Diario de un escándalo


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“Con el paso de los años la percepción de la propia edad se desconecta de la edad verdadera. La edad verdadera sigue avanzando pero la percepción se detiene, no en la plena juventud, sino más tarde, en torno a los cuarenta años”.

    Esto lo escribió una vez Antonio Muñoz Molina -no Marujita Díaz, que en paz descanse, ni Sara Montiel, que lo mismo digo- y cuando lo leí, pasados con creces mis cuarenta años, me reconocí al instante en sus palabras. Y aún más: porque yo, en mi fuero interno, vivo instalado en una hoja muy anterior del calendario, en un martes o miércoles de Copa de Europa de hace quince o dieciséis años. El Real Madrid las pasaba canutas en el Westfalenstadion de Dortmund, a punto de ser eliminado con deshonra en la fase de grupos, y yo, que por entonces ya era padre, y marido y funcionario sin tacha, comprendí, mientras me mordía las uñas y me revolvía nervioso en el sofá, en un momento de lucidez único que sólo volveré a tener en las cercanías de la muerte, que nunca saldría de esa tontuna, de ese apego a la nadería. Que la vida pasaría, pero que yo sería más o menos el mismo de siempre hasta el cese de las constantes vitales: Álvaro Rodríguez, nacido en León, exiliado en el Bierzo, con sus gracias y sus desgracias, sus bondades y sus defectos, y que la madurez era una aspiración imposible que no iban a prestarme ni las canas ni las arrugas, espejismos en el espejo.



    Al personaje de Judi Dench, en Diario de un escándalo, le pasa algo parecido con la percepción de su propia edad. Pero ella, a diferencia de Antonio Muñoz Molina, y de yo mismo, y de otros muchos y muchas que padecemos el mismo fenómeno disociativo, parece vivir en la inopia de tal incongruencia. Ella no va por la vida consciente de su desfase horario, de su impostura con la edad. No se reconoce en el espejo, no le echa ironía al asunto, y una mañana tontorrona, a principios de curso, viene a enamorarse de la compañera más joven y más guapa del claustro de profesores. De la mujer más improbable e inalcanzable. Nada grave, en realidad: un secreto, un amor imposible, un alivio solitario entre las sábanas si no fuera porque la mujer amada comete un error inverosímil, un desatino de manual, y queda a merced de quien la ama desde el rencor y el deseo, la admiración y la maldad…