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Alien: Romulus

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Cualquier película que empiece con una nave espacial ya tiene ganada mi atención. Y mi infinita paciencia. En eso soy tan simple como cualquier vecino de La Pedanía. Ellos, a la hora de la siesta, encuentran un vaquero con pistola y un indio descabalgado en 13 TV, y ya se creen ante una obra maestra de la cinematografía universal, mientras que yo, a las diez de la noche, me quedo turulato si enciendo la tele y descubro destructores del Imperio o lanzaderas exploratorias de la corporación Weyland-Yutani.

(En realidad, tras mi postureo cinéfilo y mis críticas a veces cáusticas e incluso vengativas, se esconde un espectador infantil muy fácil de contentar. Uno más en el mainstream. Y lo mismo digo cuando ejerzo de amante, de comensal en la mesa o de aficionado impenitente del Real Madrid: con que me den un poco de intención y de cariño ya me basta para sonreír, dar las gracias y tirar para adelante hasta la próxima aventura).  

“Alien: Romulus” comienza con una sonda espacial de la corporación Weyland-Yutani que se reactiva tras un largo viaje por la galaxia, y yo, más feliz que un pirulí, de pronto optimista cuando ya daba el día por perdido, aparté con desdén el teléfono móvil convencido de que en las próximas dos horas nada más entretenido que la película iba a surgir de sus entrañas. Por mala que fuera la aventura  -y había leído auténticas barbaridades sobre esta enésima resurrección de los xenoformos- la nave en misión sospechosa me garantizaba volver a ser un niño sonriente con pantalones cortos y palomitas en el regazo

Luego la película tiene sus pros y sus contras; sus hallazgos meritorios y sus gilipolleces estelares. Es, por resumirlo mucho, el remake posmoderno de “Alien: el octavo pasajero”, que es la reina extraterrestre que puso todos estos huevos eclosionados. En “Alien: Romulus” hay jóvenes explotados que buscan alquileres más baratos en otro planeta, y también mucho prota racializado, e incluso un proletario replicante al que de pronto le meten un chip con discursos de Díaz Ayuso para convertirlo en un quintacolumnista de los empresarios. 





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Alien, el octavo pasajero

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Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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