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Guía del autoestopista galáctico

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La vida no tiene sentido. El número 42 que escupe el superordenador en La guía del autoestopista galáctico es el ejemplo perfecto de una respuesta sin pies ni cabeza. Un chiste genial. El oráculo también pudo haber dicho “sopa”, o “3/4”, o un relincho en arameo. Cualquier tontería. Llevamos con este tema de la trascendencia desde los filósofos griegos y lo único que hemos conseguido es marear la perdiz, la pobrecica. Los seres humanos sólo somos un accidente bioquímico que ha llegado demasiado lejos. Nada más. Aminoácidos implumes que piensan cuando tienen el estómago lleno y el techo asegurado. Cuando no dan fútbol por la tele o no estamos en precampaña electoral. Pensar en el sentido de la vida solo es un pasatiempo que nos ocupa mientras se hacen las tostadas o sale el agua caliente.

 Da postín, pensar en esas cosas, y a veces salen hasta reflexiones muy chulas, y muy profundas. Recordamos nuestros tiempos de la clase de filosofía, en el Bachillerato, cuando éramos jóvenes y soñadores. Nos ponemos nostálgicos... Pero son pensamientos que no van más allá, que naufragan al poco tiempo de partir. Más allá de la física y de la química hay un tajo por donde desaguan los océanos, como en los mapas antiguos, y las grandes preguntas son Terra Incognita que nadie ha visto ni visitado. Sólo relatos de viajeros muy sospechosos, que traen noticias de mundos muy fantásticos e inverosímiles.


    Somos las carcasas que los genes construyen para seguir viajando por el espacio-tiempo. Nada más. Les servimos para amortiguar los golpes, los meteoros, la radiación ultravioleta... En cierto modo, somos sus naves espaciales. Y no deja de ser bonito este pensamiento, aunque nos reduzca a poca cosa e instrumento. Los genes nos construyen en los astilleros del útero para navegar por la vida y luego buscar afanosamente otro útero en el que volver a construir el nuevo modelo, antes de que al actual lo desguacen en el crematorio o en la tumba. Ellos son los verdaderos autoestopistas galácticos, y no los seres humanos, que somo actores secundarios en esta historia tan simple y tan compleja de vivir. Habría que preguntarles a ellos por la trascendencia y por el sentido último del universo. Quizá sepan algo. Son unos supervivientes de la hostia. Se agarran tanto a la vida, en tantas especies, en tantas naves espaciales, en condiciones extremas, con tanto ahínco, incluso en los cometas que cruzan el espacio desolado, que da qué pensar. Es posible que ellos estén en el secreto. Esos umpalumpas silenciosos a los que Richard Dawkins desmontó.



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Rebobine, por favor

🌟🌟🌟🌟

El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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