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Feud: Capote vs. The Swans

🌟🌟🌟🌟 


Me fascina la vida de los ricos. Y de las ricas. Para ver la vida de los pobres ya tengo la realidad tras las ventanas. Y la mía propia. Durante veintidós horas al día -porque mis sueños también son de pobretón- vivo rodeado de asalariados como yo, de pensionistas, de gente que busca trabajo bajo las piedras. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Cuando enciendo la tele para olvidarme de que existo -y de que existimos- prefiero ver a esa gentuza en sus restaurantes de lujo, en sus mansiones de ensueño. 

Una vez, en Mallorca, nos dejaron entrar en un campo de golf a tomar unas cañas. Hasta las ocho de la tarde la entrada era libre, pero yo no lo sabía. A partir de esa hora, el club se transforma en un castillo señorial y unas señoritas muy educadas -y muy guapas- vienen a recordarte que eres Cenicienta bajo el hechizo. En aquella terraza con vistas al mar, rodeado de alemanes con dinero, de mallorquines de otra raza, de escandinavas que nunca caminan por las calles, yo me sentía parte de los elegidos, transformado de pronto en un enemigo de clase más encarnizado todavía: uno que jamás consentiría que gente como nosotros, con ropas del Carrefour y alpargatas desgastadas, se sentara a nuestro lado a birrear. Aquellos fue la tentación del demonio, mis dos segundos de duda en el desierto. Lo superé, pero me dejó huella. A veces pienso que mi fascinación por los ricos es el deseo subliminal de convertirme en uno de ellos: el cuento del patito feo que en realidad era un cisne alegre y desafiante.

Me pregunto si no era eso lo que buscaba Truman Capote cortejando a los cisnes de la jet set. A esas arpías racistas y clasistas. A esa gentuza. No vivir entre ellas, sino ser como ellas. Pasta no le faltaba, a don Truman, pero hablamos de otra cosa: de la elegancia que da el no trabajar. Ese mínimo desgaste de los nervios y de los órganos vitales que constituye la verdadera aristocracia, y que en los cisnes de Capote no era heredada, sino trabajada en la cama de sus maridos.

La serie no aclara gran cosa sobre el asunto. Respecto a sus cisnes, Capote parece una pura contradicción: ¿las amaba, las odiaba, simplemente las espiaba como un topo de John le Carré?





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Lean on Pete

🌟🌟🌟🌟

Ahora que estoy de turné por mi ciudad natal y que tomo cafés con los viejos conocidos, constato que somos muchos los que recordamos nuestra adolescencia como un período melancólico y tristón. Con alguna anécdota para celebrar, eso sí, cuando algún cura del colegio metía la pata, o algún compañero soltaba una ocurrencia, o nos invadía la risa tonta y contagiosa de la camaradería. Momentos de felicidad incontestables, pero más una cosa de risotadas en la quijada que de plenitud en las entrañas. Fiestas puntuales que no elevan la nota global de aquellos años que en cierto modo todavía transitamos, afectados todavía por los complejos adquiridos, por las ecuaciones del carácter que nunca se resolvieron. Como si la adolescencia hubiera sido una enfermedad de la que todavía renqueamos y arrastramos sus secuelas. 

    De hecho aquí seguimos, fiados a la masturbación, soñando con el futuro, viendo películas a todas horas..., solo que ahora trabajamos, y disponemos de dinero, y hasta tenemos hijos que ya tienen nuestra misma edad de entonces, y a los que entendemos perfectamente en sus cuitas, casi más hermanos que progenitores, más colegas que responsables.


    Pero es un recuerdo falaz -distorsionado por la falta de sexo, por el fracaso continuado con las chicas- el que hace que veamos nuestra adolescencia tan desaprovechada y anubarrada. La prueba está en que todos los que ligaron mucho, o ligaron bien, no tienen la misma percepción de tiempo malgastado y amargado. Y tienen razón. Enfocándola con lucidez, nuestra adolescencia fue una edad privilegiada, casi de niños mimados, quizá no espléndida, ni festejable, pero un paraíso terrenal en comparación con ésta que vive, por ejemplo, el desdichado Charley en Lean on Pete. A nosotros nunca nos faltó un plato en la mesa, una ropa en el armario, una calefacción en invierno. Teníamos unos padres que por regla general permanecían unidos en el infortunio conyugal, y sacrificaban la posibilidad de un amor quizá más provechoso. Nosotros fuimos a colegios decentes, a institutos, a universidades que más o menos nos prepararon para la vida, aunque luego la vida no precisara ninguno de aquellos aprendizajes. 

    Charley es un rubiales que tal vez se las lleva a todas de calle, pero duerme en un camastro, come cuando puede, tiene un padre nada ejemplar, una madre ausente, y un futuro poco halagüeño. Y unas heridas en el alma como costurones. Pero tiene un caballo, eso sí, al que confiesa sus penas y sus dudas. Y que no le impone ninguna penitencia, como hacían los curas con nosotros. El confiable Pete.


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