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Matabot

🌟🌟


Comienzo a ver “Matabot” en el tren que me trae de León a La Pedanía. El caballo de hierro ha llegado con dos horas de retraso y me inunda una mala hostia de viajero ninguneado. Quizá no sea el mejor momento para iniciar “Matabot” ni ninguna otra ficción. Lo ideal, si yo fuera un ser racional, sería cerrar los ojos, poner música en los auriculares y dejarme llevar por el traqueteo. El "cha-ka-chá" del tren.

Pero me puede el vicio, el ansia de vaciar el disco duro. Y además, sentadas frente a mí, y procedentes del Averno, me han tocado dos loros que no paran de parlotear, siempre con los nietos y las dolencias, las cosas del tiempo y las recetas del gazpacho... No veo ninguna diferencia entre los imbéciles que van dando po'l culo con el teléfono móvil y las sexagenarias que cacarean sus intimidades como si vivieran separadas por las montañas. Ellas también rellenan todo el pentagrama disponible y terminan por hacerte simpatizante de las ideas olvidadas de la eugenesia. 

(Es imposible escapar de estas encerronas en los Alvias incomodísimos y atestados de viajeros. Pero ya que el vagón del silencio es un privilegio exclusivo de la Alta Velocidad, yo propongo que nos pongan, al menos, en los trenes de los pobres, un “Matabot” que extermine a estos desaprensivos del decibelio). 

Para enfrascarme en “Matabot” llevo unos auriculares que supuestamente cancelan el ruido exterior, pero la voz chillona de las cacatúas se cuela por las rendijas del sistema. Eso me obliga a subir el volumen hasta que mi tímpano dice basta y me obliga a buscar un nivel de compromiso: “Matabot” ya será, hasta que la abandone justo en mitad del segundo episodio, una serie con banda sonora extraña y desasosegante. Como si este robot medio autista y medio gracioso -que prometía tantas alegrías y al final se quedó en casi nada- sintonizara por dentro alguna radio de yayas incomprendidas en la madrugada. 





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Operation Finale

🌟🌟🌟

Dicen que mi abuela, en el año 64, en la televisión del vecino rico, cuando vio saltar a los futbolistas soviéticos al césped del Santiago Bernabéu para jugar la final de la Eurocopa, exclamó, sorprendida: “¡Pero estos hombres... no tienen rabo ni cuernos!” Ella, aunque nacida en una meseta esteparia, no había visto un ruso en su vida, y los imaginaba como de otra raza, amoral y perversa, con apéndices de Belcebú y llamaradas saliendo por el cogote, como los describía en la radio la propaganda oficial.

    Tres años antes, en Jerusalén, los asistentes al juicio de Adolf Eichmann debieron de pensar algo parecido a lo de mi abuela, cuando apareció aquel tipo bajito custodiado por los guardias. “¿Y este es el nazi peligrosísimo que el Mossad fue a buscar a Buenos Aires en una odisea casi propia de James Bond...?” Cuando vieron a aquel hombre calvorota, apocado, con gafas de lente gruesa, tan poco ario y tan poco feroz, que encima hablaba con parsimonia, sin rencor, explicando su papel en la guerra como si estuviera declarando ante un tribunal de oposiciones, los israelíes debieron de sufrir una disonancia cognitiva que tal vez les perturbó en las primeras sesiones, pero que rápidamente apartaron de sus mentes. Aquel hijo de puta podía disimular todo lo que quisiera pero en realidad era un monstruo sanguinario que había gestionado los asuntos más escabrosos del Holocausto con una eficacia prusiana que helaba la sangre de cualquiera.

    Pero Hannah Arendt, que estaba allí presente como reportera para la revista The New Yorker, prefirió ahondar en la disonancia. Y poco después del proceso, en el libro que la hizo famosa, formuló el principio de la banalidad del mal que tanto ha dado que hablar en los simposios de las universidades. Eichmann no era un monstruo, ni un psicópata, ni un renglón torcido de Dios... Eichmann ni siquiera odiaba a los judíos. Él sólo era un funcionario que obedecía órdenes, sumiso y cumplidor. Los jerarcas nazis sí eran una pandilla de sociópatas chalados, pero Eichmann, para frustración del periodismo sensacionalista, sólo era un chupatintas intachable que coordinó el tráfico de los trenes de la muerte. 

    A Hannah Arendt, por supuesto, le cayeron palos por todos los lados, como si estuviera relativizando de algún modo las atrocidades cometidas por Eichmann. Mientras tanto, en la Universidad de Yale, Stanley Milgram demostraba en su histórico experimento que todos llevamos a un Adolf Eichmann en nuestro interior...




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Un niño grande


🌟🌟🌟🌟

Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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