La bruja

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Cuando el Mayflower arribó a las costas de Nueva Inglaterra y los puritanos asesinaron a los primeros indios para desembarcar sus bártulos y cultivar los huertos, empezó la tragedia de los aborígenes de Norteamérica. Los europeos primero los sedujeron, luego los arrinconaron, y más tarde, con la llegada masiva de bocas que alimentar, los expulsaron más allá del Mississippi, hasta confinarlos en los Territorios Indios. Les despojaron de la caza y de los pastos, y cuando osaron rechistar, los despojaron de la vida. De este genocidio sabemos muchas cosas porque lo vimos de chavales en las series de televisión, y en las películas del Oeste. Y porque luego, de mayores, vimos documentales que desmitificaban a John Wayne y al Séptimo de Caballería, tan aparentes en sus monturas, y tan despiadados en sus motivaciones.

    Sin embargo, del genocidio que sufrieron los dioses autóctonos nunca se rodó una película, ni se hizo una serie de postín. Cuando en la tierra se produce un abuso cultural, en los cielos se produce un atropello paralelo, y los perdedores también son desterrados a las nubes menos apetitosas del amanecer. En las alturas también hay un Territorio Indio donde Manitú se lame las heridas, y los dioses de la naturaleza se sientan alrededor de las fogatas a recordar los viejos tiempos. Los europeos trajeron a un dios crucificado que llevaba diecisiete siglos ganando batallas, y tras él, en procesión, llegó su corte de demonios, de dementes, de pecadores de la pradera que luego alimentaron los chistes de Chiquito de la Calzada.

    Donde llega el Bien, al poco llega el Mal a un solo paso de distancia, porque ambos son conceptos relativos que no pueden vivir sin su pareja, como en los matrimonios, o en las ligas de fútbol muy reñidas. Junto a Jesús, los puritanos de La bruja trajeron unos miedos muy negros en sus almas, y al desembarcar los soltaron por ahí, para que se infiltraran y se reprodujeran, y al mismo tiempo que crecían el maíz y la patata, crecían las brujas y los impíos. Allí empezaron a montar sus akelarres, y a seducir a los perdidos, y todavía hoy, cuatro siglos después, siguen conspirando contra la América decente que vota al Partido Republicano como Dios manda.  


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Win Win

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"Ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar", dijo Luis Aragonés en aquella rueda de prensa de la Eurocopa. Lo dijo cuatro veces, y con mucho énfasis, porque él era un entrenador prestigioso y llevaba en volandas a un grupo de futbolistas excepcionales. 

En Win Win,  la película de Thomas McCarthy, Paul Giamatti es un entrenador de lucha libre que dirige a los alumnos más flacos de New Jersey, y por eso, cuando compite contra los institutos del vecindario, sólo se atreve a repetir dos veces lo de ganar, win win, y con la voz muy bajita, porque ni él mismo se cree tamaña ensoñación. Y es raro, porque estar casado con Amy Ryan debería ser motivo suficiente para encarar cada día con alegría. Pero el bueno de Giamatti, en Win Win, vive asediado por las deudas, que no le dejan dormir, y por el peso insoportable de la pitopausia, que a veces le corta la respiración. Sus mañanas son un pequeño infierno que transita trabajando y haciendo números con la calculador. Es luego, por las tardes, cuando encuentra el alivio enseñando rudimentos a esa panda de luchadores famélicos. 

Su equipo pierde un sábado sí y otro también, pero en la rutina del gimnasio y de la competición Giamatti olvida los problemas pecuniarios y la caducidad del organismo. Pero perder cansa, vaya que si cansa, y cuando Giamatti empieza a notar que esa pequeña ilusión también se le marchita, aparece en su vida Kyle, un adolescente problemático que destroza a los rivales sobre el tapiz sin apensas esforzarse. De la mano de Kyle llegarán las victorias, pero también innumerables problemas en la vida real,  y Giamatti, que le ha cogido el gustillo a eso de triunfar, tendrá que hacer malabarismos chinos entre su aprecio por Kyle y su vieja armonía sociofamiliar. 

    Giamatti se verá envuelto en varios dilemas morales que son la enjundia de Win Win, esta película simpática, correcta sin más, que nada hacía presagiar que cuatro años después Thomas McCarthy nos regalaría esa obra maestra de la investigación periodística que es Spotlight.


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La gran comilona

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Me senté muy animado a ver La gran comilona porque de Ferreri y de Azcona trabajando juntos yo tenía la grata experiencia de El pisito, y de El cochecito, tan celebradas en este mismo blog. El argumento de La gran comilona, además, parecía un anzuelo muy jugoso para los glotones que aún no hemos sufrido la pitopausia: cuatro hombres maduros, en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, se reúnen en una vieja mansión a comer hasta reventar, o a follar hasta desaguarse, lo primero que llegue.

