El método Kominsky. Temporada 2

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Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.