Robot Chicken: Star Wars III

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Seth Green y sus secuaces cerraron su particular trilogía en 2010, con el poco original título de Robot Chicken: Star Wars III. Se guardaron su imaginación -desbordante, traviesa, decididamente friki- para los sketches hilarantes. Si alguien dudaba de que en la tercera entrega iban a flaquear las imaginaciones, estos muchachos dan el do de pecho y se marcan un especial de tres cuartos de hora, para tapar las bocas de los agoreros, y abrir las nuestras, que sí confiaban, en sucesión de carcajadas. 

    La galaxia muy lejana, pasada por el turmix de su gamberrismo, vuelve a convertirse en un culebrón de hijos secretos, de amores no confesados, de secundarios maltratados por la historia. Y entre todos ellos, revoloteando como una mosca cojonera, el impagable personaje de Boba Fett, el chulo más engreído de toda la galaxia.
  

1. ¿Quién baja por las pizzas en las reuniones del Alto Consejo Jedi?

2. El cuarto para hablar de asuntos no sexuales de la reina Amidala.

3. Anakin estrena piernas y traje  un sábado por la noche...

4. C3PO, que domina 6 millones de formas de comunicación, recibiendo sus clases de español...

5. ¿Qué ocurrió realmente en la granja del tío Owen?

6. Chewbacca presenta su familia a Han Solo, tras tantos años de amor inconfesado...

7. Incómodo reencuentro en la gasolinera espacial...

8. La nueva desventura del stormtrooper Gary, esta vez en la luna de Endor, con el ewok atropellado.

9. La larga -muy larga- y filosófica -muy filosófica- muerte del Emperador Palpatine.

10. Boba Fett y su amigo, entreteniendo los mil años de lenta digestión dentro del Sarlacc.



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Robot Chicken: Star Wars II

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Robot Chicken: Star Wars episodio II es la continuación de las gamberradas que Seth Green y sus secuaces perpetraron un año después de su primer delito. En contra de lo que sostiene el manido refrán, segundas partes vuelven a ser buenas, y esta travesura en stop-motion es tan divertida y audaz como la primera. El universo de Star Wars, y la imaginación malvada de los guionistas, dan para hacer infinidad de homenajes descacharrantes. 

    Las ocurrencias de Robot Chicken recuperan a los personajes secundarios que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de los Jedi y de los Sith. Víctimas colaterales de una guerra que ni les iba ni les venía. Gracias a esta serie animada podemos conocer el antes y el después de sus vidas: qué tristes circunstancias les empujaron a su destino, y qué fue de ellos, tras su peripecia personal en las guerras galácticas.  Un verdadero ¿Qué fue de...? que a los frikis de la saga nos satisface las curiosidades y las risotadas. Y que a los ignorantes del mundillo les va a traer muy sin cuidado. Aviso.

Selección personal de sketches:

1. Boba Fett regresando de la muerte para cargarse a los Ewoks, esos osos tan modosos y apestosos.

2. La fatigosa aventura de Gary, el stormtrooper que lleva a su hija al trabajo justo cuando toca abordar la nave consular de la princesa Leia.

 3. El spin-off del Dr. Ball, la bola negra que portaba la inyección torturadora de la princesa.

4. Anakin asesinando a los aprendices de la Escuela Jedi mientras imagina que parte girasoles con su espada láser, allá en los campos de Naboo, donde se enamoró de Amidala.

5. La carrera suicida de los AT-AT, en homenaje a American Graffiti, la película que  George Lucas filmó con coches y no con naves espaciales.

6. La triste historia de Krayt Dragon, el dinosaurio aventurero.

7. Comida "entre amigos", en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

8. Bob Goldstein, el abogado de Naboo que representa a los damnificados por los caballeros Jedi. Un Saul Goodman de la galaxia muy lejana...

9. Vader y Luke recuperando el tiempo perdido, as father and son.

10. El Emperador esperando su maleta perdida, en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte.




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Robot Chicken: Star Wars I

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Robot Chicken es una serie de animación que utiliza la técnica del stop-motion para versionar, de modo hilarante, el universo de nuestras películas y series favoritas. En el año 2007, con motivo del 30º aniversario del estreno de La Guerra de las Galaxias, Seth Green y su entrañable pandilla de pirados le dedicaron un programa especial al universo Star Wars. Veinticinco minutos de pura inspiración, de pura descojonación. Treinta sketches que ponen patas arriba las escenas memorables, los diálogos archisabidos. Que rescatan del olvido a los personajes secundarios y sacan los colores a los protagonistas principales. 