    Si el cielo de los hombres -que ha de ser, por fuerza, muy distinto al de las mujeres- es un banquete perpetuo con féminas complacientes, estos cuatro amigos han decidido que no hay mejor modo de suicidarse que anticipando el cielo en la tierra. Para qué seguir penando en este valle de lágrimas y de bostezos si uno cree a pies juntillas en el paraíso de los laicos, que es un complejo turístico en las nubes de Bespin con bufé libre, mujeres en pelotas y fútbol ininterrumpido. Un paraíso dirigido por Lando Calrissian que dista muchos pársecs del cielo prometido a los católicos y a los meapilas, que pasarán la eternidad contemplando a Dios y escuchando recitales de María Ostiz. Y viendo partidos de pádel en Teledeporte, que es el único deporte homologado por la derecha cristiana.

    Si Comer, beber, amar era una película china de "sentimientos y emociones", La gran comilona es una película francesa de homínidos que mastican con la boca abierta y se tiran pedos en cualquier rincón de la caverna. Una película escatológica, excesiva, que se va sobrellevando por las curiosidades del menú, y por las tetas que salpican la fiesta, sin que en ningún momento llegue la moraleja ni la sabiduría. Los personajes pasan dos horas en un hastío existencial que es paralelo al hastío de los espectadores. La gran comilona - de la que he pasado los últimos tres cuartos de hora con la tecla de avance- es un experimento, una provocación, una gansada. Una gamberrada, quizá, a la que tratamos de sacar enjundia metafísica mientras Azcona y Ferreri, junto al bueno de Lando Calrissian, se descojonan de nosotros en la Ciudad de las Nubes. 



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United

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A todos los infantilizados por el fútbol nos recorre un sudor frío cuando recordamos la tragedia del Torino en 1949, o la del Manchester United en 1958, y rezamos laicas oraciones para que el avión que lleva nuestras glorias deportivas no se estrelle en un aeropuerto de la Copa de Europa, o se desplome sobre un secarral de la Liga Española. Algunas noches, en la radio deportiva, mi equipo del alma despega hacia Madrid justo cuando me estoy quedando dormido, y en ese momento en el que apago la radio y me abandono al sueño pienso a veces, ya envuelto en neblinas: tal vez mañana, cuando me despierte y ponga la radio otra vez, estos tíos ya no existirán, desparramados en cualquier monte, o sumergidos en cualquier mar. Y a la presentida pena se une, con una vocecilla egoísta, la queja del aficionado impaciente, que echa cuentas sobre las semanas o meses que habrían de pasar hasta que el equipo se reconstruyera, y volviera a salir en la tele para ser ensalzado o insultado, según como vaya el resultado.

    United es la TV movie que cuenta la caída y auge del Manchester United tras su accidente aéreo en Munich. De cómo Matt Busby, el entrenador, y Bobby Charlton, la estrella emergente, ambos supervivientes de la catástrofe, hicieron de tripas corazón para devolver al United a la élite del fútbol británico y continental. Una película con mucha lágrima, mucha frase teatral y mucha música insidiosa. La triste constatación, una vez más de que el fútbol y el cine casi nunca mezclan bien. Son como dos placeres incompatibles, como dos amantes que no puedes llevarte a la cama al mismo tiempo. Ver fútbol en el cine es como intentar follar mientras comes una hamburguesa. La teoría es cojonuda, pero la práctica es disfuncional. Está visto que los dioses, tan cicateros, nos regalaron los placeres para disfrutarlos de uno en uno, y con anchos paréntesis de por medio. 



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Sicario

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A la filmografía del director Denis Villeneuve llegué, tengo que confesarlo, persiguiendo a Marie-Josée Croze por la selva de las películas. Una actriz de talento descomunal que es posiblemente la mujer más hermosa, más excitante, más electroquímica, que he visto en mi vida. Aquella película canadiense en la que también conocí a Denis Villeneuve se titulaba Maelström, y hace ya tres años que conté en este blog las peripecias de su búsqueda, más erótica que cinéfila. Luego resultó que la película era muy buena, oscura y retorcida, y apunté el nombre de su director para futuros encuentros que ya habrían de ser civilizados y presentables. Desde entonces, y con la salvedad de aquella ida de olla titulada Enemy, el bueno de Denis nos ha ido entregando películas cada vez mejores, más turbias y complejas, y siempre le estaré eternamente agradecido por haberme presentado aquella tarde invierno a Marie-Josée Croze, que se prodiga tan poco, ay. 



    Sicario cuenta las andanzas, muy violentas e ilegales, de un grupo de matones protegidos por EEUU que le hacen la guera sucia al narcotráfico mexicano. Estos tipos, desaseados y barbudos, pero certeros e implacables, pertenecen a la CIA, a la DEA, a los Navy Seals, qué se yo, porque todo es ultrasecretísimo, incluso para el espectador que sigue las operaciones con la atención secuestrada. Porque Sicario, con su ritmo, con sus violencias, con sus paisajes hipnóticos, es una película que no te deja pensar en otra cosa, y mira que hay cosas para pensar en una tarde lluviosa de domingo, tan propicia a la melancolía, y al replanteamiento de la vida. El testigo que no recogió la segunda temporada de True Detective, lo ha recogido esta obra maestra de la ambigüedad moral, del bien y del mal enredados en un ovillo inextricable. Sicario ha cambiado los manglares del Mississippi por las fronteras del desierto, pero exhala los mismos aires malsanos, y la misma intención perturbadora. Que Benicio del Toro esté imponente en su doblez, y que Emily Blunt -esa mujer de los rasgos perfectos- esté imponente en su honradez, ayuda lo suyo a que Sicario ya forme parte del Nuevo Testamento de la cinefilia.


