrerías. Yo prefiero mover objetos con la mente y hacer pequeñas jugarretas a los que me caen mal; tremendas putadas a las personas que odio desde las vísceras. Delinquir de otra maneera. Sería el puto amo del barrio, un mafioso de gafas de pasta y cara de poco espabilado que esconde un pequeño demonio dentro de la cabeza 



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Sueño y silencio

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En Sueño y silencio, su director, Jaime Rosales, que es un experimentador del cine que a veces acierta de plano y a veces duerme a las ovejas, consigue exactamente eso segundo que propone: sumirme en el sueño a través del silencio hermético de sus personajes. 

Uno entiende, e incluso aplaude, que Jaime Rosales trate de hacer cine diferente y poco manido. La muerte de una hija pequeña, en manos de un director americano de la factoría, o de un sensiblero realizador de nuestro terruño, sería un espectáculo de pornografía sentimental difícil de ingerir: el drama de un matrimonio que se pasaría toda la película llorando, reprochando, ensoñando, padeciendo, gimiendo, chillando, maldiciendo, rezando... Una reacción lógica que en el cine, no sé por qué, siempre queda melodramática y un poquitín ridícula. Un espectáculo terrible. Creo que sólo una vez me creí a pies juntillas la pérdida ficticia de un hijo: fue en 21 gramos, la película de Iñárritu, con aquella soberbia Naomi Watts que se moría de dolor entre los suspiros y la incredulidad del momento.


Rosales, en su intento por ser distinto y original, convierte a sus personajes en figuras de piedra. Huyendo del espectáculo más evidente y efectista, ordena a sus actores -que en realidad no son actores profesionales- que escondan, que tapen, que se queden mirando a la nada durante minutos que se hacen interminables para el espectador. Intuimos que hay ríos de lava tratando de perforar esas máscaras de roca para brotar con rabia de sangre. Pero o los actores son cojonudos, o Rosales, en el rodaje, les atizaba con el látigo cada vez que una emoción asomaba en sus rostros. En el duermevela que me priva de la segunda parte de la película, uno, chapoteando en el marasmo, ya no recuerda bien si la hija estaba muerta o si la habían perdido en el parque; o si la chica, quizá, sólo había suspendido las matemáticas y los padres ponían cara de qué le vamos a hacer, mañana será otro día. Me cuentan que al final había unos planos muy poéticos, ensoñadores, de cine de altísima calidad, como buscando fantasmas o aventurando el milagro de una resurrección. No sé...  Mientras este cine de valiosos quilates transitaba por mi televisor, yo, en el sofá, despatarrado y con babilla en los labios, ya soñaba con el próximo Mundial de fútbol, con las tardes eternas que pasaré persiguiendo la pelota por los pastos brasileños, siempre demasiado altos y resecos.




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Holy motors

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Había leído críticas muy exaltadas sobre esta película francesa titulada, de un modo extraño y muy británico, Holy motors. Los críticos de guardia se peleaban por encontrar expresiones más altas que la tan manida “obra maestra”, o que la “película excepcional”. Y uno, que estos días andaba con prisa y bastante despistado, se lanzó de cabeza a Holy motors sin pasar el trámite obligado de una segunda opinión. Me hubiera venido bien el aviso de que esta piscina, contrariamente a lo que aseguraban, no tenía agua para amortiguar la zambullida. Porque la hostia ha sido morrocotuda. El agua que decían pura y cristalina, de un cine esencial y desatado, que manaba de las fuentes primordiales del séptimo arte y no sé cuantas gilipolleces más, no era más que un espejismo compartido por estos lunáticos que ven las películas con los ojos torcidos y el espíritu crítico vuelto del revés. 