    Cada vez que me encuentro con otro friki por los caminos de la Fuerza, le recomiendo Robot Chicken: Star Wars encarecidamente, como un buen samaritano que soy. Al común de los mortales, en cambio, prefiero no mencionársela, porque sé que no van pillar las coñas marineras, Y porque a uno le consta, además, que los pirados de la saga galáctica les caemos muy gordos a estas gentes sencillas de nuestra galaxia, de lo plastas que podemos llegar a ser con nuestra obsesión. Que el Cielo nos perdone, y que la Fuerza nos acompañe.


Selección personal de sketches:

1. El soldado imperial que cagaba en el AT-AT antes de ser liquidado por la bomba de mano de Luke.

2. El anuncio de los cereales para el desayuno del Almirante Ackbar.

3. La triste historia de Ponda Babas, el alienígena bonachón que perdió el brazo en la taberna de Mos Eisley.

4. (El mejor de todos, sin duda) El curso de orientación para oficiales del Imperio Galáctico donde aprenden a fingir un ahogamiento ante Darth Vader, y evitar, así, ser atravesados por su espada láser en los raptos de ira.

5. Los devoradores del asteroide pidiendo comida china por teléfono al no poder zamparse el Halcón Milenario.

6. George W. Bush convertido en caballero Jedi por obra y gracia de los gamberros midiclorianos.

7. El duelo de raperos entre el Emperador y Luke Skywalker, insultando en verso a sus respectivas madres.

8. Darth Vader atormentado por el fantasma de Jar Jar, su “querido amigo” de la infancia.

 9. Darth Vader explicándole a su hijo el culebrón entero de Star Wars, allá en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

10. El disco de Grandes Éxitos de Max Reebo, el músico elefante de Jabba el Hutt.




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Un día perfecto

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Luis Buñuel, como buen hombre de izquierdas, no creía en la caridad. Él sabía que los pequeños gestos sólo calman los dolores particulares y momentáneos. Que se necesitan palabras más valientes, como justicia, o redistribución, o sentido común, para arreglar los males del mundo. Los voluntarismos, aunque loables, barren un suelo que habrá de ser barrido mil veces más. 

    Para explicarnos su postura, Buñuel nos dejó la famosa escena de Viridiana. Jorge, el personaje de Paco Rabal, siente pena por un chucho fatigado que camina atado al carro de su dueño. El aldeano, un miembro de la especie homo garrulensis que todavía pervive en nuestra Hispania Citerior, y también en la Ulterior, se niega a subirlo porque allí sólo viajan “las personas”. En un arranque de caridad, Jorge le comprará el perro sólo para descubrir que detrás viene otro carro con un chucho en la misma circunstancia. La caridad ha salvado a una criatura, pero no ha cambiado las cosas. Buñuel entiende y aplaude a su personaje, pero deja esta reflexión en el aire para que la rumiemos con pesimismo.


      He recordado todo esto viendo Un día perfecto, la última película de Fernando León de Aranoa. Y lo escribo así, con el nombre completo, con el apellido aristocrático, porque don Fernando, a pesar de sus últimos deslices, es un cineasta al que debemos gratitud eterna por Los lunes al sol, esa obra maestra que ya quisieran para sí muchos americanos de postín, y muchos farsantes de la Nouvelle Vague. En Un día perfecto, una troupe de cooperantes viaja en todoterreno por las ruinas de la antigua Yugoslavia, recién terminada la guerra, limpiando pozos y desfaciendo entuertos. Según como lo cuentes, la película puede ser el ejercicio de una reflexión o el comienzo de un viejo chiste: van un puertorriqueño, un americano, un yugoslavo, una francesa y una ucraniana por las carreteras secundarias de Bosnia… 

    Los personajes de Tim Robbins y Benicio del Toro -aunque la ONU les ha endosado a dos mujeres de quitar el hipo que distraen mucho la atención y confunden el entendimiento del más pintado- son dos pedazos de pan que se desviven por ayudar al vecindario de los Balcanes. Pero no son dos monjitas de la caridad: ellos, inteligentes y lúcidos, no han caído en la creencia estúpida de estar cambiando las cosas. Ellos son cínicos pero alegres, resignados pero eficaces. Benicio y Tim no compran perros en la España Profunda, pero sí cuerdas y balones, allá en el desastre de la guerra.



