Better Call Saul. Temporada 4

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La gente no cambia. Conoces a Fulano de Tal en el colegio cuando tiene cinco años, luego te lo encuentras con treinta y tres paseando a los retoños, y más tarde con casi cincuenta contándote cómo ha sobrellevado su divorcio y su primera colonoscopia, y por debajo de las heridas de guerra, del estrés postraumático de tanta batalla ganada o perdida, sigue siendo el mismo tipo entrañable o insoportable de siempre. El mismo niño que cuando llevaba pantalones cortos se despellejaba las rodillas en el partidillo del recreo, y protestaba por todo, y celebraba los goles como un loco, y te juraba un odio eterno de 24 horas hasta que llegara el próximo desquite… No es casualidad que los años no cambien la voz, ni la mirada, ni las huellas dactilares. En el espejo de mi casa, sin ir más lejos, sigue viviendo el niño de seis años al que peinaban los remolinos para ir al colegio. La vida le ha puesto canas, arrugas, bolsas bajo los ojos, como si le hubieran maquillado para filmar un biopic sobre su vida. Pero nada más. Efectos especiales. Ese niño ahora es un tiarrón, pero por la noche sigue abrazándose en posición fetal para protegerse de los malos espíritus…



    Better Call Saul, a pesar de lo leído en algunas sinopsis, no es una serie que cuente la transformación del letrado Jimmy McGill en el picapleitos Saul Goodman. No existe tal corrupción, ni tal caída al lado oscuro de la abogacía. Vince Gilligan y Peter Gould son dos escritores demasiado cínicos, demasiado avispados, para caer en esos tópicos de telenovela barata, de serie para todos los públicos. Ellos niegan la mayor, y con Better Call Saul construyen una obra maestra no sólo de lo formal, sino también, si me apuran, de lo filosófico. Lo que Gilligan y Gould llevan contando en cuatro temporadas impagables es el cambio de contexto que permite a Jimmy McGill mostrarse tal como es. Qué muertes, qué vidas, qué amores, que circunstancias particularísimas, hacen que Jimmy se vaya despojando de sus disfraces respetables para que ya sólo le quede la ropa última, la extravagante, la colorida, la ridícula hasta la ternura. La que llevaba en Breaking Bad nuestro querido y execrable Saul Goodman. It's all good, man... En efecto: todo está de puta madre, tío, en esta serie de cinco estrellas, como la Mahou.