Leos Carax goza del poder mesiánico de arrastrar a los críticos en los festivales, y los convence de haber convertido las heces de la mañana en vino de Burdeos. Ha sido ahora, en el sopor de la noche ya calurosa, indignado y flipado a partes iguales, cuando he descubierto que Boyero y Marchante, mis oráculos de Delfos, mis críticos de cabecera, mis guías espirituales en este asunto primordial del cine, echaban pestes de Holy motors en sus críticas, por ser película estúpida y pretenciosa. No les leí a tiempo, antes de enfrentarme al monstruo pavoroso, desarmado de lanza y de coraza. Ahora, en el insomnio, me lamo las heridas, y juro próxima venganza. Mis desquite será no volver a ver, no volver a tener en cuenta.




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Sightseers

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Hace unos cuantos milenios, cuando nuestros antepasados vagaban por el mundo armados de cachiporra, cualquier ofensa podía ser respondida con un garrotazo que causara la muerte del ofensor. Una mala mirada, un mal gesto, un no apartarse del camino en el momento adecuado... El mundo prehistórico era un Far West de vaqueros semidesnudos que sólo bebían agua y conducían rebaños de mamuts. En Atapuerca, separando las cuevas a izquierda y derecha, había una gran calle polvorienta donde los homínidos paseaban y se vigilaban, desenfundando sus garrotes al menor atisbo de desafío. No había por entonces música de Ennio Morricone que añadiera más tensión a la escena, pero de fondo aullaban los lobos, y los tigres con dientes de sable. Las leyes y las cárceles eran elementos disuasorios que los mesopotámicos aún no habían inventado, así que había barra libre para ejercer la venganza y el desahogo. Ningún sheriff salido de Los Picapiedra iba a meterte en el calabozo por matar a otro fulano. Lo que luego hiciera contigo la tribu del asesinado ya era harina de otro costal.


El primer crimen que comete esta pareja de chalados en la película Sightseers tiene algo de prehistórico y de salido de las vísceras. El muerto es un imbécil que se les cruza en el camino tres veces en el mismo día, comiendo un helado y lanzando el correspondiente envoltorio al suelo, un incauto que no sabe con qué psicópatas disfrazados de ciudadanos está tratando... Cinco minutos después yacerá muerto en el asfalto del aparcamiento, atropellado accidentalmente por un coche con caravana que se da a la fuga con toda tranquilidad. Quién no ha soñado alguna vez con un crimen así, limpio, rápido, impune, que hiciera justicia con los incivilizados reincidentes, esos que enciman te miran retorcidos y te gritán "¿Qué pasa?" En ese segundo de rabia en el que el hombre civilizado todavía no ha comparecido, el troglodita interior sólo se detiene ante el miedo de ser delatado por un testigo, de ser castigado por la autoridad, de ser enculado en las duchas no vigiladas de la cárcel provincial. Lo único que nos separa de estos demenciados psicópatas de Sightseers es que en ellos el hombre civilizado, o la mujer tolerante, llegan mucho más tarde a la cita. 

Es una pena que Sightseers no ahonde en estas cuestiones de enjundiosa antropología, y prefiera irse por los cerros de Úbeda, o por las Highlands de los escoceses, para hacer cuchipanda y gamberrada que divierte mucho a los adolescentes. Te ríes, sí, pero mucho menos que al principio, cuando la cosa visceral te salía del alma y no lo podías remediar. La sonrisita del criminal frustrado.





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Route Irish

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En Route Irish -película que toma su nombre de la carretera que une el aeropuerto de Bagdad con la capital- estos radicales británicos que son Ken Loach y Paul Laverty vienen a contarnos que la guerra de Irak fue un pretexto para que los anglosajones se forraran destruyendo infraestructuras y reconstruyéndolas después. La guerra sacrificó a millares de jóvenes soldados para aplacar la ira del dios Dinero, y convencerle de que dejara fluir los negocios con la fuerza de su poder mesopotámico. Una mentira sangrienta y chusca: eso fue la guerra en la que nuestro ex bigotudo ex presidente hizo el papel de bufón mayor de la corte, con su inglés de nivel medio y sus ingles cruzadas sobre la mesa de tomar el café. Ansar, por supuesto, no sale en la película, porque él es un personaje tan despreciativo como despreciado, y por tanto despreciable.

