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Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

🌟🌟🌟🌟

La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres, también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.

La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico, donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra leyenda.

Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias, y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil... No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo, no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.

El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean. Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa Teresa, a lo mejor.



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Fragmentos de una mujer

🌟🌟🌟


Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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Borg McEnroe

🌟🌟🌟

Hubo un tiempo en el que al tenis se jugaba con los sacudidores de alfombras que usaba doña Jaimita para azotar en el culo a Zipi y a Zape. Las pelotas eran blancas, el Ojo de Halcón una quimera, y Rafa Nadal, por incomparecencia existencial, no había ganado todavía su primer Roland Garros. Era el tenis de mi infancia, el que daban por la vieja Philips en blanco y negro, donde todas las pistas parecían de color gris: la tierra de Roland Garros como ceniza, y la hierba de Wimbledom como agostada.  

    Ése era el único tenis que yo conocía, el de las grandes estrellas de la ATP, porque de niño, en León, sólo jugaban al tenis los niños pijos y los fantasmas. Los que eran socios de un círculo recreativo y se pegaban una buena sudada antes de lanzarse a la piscina, o los que se construían una cancha en el chalet para darse el pisto ante los vecinos. La vida de provincias...


    Cuando tuve conciencia de ese deporte televisivo llamado tenis, Borg y McEnroe eran los campeones que se disputaban los grandes torneos del circuito: uno hierático como buen sueco, el otro rebelde como buen americano. El tipo educado y el chico protestón. El rey a destronar y el príncipe heredero. El que te imaginabas en el palco de la Ópera de Estocolmo y el que te imaginabas pegando botes en un concierto de Bruce Springsteen. Recuerdo que en aquellos lances históricos yo iba con Borg, instintivamente, sin una razón concreta. Yo aún no sabía que Bjön procedía de un socialdemocracia ejemplar, y que McEnroe era el embajador de un Imperio que predicaba la esclavitud de los proletarios. Si lo hubiera sabido, me habría alborozado mucho más en las victorias de Borg, y deprimido con más dolor en las derrotas. 

    De todos modos, mi pasión por el sueco habría durado casi nada: un suspiro de seis o siete torneos, porque con veintiséis años, harto de la presión, del no-vivir del tenista profesional, el sueco del pelo largo y la cinta en el pelo se retiró de las pistas para ganarse la vida en otros menesteres, publicitarios e inversores, en los que fue mucho menos hábil que con la raqueta.


    El que siguió dando por el culo fue el otro, McEnroe, que duró muchos años en el circuito ganando trofeos y protestando a los árbitros, encarándose con el público, destrozando raquetas en los descansos... Un impresentable que al final nos terminó cayendo simpático por culpa de aquel anuncio de las maquinillas de afeitar BIC. "¡La bola entró...!", le gritaba al juez de silla, y éste le respondía que muy apurada, como su afeitado, y tal... Joder, fue mítico, aquel anuncio. En el colegio nos pasábamos todo el día diciendo "la bola entró", jugando al fútbol, o al baloncesto, o las canicas en el gua, con aquel acento texano del tipo que le doblaba, y que luego Aznar, nuestro Ánsar, imitaría a la perfección cuando visitó a George Bush hijo y puso sus patas innobles sobre la mesita del café.




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Corazones de acero

🌟🌟🌟

Gracias al generoso esfuerzo de un barco corsario, que supongo centroamericano por los subtítulos que su grumete ha colocado en la película, con mucho chingón y mucha pinche de tu madre aderezando las batallas, ha llegado a mi pantalla esta película de Brad Pitt y sus muchachos matando nazis desde su tanque indestructible y afortunado.

    Si los alemanes hablaron en Das boot de la claustrofobia guerrera que se sufría en un submarino, los americanos, que no iban a ser menos, han embutido a sus héroes de acción en un tanque que cruza Alemania camino de Berlín, a ver quién es el primero que le mete el cañón a Hitler por el culo. Corazones de acero tiene un arranque prometedor, con horrores de la guerra, y éticas arrastradas por el barro. Hay batallas de un realismo sangriento y metálico que acojonan al más pintado de los espectadores. Pero es su propia americanidad -la misma que les anima a producir estos grandiosos espectáculos- la que luego, a la hora de resolver los argumentos, les apuñala por la espalda y les condena a repetirse una y otra vez en la heroicidad tonta, en la cachaza casi mesiánica de estos tipos musculosos nacidos en Wisconsin o en Alabama que se quitan la guerrera, se cuelgan el cigarrillo en la boca y se ponen a ametrallar alemanes mientras las balas del enemigo les pasan rozando el hombro. Una calamidad, y un bostezo, este remate final de Corazones de acero, que nos deja como estábamos, con el corazón frío, y el alma hueca, y las meninges de pedernal.

      (Uno, por estar viendo gratis lo que otros, a esta misma hora, están pagando en los cines, debería sentir el gusanillo de la conciencia hurgando en el aparato digestivo. Pero ya hace tiempo que no siento el mordisqueo de los remordimientos. Las películas que me gustan luego las compro en DVD, o en Bluray, en las Grandes Estafas de los Grandes Almacenes. Mi bucanería sólo es una estrategia de espectador, no una filosofía de vida).


