Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres

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Gracias a las ficciones de Stieg Larsson supimos que en Suecia también había fachas esperando la llegada del IV Reich. Y fue toda una decepción, la verdad; una apertura de ojos forzada por dos bofetones de realidad. Cuando Stieg se nos murió y leímos sus crónicas periodísticas comprendimos que el facherío sueco también despertaba de su letargo, se infiltraba en el poder, aspiraba a pisar de nuevo las montañas nevadas... Los fachas influyentes y trajeados que aparecían en su trilogía no eran psicópatas de ciencia ficción, sino señores muy verosímiles basados en sus pesquisas. 

Antes de que Lisbeth Salander llegara a nuestras vidas para convertirse en un icono pop habríamos jurado que Suecia era territorio no friendly con el fascismo. Suecia, joder, era el paraíso de la socialdemocracia, el reino idílico de las suecorras. Habríamos apostado cien coronas a que allí los nazis eran una especie extinguida después de la II Guerra Mundial. Porque psicokillers los hay en todos los lados, y hackers de sexualidad bífida como Lisbeth Salander también, y aunque ambos personajes sean el cogollo de la trama, enrevesados y siniestros cada uno a su modo, en realidad no nos sorprendían tanto. Yo mismo tuve una amante que se creía Lisbeth Salander porque sabía de informática profunda, tenía veleidades lesbianas y poseía esa puta memoria eidética que sirve para aprobar una oposición mientras te rascas el chocho o los cojonazos. Lo realmente sorprendente del universo Millenium eran los fachas suecos, tan mitológicos como los comunistas de Las Vegas.

Recuerdo que cuando se estrenó la película en España había imbéciles que sostenían que aquí no existían los fachas porque no existían los partidos de ultraderecha. Los que leíamos los periódicos sabíamos que había unos cuantos y que militaban todos en el PP. Lo que no sabíamos es que había tantos -una puta plaga- y algunos tan próximos -en el círculo íntimo- cuando por fin se separaron de la nave nodriza.