The Devil and Father Amorth

🌟

Al principio de esta farsa titulada The Devil and Father Amorth, William Friedkin, que aparece con el rostro tan recauchutado que él mismo parece poseído por el demonio Pazuzu, cuenta que él sí cree en las posesiones del Maligno, y que con esa inquietante certeza rodó El exorcista en escenarios de Washington D.C. donde poco antes se había celebrado un exorcismo muy famoso entre los aficionados al folklore. 

    Friedkin, en esta parida que nos ocupa, pasea por los escenarios capitalinos donde se rodó la película contando anécdotas del rodaje; y yo, que ya no creo en estas cosas risibles de Belcebú, pero que vi El exorcista por primera vez a los catorce y católicos años, cuando todavía me las creía, aún siento escalofríos al ver la escalera por la que se despeñaba el padre Karras. Y casi sin querer, en la discoteca interior del tarareo, brotan de nuevo las notas traviesas del Tubular Bells de los cojones…

    Ahí termina lo único decente del “documental”: la nostalgia de aquella obra maestra que perturbó nuestra adolescencia. Porque lo que viene después es difícil de calificar. Friedkin y Pazuzu se plantan en la mismísima Roma para grabar un exorcismo in situ, uno “de verdad”, que nos remueva la conciencia a los hombres de poca fe, que vivimos en la Babia de nuestro ateísmo, en la inopia de nuestro cinismo, y todavía no comprendemos que en el mundo se libra una batalla milenaria entre el Bien y el Mal. En fin…

    La poseída en cuestión es una tal Antonia, arquitecta de profesión, que tan pronto está tan campante, hablando a la cámara con italiana naturalidad, como de repente se pone enfurruñada y empieza a dar gritos que le dejan la garganta hecha un estropajo. Antonia, por supuesto, no se quiebra las cervicales en un giro de cuello, ni se mete crucifijos por la vagina. La tontuna de Antonia es como de risa, como de actriz espantosa de folletín, pero consigue que en Roma se desate el miedo, la especulación, la vivencia del Mal, y alguien llama al padre Amorth -que al parecer es el número uno en su oficio- para que expulse al demonio que convierte a la pobre Antonia en un guiñapo de la cristiandad. El exorcismo es más bien absurdo, ridículo, con señoras haciendo de público que entre rezo y rezo comentan la jugada y se toman un café con pastas, como si estuvieran en el programa de Ana Rosa, y Máxim Huerta comentara en paralelo el “hecho cultural”. 

    Una ridiculez. Una prueba del Señor, quizá.