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Rebobine, por favor

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El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Orson Welles, el genio creador

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No sé dónde leí una vez -tal vez en las novelas de Pepe Carvalho- que uno ya se sabe viejo cuando empieza a leer biografías. Hasta una determinada edad, que situaré arbitrariamente en los cuarenta años, uno no tiene biografía, sino vida. La palabra biografía tiene otro empaque, otra gravedad. Un significado solemne que abarca desde la vida hasta la muerte, y que sólo en la comprensión cabal de nuestra finitud nos atrevemos a considerar, y a indagar, en las vidas de los grandes hombres. Y no porque sean grandes hombres, a veces, que los leemos y ninguna enseñanza traspasa nuestra piel, de tan distantes o ajenos que nos resultan. Nadie ha escrito todavía la biografía de Pepito Pérez, el hombre anónimo, del traje gris, que se parecía tanto a nosotros, con su trabajo aburrido, su parienta regañona, sus achaques incontenibles, su muerte anónima en un hospital con olor a lejía y a meados.



      A falta de Pepito Pérez, del que se podrían aprender tantas cosas provechosas, uno se contenta con la vida de los grandes cineastas, que a veces abordo en forma de libro, y otras veces, como es el caso de hoy, en forma de documental. Orson Welles, el genio creador, es un documental de título rotundo que viene a resumir lo que ya todos sabíamos, y que los propios narradores van desgranando sin ahorrarse adjetivos: que Orson Welles fue un genio en el sentido estricto de la palabra. “Terrible consuelo el de ir cuarenta años por delante de tu tiempo”, le confesó el propio Welles a Peter Bogdanovich la noche que no quiso recoger el Oscar honorífico que le concedieron los hollywoodienses. La misma gente que le negó el pan y la sal, el dinero y la paciencia, que no supo ver en su egolatría el germen de un nuevo cine, tuvo que rectificar su error antes de que la salud del bendito gordinflón empezara a hacer de las suyas. En el vídeo pre-grabado que Welles envió a la ceremonia para dar las gracias, puede adivinarse su sonrisa irónica, su distancia educada. Su amor desmedido por el cine, y su desprecio altivo por la industria. 



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Human Nature

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Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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Sinatra: todo o nada

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Sinatra: todo o nada, es el documental que la HBO ha dedicado a la figura de Frank Sinatra, ahora que en el año 2015 se cumplían cien años de su nacimiento. Venía uno desconfiado al sofá, con pocas ganas de perder el tiempo, porque estos documentos suelen terminar en la hagiografía comodona: en la exaltación de las virtudes, y en el silencio de los defectos. Siempre hay hijos que pleitean, aludidos que demandan, mil enredos que obligan a desgrasar la biografía hasta dejarla en una leche desnatada que ni sabe ni alimenta. Pero no ha sido el caso, afortunadamente. La HBO ha vuelto a liarse la manta a la cabeza para dejarnos contentos a los usuarios de pago. Un Sinatra light o descremado se hubiera quedado en el repaso de sus greatest hits en discos y alcobas, y poco más, y para esos viajes ya están las alforjas de Qué tiempo tan feliz, en Tele 5, cuando María Teresa Campos decida lanzarse a la carrera internacional.


     Sinatra: todo o nada se aventura con decisión en los claroscuros de nuestro personaje, que los tenía por decenas, como en un cuadro de Caravaggio. El Sinatra glamuroso que canta y actúa en las películas se entremezcla con el Frankie camorrista que coquetea con la mafia y se aproxima a los círculos del poder, allá en el Camelot donde reinaban los Kennedy. El Sinatra que se dejaba los millones en causas benéficas y las cuerdas vocales en protestas contra la segregación racial, es el mismo Frankie que luego maltrataba a sus mujeres o se cambiaba de chaqueta para apoyar a Ronald Reagan en sus aspiraciones. Un ángel y un demonio, un bendito y un impresentable. Un personaje contradictorio al que dan ganas de achuchar en unos pasajes y de abofetear en los siguientes. En el fondo, más allá de sus trajes carísimos y de su aureola de cantante, Sinatra fue  un chulo de barrio que siempre hizo lo que le dio la gana, como dejó consignado en su canción My way, que viene a ser la confesión última de sus voluntades, tan férreas como poco lamentadas:

Arrepentimientos, he tenido unos pocos,
pero igualmente, muy pocos como para mencionarlos.
Hice lo que tenía que hacer,
y llegué al final sin deber nada a nadie.
Planeé cada ruta,
cada cuidadoso paso a lo largo del camino.
Y más, mucho más que esto,
lo hice a mi manera.



       Posdata. De los 34 centímetros que la tradición atribuye a su miembro viril no se dice una sola palabra en el documental. Ninguna fuente fiable, por lo que se ve, ha contrastado lo que en su día afirmara Ava Gardner: ”Frank pesa 50 kilos. 45 de ellos corresponden a su pene”.

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