Un héroe singular


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Pierre tiene 30 años, ojos azules, rostro agraciado, pero como vive a varios kilómetros de la civilización, en su granja de las vacas, busca el amor romántico por internet, en citas ocasionales que de momento no dan fruto porque él vive entregado al cuidado de su rebaño -día y noche, laboral y festivo, cuerpo y alma-, y las mujeres, aunque atraídas en un principio por su sencillez, sienten una primera incomodidad, extraña y agropecuaria, al comprender que las vacas ocupan praderas muy extensas de su corazón. Así las cosas, Pierre, de momento, no tiene hijos, pero sí terneros, tan queridos y necesitados,  a los que él mismo ayuda a alumbrar con la pericia exacta de quien sabe  aplicar la fuerza o la caricia en los momentos necesarios. Para Pierre, sus vacas no son un medio de ganarse la vida: son su vida misma, su primera preocupación al despertar, y su último pensamiento antes de ir dormir.



    Pero un día, al acariciar el lomo de una de ellas, su mano queda manchada de sangre, y en décimas de segundo -como quien comprende, con una lucidez devastadora, que su vida se está truncando al estar sufriendo un accidente de tráfico o estar viendo morir a un ser querido- Pierre asume que la vaca está condenada al sacrificio, y que esa enfermedad, conocida y temida por los granjeros de la frontera, ya estará seguramente extendida entre todas las demás. Si Pierre fuera un simple vaquero, un simple artesano de su oficio, daría inmediatamente la alarma a los servicios veterinarios, y pasado el mal trago del sacrificio y la indemnización, volvería a reunir un nuevo rebaño que cuidar. Pero Pierre no es un granjero al uso, sino un padre de sus animales, y ningún padre, salvo Abraham en la Biblia, o Guzmán el Bueno en Tarifa, ofrece así como así a sus hijos. De entrada, nadie le va a convencer de que es necesario, legal, beneficioso, sacrificar a sus retoños para recibir un dinero a cambio y comprar unos nuevos en la próxima Feria de Ganado. Un héroe singular es la historia de esta locura transitoria, que sólo lo es en apariencia, contada así, en cuatro brochazos.