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En los países civilizados, más allá de los Pirineos, los torturadores de animales no andan sueltos por la calle. O sí, pero después de cumplir una condena. Y por descontando: nadie les llama “maestro”. ¿Maestro de qué? ¿Del dolor y de la muerte? ¿Del olor a sangre y a mierda, y a miedo? Menudo tronío. Menudo arte. ¡Que viva la Virgen!, y los cojones, la españolía y la idiosincrasia.
Y sin embargo, aquí, en el África europea, en el Mercado Común del dinero pero no de la modernidad, los toreros todavía gozan del aplauso de la chusma y del respeto de la cultura. Es la tradición y tal, te dicen. Nuestra cultura... Será la tuya, cacho cabrón. La mía no, desde luego, y cada día la de menos gente. Pero aún son demasiados, los que aplauden la tortura o la toleran, o la blanquean dándole la mano al que la lleva ensangrentada. Entre ellos los diputados del Partido Ex socialista y Ex obrero. ¿Harían lo mismo si el fulano viniera de atravesar perros con una espada? Quizá también, quién sabe... El mundo subpirenaico está lleno de homínidos que todavía habitan en las cavernas.
La serie -que, por cierto, está muy bien hecha y tiene a un Oscar Jaenada en estado de gracia- gira en torno a la amistad improbable entre un opositor a la tauromaquia y un torero reconcentrado. Me parece muy bien. Queda muy humano; humanístico incluso. Humanérrimo. Las dos Españas reconciliadas... Casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Es broma. Que se vayan a tomar por el culo. Yo no podría ser amigo de un torturador. Jamás. Ni conocido siquiera. Me extirparía las neuronas para borrarlo de mi recuerdo. No podría ni mirarle a la cara. Me daría vergüenza que me vieran a su lado en una cafetería, aunque fuera por casualidad. Así que imagínate tener que llevarle en taxi a la plaza, o coleguear después de la faena, en el cóctel con las folclóricas.
