El capitán

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Eso de que el hábito no hace al monje es otro refrán que habría que ir retirando de las tertulias de las yayas, y de las aulas de primaria, donde todavía se estudian estas temerarias afirmaciones como acervo popular. La experiencia cotidiana nos demuestra que a cualquier mindundi le pones un uniforme con gorra de plato a la puerta de cualquier negociado, o le sacas a la calle a poner un poco de orden entre las gentes, y ya se cree el dictador de su ecosistema, con derecho a mirarte por encima del hombro y a soltarte una hostia si le tocas un poco las narices. Todos conocemos auténticos panolis que un día se metieron a trabajar en estos oficios y se desvelaron -no se volvieron, porque nadie cambia- como nazis trajeados de opereta, autoritarios y medio imbéciles, que antes iban por la vida pisando huevos y de pronto caminaban por ella cascándolos con su porra.

    El capitán no es una película sobre nazis de opereta, sino sobre nazis de verdad, y cogidos, además, en su época más loca de barbarie, al final de la guerra, cuando el III Reich ya agonizaba y les daba igual cargarse a ocho que a ochenta: prisioneros propios, o ajenos, o civiles a los que saqueaban. Cualquier pobre infeliz que se cruzara por los caminos embarrados. Mientras tuvieron esperanzas de ganar la contienda, los nazis se comportaron como verdaderos alemanes en sus matanzas, protocolarios y ordenados, y al terminar cada faena sonreían con la doble satisfacción de haber menguado las huestes enemigas y de haberlo hecho según marcaban las ordenanzas. Pero ahora estamos en abril de 1945, con el Ejército Rojo atrochando por el Este y los anglosajones comiendo millas por el Oeste, y los criminales de guerra campan por las retaguardias como pollos sin cabeza, asesinando al tuntún, comandados por los últimos psicópatas que todavía no han perecido en el frente.

    Uno de ellos es el soldado raso Willi Herold, desertor de última hora que un buen día se encuentra el uniforme abandonado, pero impoluto, de un capitán del ejército. Y así, reconvertido de pronto en el capitán Herold, el soldado raso que sólo un minuto antes renegaba entre dientes del esfuerzo bélico, y que sólo quería llegar a su casa para comerse un buen guiso con patatas, ahora empezará a comportarse como el auténtico matarife que siempre fue. Solo su corta edad, y su condición de soldado sin rango, le habían impedido hasta el momento dar rienda suelta a su vesania carnicera.