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El talento de Mr. Ripley

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El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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Aterriza como puedas

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No es necesario que una película sea buena para convertirse en un clásico. El tiempo es un camino tortuoso, lleno de trampas y caprichos, y cuando pasan veinte o treinta años y nos plantamos ante las películas de antaño, a veces sucede que las más académicas se han quedado desfasadas, mientras que otras, chapuceras incluso, que nacieron con la única vocación de entretener y de sacar unas pelas, abrieron caminos insospechados y convirtieron en hitos que todo el mundo recuerda.

    Aterriza como puedas nació para reírse de las películas de catástrofes, que en los años setenta reventaban las taquillas y reclutaban a las estrellas de Hollywood. Jim Abrahams y los hermanos Zucker cogieron un avión, lo llenaron con varios gilipollas y varios chistes absurdos, y lo lanzaron al aire a ver si planeaba o se estrellaba contra el suelo. Tuvieron suerte, o dieron en el clavo, o las dos cosas a la vez. Las gentes de entonces se partían el culo en sus butacas, y años después volvieron a partírselo en los sofás, cuando pasaron la película por televisión. Aterriza como puedas era el VHS estrella en el videoclub de nuestro barrio, y los chavales la alquilábamos siempre que estaba disponible junto a la peli porno clandestina, la última bravuconada de Sylvester Stallone o algún clásico de John Ford para no parecer tan barriobajeros, ni tan primarios. La vimos tantas veces que ya nos anticipábamos a todos los chistes, y luego salíamos a la calle cacareando las gracias casi calcadas. Todavía hoy, tanta vida más tarde, me topo con Aterriza como puedas en los canales de pago y me quedo enganchado, y suspendo la sesión programada para entregarme a la estupidez, y aunque la mayoría de los chistes son bobadas de guante blanco, guarreridas más propias de Jaimito y del perro Mistetas, la sonrisa no me abandona, y el recuerdo no desfallece, y cruzo la hora macabra de las doce de la noche reconciliado con la jornada del sol asfixiante, y de la melancolía progresiva.

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    Años después de su dramática experiencia, Ted Striker vuelve a subirse a un avión, impulsado por el amor. Intranquilo, se revuelve en su asiento.

Anciana: ¿Nervioso?
Ted: Sí
Anciana: ¿Es la primera vez?
Ted: No, he estado nervioso muchas veces.

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   En pleno vuelo, se desata a bordo una enfermedad misteriosa causada por el mal estado del pescado en el menú.

Dr. Rumack: Dígale al comandante que hemos de aterrizar lo antes posible. Hay que llevar a esa mujer a un hospital.
Elaine: ¿A un hospital..? ¿Qué es, doctor?
Dr. Rumack: Un gran edificio lleno de enfermos, y a veces no hay camas.



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Veep. Temporada 4

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"Veep era una sátira política, pero en estos tiempos parece un documental".

Y no lo digo yo, que ya he constatado varias veces esta paradoja, este acercamiento subversivo y hasta preocupante de Veep a la realidad, sino la propia Julia Louis-Dreyfus, que se creía embarcada en una comedia y ahora resulta que recibe innúmeros premios por hacer un papel dramático. Julia, magistral, encarna a  esta vicepresidenta elevada al rango interino de Presidenta del Mundo Libre. Una mujer engreída, caprichosa, sin ideología ninguna, que va sorteando las inconveniencias del mandato con más pena que gloria.

    En la campaña electoral que habrá de llevar a Selina Meyer a la Casa Blanca, los guionistas de Veep, buscando el eslogan más estúpido posible, eligieron Continuidad con Cambio, un lema absurdo que los seguidores de la veep esgrimen sonrientes en sus pancartas. Una gilipollez supina que ningún político real, pensábamos, sería capaz de consentir. Hasta que hace dos meses, no en nuestra España de la astracanada, ni en los Estados Unidos de la parodia, sino en la Australia que uno creía salvaje en la fauna pero civilizada en las gentes, el mismísimo primer ministro del país, un tal Malcolm Turnbull, ha definido su política como "continuidad y cambio". Ante tamaño disparate, los guionistas de Veep se han quedado estupefactos, y ya no saben qué pensar, ni qué escribir. Ellos, como Julia Louis-Dreyfus, también se creían únicos por escribir estos diálogos corrosivos, y estos enredos de sainete. Pero ahora sospechan que se estan convirtiendo en periodistas de lo cotidiano, en reporteros de la actualidad.

Estos muchachos, por descontado, no conocían las andanzas de nuestra querida Ana Botella en la alcaldía de Madrid. El "relaxing cup of café con leche" no hay guionista de Veep que lo supere. 


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