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Antes de que la vocación del cine llamara a su puerta, David Lynch estudió en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia. Allí soñó con ser el enfant terrible de las artes plásticas, el pintor provocativo del reverso tenebroso. Todo esto lo cuentan en un documental titulado “The art of life” que intenta explicar -y deja autoexplicarse- al tipo inexplicable.
En Filadelfia, David Lynch se casó por primera vez, tuvo a su hija Jennifer y desarrolló su talento natural para retratar el lado retorcido de las cosas. Entre las ruinas posindustriales, Lynch encontró la inspiración para dibujar hombres deformados y bichos de pesadilla. Años después, ya en Los Ángeles, David Lynch volcó aquellas experiencias iniciáticas en “Cabeza borradora”, una no-película que tardó siete años en parir entre penurias económicas y desánimos creativos. Otro cineasta hubiera contado la historia de un jovenzuelo que llega a Filadelfia cargado de ilusiones y vive experiencias de azúcar y sal, de risas y llantos. Pero David Lynch prefirió rodar esta cosa barroca y expresionista, lúgubre y desquiciada, en la que a veces se captan retazos de autobiografía y a veces te quedas con cara de estar siendo un poco estafado.
Puede que “Cabeza borradora” vaya de todo esto: del miedo a la paternidad, del matrimonio fracasado, del sueño del arte convertido en pesadilla de novato... O no, quién sabe: no descarto que algún día descubramos que “Cabeza borradora” fue un publirreportaje encargado por el Ministerio de Turismo de Groenlandia. Puestos a interpretar a David Lynch te puede salir cualquier cosa. Habría que resucitar al abuelo Sigmund para que escribiera una exégesis ilustrativa. Resucitarlos a los dos, ay...
Cuando crees que empiezas a entender “Cabeza borradora”, Lynch se anticipa a tu orgullo empavonado y te pone una trampa para que caigas en sus mundos oníricos, en sus obsesiones particulares. El teatrillo con cortinas estrena función cada noche, entre los radiadores que no calientan.