La leyenda del tiempo

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Existe en las tierras del Norte un prejuicio -casi diría que un racismo- contra los andaluces que salen en la tele o en las películas. Es un desdén étnico -pero solo catódico, creo- que los tacha de medio moros y medio gitanos. Un desdén cultural que los pone de analfabetos y zarabetos. Los andaluces, se dice, no quieren trabajar, hablan mal por pura desidia y siempre llegan tarde a los sitios porque viven sin reloj. Son unos exageraos, unos pedigüeños, unos medievales que montan cirios de mucha risa  alrededor de los Cristos procesionados y las Vírgenes en romería. Pintorescos y lejanos, los sureños nos parecen muy poco representativos de “lo español” cuando, curiosamente, los extranjeros los toman como quintaesencia del españolismo.


    Yo he mamado ese distanciamiento desde niño, y supongo que me ha quedado un poso, un virus, por mucho que yo ahora presuma de ecuménico y de hombre de mundo . Comienza La leyenda del tiempo y durante varios minutos el virus corretea por la sangre, enfriándome el ánimo. Me pregunto qué hago yo allí a las tantas de la noche, muerto de sueño, en la Isla de León, que aunque se llama igual que mi terruño está tan lejos de mis peripecias de norteño, como si fuera la Isla del Fin del Mundo. Vengo arrastrado por esta "iñakilacuestamanía" que ahora está en todos los foros de la cultura, en las radios, en las revistas de cine, como una pesadez insoslayable de críticos rendidos, de actores que se postulan, de actrices guapísimas que le envían guiños para salir en sus próximas películas, o lo que sean.

    Estoy del revés, al otro lado del mapa, más por curiosidad que por interés, más por deber que por espectador hambriento de nuevas narrativas. Una pose, un paripé, una gilipollez supina de cinéfilo chorra. Al principio del docudrama -o del dramadocu- me siento ajeno a lo que me cuentan, incapaz de pillar la mitad de las palabras que se dicen, con ese acento tan cerrado de los gaditanos, y más, encima, de los gaditanos del sur. Tardo mucho tiempo, quizá demasiado, en comprender que el legado de Camarón de la Isla o la idiosincrasia de los sanfernandinos sólo son el paisaje de una cuestión más universal, que trasciende los andalucismos y los japonesismos de las fascinadas: el talento. El niño cantaor lo posee, pero no quiere demostrarlo, y la japonesa carece de él, pero tiene el descaro de atreverse. La eterna cuestión. El talento como ese tesoro oculto, caprichoso, siempre genético, que los dioses vierten a cuentagotas en las placentas de las parturientas. El talento como una bendición, o como una maldición, según sepa uno gestionarlo. El destino cruel de quien lo tuvo y no lo aprovechó; la broma sangrante de quien no lo tiene y va por ahí dando el pego, engañando a los tontos.