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Black Mirror: Common People

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Esta vez el futuro de “Black Mirror” ya está llamando a nuestra puerta. Charlie Brooker y sus guionistas sólo han tenido que anticiparse unos años  a los abusos hospitalarios que dentro de nada nos sacarán el dinero a navajazos. ¿Cuánto queda para que nos curen una enfermedad grave a cambio de que vayamos soltando anuncios por la boca...? 

“Common People” es un cuento de terror absoluto, aunque parezca -y de hecho lo es- una historia de amor demoledora. El acojone era la intención inicial de “Black Mirror” cuando secuestró nuestra mirada. Anticiparnos el reverso tenebroso de la tecnología y ponernos sobre aviso. Pero luego vino el desbarre, el mainstream, tal vez el agotamiento creativo, y nos fuimos desentendiendo de la serie hasta casi olvidarla por completo.

Pero no hay mal que cien años dure: parece que Charlie Brooker ha vuelto muy fresco y vitaminado. Es como si hubiera pasado, precisamente, por una clínica de rehabilitación neurológica... Esperemos que Charlie no esté en manos de “Rivermind” y que pronto empiece a decir sandeces por no pagar la suscripción Plus + de su terapia psicológica.

Los seguros privados de salud ya funcionan de un modo parecido al que vende “Rivermind”, esa empresa sin escrúpulos que uno se imagina gestionada directamente por el tío del Lambo -¿o al final era un Maserati?- y su novia la Quironesa. La “common people” muriéndose por no poder pagar su seguro y ellos de fiesta en el ático, o en la playa de las Seychelles, dando vivas a la libertad. 

En este año del Señor de 2025 ya hay cosas que cubre la póliza contratada y otras que necesitan una autorización expresa que no siempre se produce. Cuando la cosa se pone jodida empiezan las jodiendas y aparecen las propuestas de ampliación: Salud Extra, Bienestar Premium, Cobertura Óptima y Total... Todo va bien hasta que no aparece la enfermedad mortal que necesita un pastón en tratamientos. Mientras hablamos de gripes o de brazos rotos todo son sonrisas y tías buenas atendiéndote. El día que vaya a hacerme una prueba y me atienda la enfermera menos agraciada empezaré a temerme lo peor.






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State of the Union

🌟🌟🌟🌟

Supongo que no soy el primero en deducir que esta pareja disfuncional no necesitaba, a fin de cuentas, una terapia. Que la terapia sólo era el mcguffin para que los diálogos íntimos se fueran desplegando, y que ellos mismos, sin necesidad de ningún profesional, fueran descubriendo la causa última de su distanciamiento.

    En cada uno de los diez episodios de State of the Union, Tom y Louise se encuentran en el bar minutos antes de entrar en consulta, y allí, mientras toman su pinta de cerveza o su vino blanco, plantean lo que van a decirle a su mediadora para mantener una imagen de pareja unida. Pero lo que se dicen en el bar es tan lúcido, tan sincero  -y, a fin de cuentas, tan enamorado- que la figura de su terapeuta, nunca vista en pantalla, se irá diluyendo en el transcurso de la trama. O quizá ése sea, después de todo, el truco oculto de las terapias de pareja, las ficticias y las reales: convertir la cita presencial en una ceremonia simbólica que concrete el esfuerzo de muchas más horas, íntimas, que produjeron largas conversaciones sobre el reparto de la culpa. El terapeuta, quizá, como el mago de Oz, que obra con su mera presencia.



    La conclusión a la que llegan Tom y Louise en el episodio final es que se aman “sin sentimientos”. O lo que es lo mismo: que se aman sin saber muy bien por qué, sin razones, con las vísceras, con el sistema límbico a secas, y que su matrimonio -que exigiría un apego más racional, un compromiso nacido en el lóbulo frontal de la cordura- va a seguir estando en crisis permanente hasta que la muerte los separe, o hasta que otro amor se cruce definitivamente en su proyecto. El giro de guion es verosímil, porque uno, en la vida real, sospecha que muchas parejas siguen el mismo esquema de amor interrogado o interrogante. Sin embargo, en el transcurso de la serie, uno no deja de pensar que aquí hay un fallo de casting muy gordo, y que la razón verdadera por la que Tom y Louise no terminan de encajar es que ella se parece demasiado a Rosamund Pike, la mujer que volvió loco a Barney Panofsky y a muchos espectadores con él, solidarios en la taquicardia enamorada,  y que mientras ella flota en pantalla, y es tan bella que no sé qué narices hace atrapada en estas discusiones pedestres, él, Tom, que sí, es simpaticote y tal, y tiene un par de ojillos azules y vivarachos que le dan cierto atractivo, podría ser el compadre de cervezas de cualquier bar de mi pedanía, un mortal cualquiera que sólo aspira a las Rosamund Pike de la vida en sueños o en melopeas de las muy gordas.



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