            Route Irish es cine que se agradece, que nunca está de más, pero que no aporta nada nuevo a los espectadores que ya entonces leíamos los periódicos. La película de Loach  transcurre plácidamente por los caminos de la denuncia, sin dejar ninguna intriga, ninguna sorpresa. Pero no por impericia, sino porque es imposible que las haya. Para reconstruir la historia y amoldarla a su gusto ya están los tertulianos de derechas en la TDT. Los malos de Route Irish ya son malos desde el inicio, y los buenos, aunque flipen con las armas, y hagan locuras causadas por el estrés postraumático, son tipos cargados de verdad y de valentía. “¡Se equivoca usted” -exclamarán indignados los lectores que ya han visto la película - “¡Al final hay una sorpresa!”. Y es cierto, pero tal campanada no desdice en nada lo expuesto en el párrafo anterior. Como decía mi abuela, lo mismo peca el que mata que el que tira de la pata.




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El muerto y ser feliz

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Creo que fue Carlos Pumares, en aquel programa suyo de la madrugada, quien contó una vez que en la televisión de Polonia, al menos en la Polonia de los años ochenta, no doblaban las películas extranjeras, ni tenían el buen gusto de subtitularlas. Que era un tipo el que iba contando la trama a los espectadores, una voz en off que iba diciendo: “Y ahora fulano le responde que no, y mengana le dice que de eso ni hablar…” Nunca supe si esto era cierto o si era una exageración más de Carlos Pumares, que a veces se dejaba llevar por el humor del momento y recreaba la realidad a su modo irónico y punzante. Le gustaba mucho, además, reírse de los comunistas cuando cruzaba el Telón de Acero para asistir a los festivales, y a veces los caricaturizaba en exceso, para mi cabreo de adolescente comunista que le escuchaba desde León. De ser cierta su afirmación, uno piensa que quizá el narrador era un comisario político que inventaba los diálogos para que la acción encajara dentro de los valores marxistas-leninistas. O que no había presupuesto para más, en la filmoteca de Polonia, porque el resto se lo gastaba Jaruzelski en cohetes nucleares para el Pacto de Varsovia.


            Traigo la anécdota a colación porque hoy he visto –mejor dicho, he  empezado a ver- una película que está narrada de una manera parecida, pero más idiota todavía. El muerto y ser feliz es una película española, protagonizada por actores y actrices que hablan en perfecto castellano, a los que una voz en off femenina va precediendo -y prediciendo- en el mismo idioma: “Fulano sacó un cigarrillo del bolsillo y le dio las gracias”. Y en efecto, acto seguido, fulano saca un cigarrillo del bolsillo y le da las gracias a la señorita. Una memez insoportable, verborreica, pedante a más no poder. ¿Por qué nos describen literariamente una plaza de Buenos Aires que estamos viendo, si la estamos viendo? ¿Para qué nos anticipan el diálogo que va a producirse dentro de cinco segundos, si lo vamos a oír? ¿Sólo para que el espectador exclame “¡qué película tan original”, o “¡qué guionista tan ingenioso!”? Bah…





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Mud

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Mud es una película tan bien hecha y al mismo tiempo tan estúpida, con unos actores tan espléndidos representando a personajes tan inverosímiles e inefables, que uno, sorprendido en mitad de su propia perplejidad, seducido y distante a partes iguales, no atina a escribir nada fructífero sobre ella. Que sean otros los que iluminen a mis defraudados lectores. Ya dejé advertido que este diario no es un compendio de críticas de cine, sino el hilo conductor de mis propias verborreas, a veces sobre el cine, a veces sobre la vida, y que en ocasiones se seca como los manantiales en el verano. Películas como Mud nunca sabría si recomendarlas o si fingir que no las he visto. Me dejan la lengua paralizada, y el pensamiento atorado.




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