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Fallen leaves

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Las antípodas de España no están en Nueva Zelanda, sino en los países escandinavos, tan fríos ellos, tan limpios, tan civilizados. Si caváramos un túnel metafórico en vertical no terminaríamos en Wellington, sino en Helsinki, donde vive Kaurismäki. Nunca he estado en Escandinavia, pero en las películas aquello parece el reino de Jauja de los cuentos infantiles. Allí, aunque podrían, no atan a los perros con longaniza porque los perros escandinavos no necesitan ir atados y se valen por ellos mismos para salir a pasear y recoger sus cagarrutas.

En Finlandia el Estado invierte, las cosas funcionan, la gente es socialdemócrata de corazón. Allí, votar a la derecha es como aquí votar a Sumar, no te digo más. Incluso el diputado más díscolo entiende que las sociedades más felices son aquellas que mejor distribuyen la riqueza. Mientras que allí discuten por unos porcentajes del PIB o por unas décimas en los tramos impositivos, aquí todavía estamos valorando si robar al ciudadano sale gratis o si el señor obispo puede encular a los chavales con total impunidad. Es como el siglo XXII conviviendo con la Edad Media en el mismo espacio Schengen. 

(En Finlandia -que ya es el cagarse, el no va más del progreso científico- hay incluso tranvías que llegan puntuales a la hora, mientras que aquí, en La Pedanía, los autobuses son cada vez más escasos y más impuntuales y dentro de nada los suprimirán en aras de la libertad individual. “Me va usted a decir a mí a qué hora tengo que coger yo un transporte...”)..

Es por eso que sospecho que las películas de Aki Kaurismäki están financiadas por la Comunidad de Madrid para hacer contrapropaganda del Estado del Bienestar. En eso se van los impuestos de los madrileños, en lugar de a construir hospitales o guarderías. El ejemplo escandinavo no puede cundir en nuestros corazones, así que Kaurismäki recibe la paga y se empeña una y otra vez en convencernos de que allí los alcohólicos campan a sus anchas, los empresarios explotan a sus trabajadores y las rubias finlandesas, a poco que las vistas un poco desastradas, ya no brillan tanto bajo los rayos del sol mezquino de esas latitudes. Pura propaganda, ya digo. 





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Le Havre

🌟🌟

Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.

Mentir. Disimular. Asentir brevemente con el cuello. Es lo mismo que yo tendría que hacer si me moviera en los círculos sociales de los cinéfilos, y no viviera aislado en esta cueva osera de Invernalia, donde escribo lo que me da la gana. Falsificar la sonrisa cuando se cantaran las maravillas que nos regala Kaurismäki cada vez que sale el sol en Finlandia. Tengo entendido que si te atreves a soltar una crítica negativa en los conciliábulos de la capital,  los masones del asunto te pegan una hostia en cada carrillo y te expulsan para siempre del paraíso de sus tertulias. Exactamente lo mismo que harían los aristócratas con el advenedizo del caviar, si éste lo escupiera en la bandeja de plata donde se lo sirvieron.




Cuento todo esto porque después de haber dormido varias micro-siestas mientras veía Le Havre, luego, en los grandes foros de la cultura, leo alabanzas sobre ella exageradísimas y apoteósicas, que harían sonrojarse al mismísimo Kurosawa o al mismísimo John Ford. De humanista hacia arriba, el diccionario se les queda muy corto a los entusiastas de don Aki y su nueva marcianada, o finlandiada, si lo prefieren. Mientras leo atónito tan unívocas pleitesías, mi espíritu se debate confundido. En los minutos pares pienso que soy un tipo insensible, cinéfilo sólo de boquilla. Demasiado James Bond, quizá. Demasiada sitcom sin mensaje ni calado. Demasiada película vacía que sólo sustentaba una mujer bellísima y semidesnuda de la que yo andaba enamorado. En cambio, en los minutos impares, se me viene el ánimo arriba, y  pienso que  soy un resistente, un guerrillero, un valiente que se atreve a señalar la desnudez imperial de Aki Kaurismäki. Uno de los pocos que llama fábula tontorrona al cuento moral; cutrez al minimalismo; pasividad al hieratismo; gilipollez a la maravilla.

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Contraté a un asesino a sueldo

🌟🌟

Hoy he vuelto a ver una película de Aki Kaurismäki. Se titula Contraté a un asesino a sueldo y otra vez me he quedado frío como un finlandés en calzoncillos, perdido en la tundra. No conecto con Kaurismäki. No alcanzo ese grado de cinefilia, ni de implicación. Lo que debería ser una celebración para mi mentalidad escandinava se ha convertido, no sé cómo, en un desencuentro educado y muy frío. Muy nórdico. Ya me ocurrió con La chica de la fábrica de cerillas, o con Un hombre sin pasado. Ninguna de ellas ha dejado poso ni casi recuerdo. Las recuerdo como buen cine, genuino y diferente, pero cine del que se me olvida, del que no me deja imágenes, del que voy degustando con curiosidad mientras pienso en cientos de películas mejores con las que haber pasado el rato.




Quizá no soy tan escandinavo como pretendo ser, o quizá Kaurismäki es un finlandés atípico al que no entienden ni sus propios compatriotas. Quizás él baja al Mediterráneo mientras yo subo al mar Báltico, y nuestros encuentros se producen en una zona templada donde ninguna emoción nos conecta. Quizá soy yo quien espera de él cosas que no ha prometido. Al principio esperaba encontrar en sus películas la idílica Finlandia del bienestar social y las mujeres rubiazas como el trigo, y sin embargo, Kaurismäki jamás abandona los pisos cutres ni los baretos deprimentes. Siempre saca, además, a mujeres muy feas, y a hombres muy repulsivos, para que no le rompan el conjunto artístico ni la coherencia del plano. Su Finlandia no es precisamente la Dinamarca luminosa y bien funcionante que sí enseñan las películas Dogma. A veces, incluso, como en Contraté a un asesino a sueldo, ni siquiera es Finlandia el marco de sus historias desventuradas, sino Londres, con su niebla, con sus borrachos, con su cochambre…
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