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Viaje al cuarto de una madre

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En los primeros tiempos de mi cinefilia sólo había un puñado de directoras españolas: Pilar Miró, que venía de vuelta, e Icíar Bollaín, que hacía sus pinitos, e Isabel Coixet, que ya aburría a las ovejas de antaño. También Gracia Querejeta, con sus aires británicos, y Josefina Molina, que acabo de recordarla en la Wikipedia… Luego, gota a gota, se fueron incorporando más señoras al oficio, y más señoritas, y nuestro cine empezó a conocer otras historias y otros tonos narrativos. Un porcentaje poco trascendente, más simbólico que otra cosa, que dejaba muchas películas para el olvido y sólo un ramillete para el recuerdo. Porque el cine -sea de hombres o de mujeres- es como la búsqueda del oro en el Yukón, y hay que cribar mucha piedra para encontrar la pepita que compense los intentos fallidos, los tiempos desperdiciados, las riñonadas de coger malas posturas en el sofá.


    De pronto, en los últimos años, las mujeres han decidido -o por fin las han dejado- entrar en tropel, asaltar la ciudadela, disputar a brazo partido el manejo de las cámaras. Ahora, todos los meses, en la revista de cine, aparecen al menos tres películas españolas con firma femenina. El hecho, en lo que tiene de movida generacional, de entrada de aire fresco, es por supuesto para aplaudir. Pero uno empieza a darse cuenta de que a esas películas los críticos les ponen estrellas de más, adjetivos de regalo, retóricas de poetiso, como si ejercieran una discriminación positiva o quisieran dar un empujón de veteranos paternalistas. Es comprensible, y hasta disculpable, pero uno empieza a fiarse cada vez menos de sus críticas, a ponerse en guardia.

    Películas como Viaje al cuarto de una madre ayudan más bien poco a animarse. Mientras los articulistas volaban por las nubes, la cinefilia de tropa se empotraba contra un muro. Una hija que se va, una madre que se queda, habitaciones silenciosas y rutinas rutinarias. Hora y media de… nada. Correcto, plomizo, olvidable tras el sueño de la noche. Uno preferiría que a partir de ahora, consolidado el fenómeno, los críticos dejaran de ser tan corteses. Que se olviden de quién coño o de quién polla dirige la función, y nos digan, simplemente, si merece la pena asomarse por el teatrillo.


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