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Nymphomaniac II

🌟

Descubro, horrorizado, antes de ver Nymphomaniac II, que la señora H., personaje inolvidable de la primera parte, era Uma Thurman. La mismísima Uma Karuna. Y digo horrorizado no porque ella se haya vuelto fea, o tristemente vieja, que de momento los dioses la conservan hermosa, sino porque yo, en mi ceguera, en mi sordera, en mi temprana senectud, no fui capaz de reconocerla. Diez minutos de pantalla para ella sola, gritando, llorando, gritándole de todo al adúltero marido, y yo, en mi sofá, pensando para mí: “Este tipo es un imbécil. Con una mujer como ésta, ¿por qué se va con la ninfómana sin alma ni conciencia”? Quizá mi demencia, mi vejez, mi ocaso definitivo, empiece así, con un rostro amado que no reconozco, con un viejo amor al que no saludo.





Nymphomaniac II es un despropósito aún más delirante que la primera entrega. Al menos en Nymphomaniac I había escenas de sexo, y una chica muy guapa que las practicaba, y eso iba salpicando la trama de pequeñas alegrías que te empujaban a perseverar. Uno, además, que también tiene su puntito de humanidad, guardaba cierto interés en descubrir el destino final de Joe, la pelandusca del pecho plano y el espíritu torturado. Pero ahora, en Nymphomaniac II, por un azar femenino de la biología, su clítoris ya no responde a los estímulos, y Joe (que ya no es la actriz anterior, sino la macilenta y demacrada Charlotte Gainsbourg ), ahora camina vagabunda por la ciudad, desconsolada y perdida. 

    Para nuestro desconsuelo de espectadores pervertidos, Joe abandonará las camas y se lanzará a los caminos del masoquismo, del matonismo, del parlamentarismo incluso, pues no va a dejar de hablar en toda la película, contándole a un anciano anacoreta su triste pasado de tragasables. Del sexo oral hemos pasado, en profunda decepción, al sexo oralizado. Nymphomaniac II es un coñazo (valga la expresión). Una película prescindible que voy pasando primero a saltos de un minuto, luego de dos, y ya finalmente de tres, como las uvas que se comían el ciego y el muchacho en  "El lazarillo de Tormes". Tendría que habérmelo imaginado desde el principio: ¿Lars von Trier desnudando por fuera y por dentro a las mujeres? Vamos, hombre. Una excusa barata para rodar pornografía (que se agradece), para dar clases de filosofía (que ya sabíamos), y para hacer un análisis profundo del alma femenina (que es un asunto incognoscible).


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Nymphomaniac I

🌟🌟🌟

Los habitantes de la casa me interrumpen dos veces mientras veo, en la primera sobremesa de las vacaciones, Nymphomaniac I, que no es la película porno que un amigo me dejó, o que quedó grabada en el vídeo del Canal +, si no la última película de Lars von Trier, un danés extraño que lo mismo te deja fascinado en Melancholia que te proporciona argumentos para asesinarlo en Anticristo.

    Nymphomaniac I cuenta exactamente lo que promete en el título: las fogosas aventuras sexuales, ninfomaníacas, de una mujer carente de límites llamada Joe. Desde que una amiga del insti le mostró los misterios de lo genital jugando a las “ranas frotadoras”, Joe se lanza a una vida de lujuria en la que experimenta con cualquier hombre o con cualquier mujer que se le ponga a tiro. Ella no hace distingos entre guapos y feos, entre ricos y pobres, entre delgados y gordos. Joe es una mujer pansexual, ecuménica, que se ofrece al primero que pasa para hacerle feliz, sin cobrarle nada a cambio. En la película no lo cuentan, pero dicen las crónicas que las putas de la ciudad quisieron pegarle una vez, y poner una denuncia en comisaría por competencia desleal. Esa sí que hubiese sido una gran película, Putas contra Ninfómanas, con un remate final de peleas sobre el barro y reconciliaciones femeninas sobre la cama. Mientras tanto, los hombres del barrio agradecen a los dioses que Joe se haya criado allí, y no diez manzanas más arriba, y llenan las iglesias los domingos por la mañana para dar gracias a los dioses.




Decía, al principio, que me han interrumpido dos veces mientras veía Nymphomaniac I. En dos horas que dura la película -aunque la hayan publicitado con mucho escándalo y mucho jadeo- no son más de tres minutos los que podríamos considerar pornográficos, con algún lameteo de pezón y algún pene que nada más ser descubierto por el espectador se introduce ágilmente en la vagina, como un conejo en su madriguera. Los 117 minutos restantes son cháchara, preparación y consecuencias. También hay amor verdadero, esposas que lloran, y un padre querido que se muere en el hospital. Hay mucha gente vestida en Nymphomaniac I. Pero ya he contado alguna vez que en mi casa, tal vez porque tengo los auriculares demasiado altos, o porque hago ruiditos inconscientes sobre los muelles desgastados del sofá, siempre me interrumpen en lo más sagrado del asunto para preguntar una tontería, o para decirme que se van a la calle. Pero no se van, claro, no al instante, porque se quedan allí de pie, mirando alternativamente  la película y el espectador, pensando si me he vuelto loco de verdad y ya no me importa ver una película porno en plena sobremesa. Mientras Joe cabalga alegremente sobre la base de un pene anónimo, yo me abstengo de dar cualquier explicación. Porque me quedo mudo del embarazo, y porque además no me iban a creer. Al final se van, tartamudeando una disculpa, sin que el mondongo de la pantalla haya terminado. Luego, por la noche, cuando nos juntamos para cenar, todo el mundo se hace el sueco con el asunto; ni yo he visto, ni ellos me han visto.



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